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Rembrandt pintó La lección de anatomía del Dr. Nicolaes Tulp con solo veintiséis años. Pese al decoroso proceder científico y las caras solemnes de los médicos, puede olerse la podredumbre del cuerpo: Rembrandt obliga al espectador a mirar el cadáver y lo sitúa, de manera irremediable, ante la muerte. Ocurre lo mismo con Naturaleza muerta con pavos reales, en la que un pájaro yace en un charco de su propia sangre y el otro cuelga de sus patas. La impresión se multiplica con El buey sacrificado, donde vemos un animal muerto que cuelga de una viga de madera. Para Moser, no hay un Cristo en todo el Louvre que encarne la emoción del sacrificio como lo hace este cadáver, abierto en canal. Sin remitir a nada religioso, el cuadro «despierta la misma sensación espectral que nos suscitan los misterios más sagrados». Aquí reside la verdadera fuerza de Rembrandt: en su forma inigualable de representar el cuerpo y la muerte, y en hacer chocar, abruptamente, la luz con las tinieblas.
Indagar sobre el sentido del arte nos hace preguntarnos qué hará el tiempo con los relatos que hemos construido de nuestros artistas contemporáneos. ¿Qué permanecerá de todo lo que pintamos, escribimos y creamos hoy en día? ¿Dónde quedará un atisbo de luz y qué obras se oscurecerán hasta desaparecer? Existe una sola respuesta, y es el tiempo.
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