IDA Y VUELTA COLUMNA
Los pasos en la acera
En 1974 estuve tres días encerrado. Los grises me golpearon entre varios y en el interrogatorio me llevé algunas bofetadas
Grises a caballo en una manifestación de estudiantes en la Universidad Complutense en 1976. EFE
Una frase leída en un artículo desata de golpe el caudal del recuerdo: un fogonazo o una punzada de dolor antiguo y revivido precede a la memoria consciente. Estoy leyendo el periódico en la placidez de la mañana del domingo y me encuentro de regreso en un pasado lejano que sin embargo no pierde nunca su filo. Dentro del hombre de pelo gris entrado en años que soy ahora despierta un muchacho que acaba de cumplir 18 años y empieza a asomarse al mundo, que llegó a Madrid hace apenas dos meses, con su apocamiento y su ilusión de provinciano, con sus ensoñaciones de rebeldía personal y de activismo político, todo mezclado con una vocación del todo adolescente por la literatura.
El regreso lo ha despertado una frase en un artículo de Edurne Portela. La lectura empieza siendo un ejercicio de reflexión política y en un instante se ha convertido en algo más, un recuerdo latente que el tiempo no amortigua porque es el de un ingreso súbito y cruel en la vida adulta. Portela escribe sobre la vergüenza española de la desmemoria, de la falta de interés y de reconocimiento público hacia los perseguidos por la dictadura, los que se alzaron contra ella y recibieron el azote de su crueldad. Justo en el centro de lo más visible y lo más degradado turísticamente de Madrid está el escándalo de lo invisible y lo borrado. La sede enfática de la Comunidad de Madrid fue la Dirección General de Seguridad durante la dictadura, el agujero negro al que fueron arrojados millares de detenidos, muchos de ellos golpeados, torturados, asesinados. De la fachada de lo que llamábamos hace muchos años la degeese colgaba a finales del año pasado una gran bandera española sin el escudo constitucional, rodeada de una variedad de decoraciones navideñas. En esa fachada hay una placa que recuerda el levantamiento popular del 2 de mayo de 1808, pero ninguna conmemorando otros heroísmos y sufrimientos más cercanos, los de los presos —y las muchas presas, puntualiza Portela— que padecieron en las celdas de los sótanos y fueron interrogados y torturados en oficinas de un aire del todo administrativo, con muebles metálicos grises, máquinas de escribir, ceniceros llenos de colillas.
Quien pase por la acera, siempre invadida de turistas, puede que no repare en las ventanas enrejadas que hay al nivel de la calle. Los dinteles son de granito, y las rejas, muy sólidas. Detrás de ellas se distingue el arranque de bóvedas que descienden hacia una negrura de pozo. Escribe Edurne Portela: “Me asomo a esas ventanas del sótano desde las que los presos decían que oían pasar a la gente”. Desde el suelo de las celdas, y desde el bloque corrido de cemento sobre el que se alineaban las colchonetas, las ventanas quedaban muy altas. Ni aun alzándose sobre los hombros de otro habría podido un preso alcanzar los barrotes y asomarse a la calle, a la altura de la acera, donde sonaban los pasos de la gente. Ese es el recuerdo más preciso, más exacto, al cabo de tanta vida, 45 años. Se oían muy claros los pasos de la gente, y por su sonido se distinguían los hombres de las mujeres, el taconeo rápido y atareado de la juventud y los pasos arrastrados de los viejos o de los mendigos o los enfermos. Gracias a esa percusión el oído compensaba la ausencia de la vista.
Pero no solo se oían los pasos desde el fondo del pozo, desde el interior de la celda. Se oían también los bastones de los ciegos que en aquella época todavía pregonaban su lotería por las esquinas, y el fuelle de los frenos hidráulicos de los autobuses que tenían la parada muy cerca. A veces se notaba el rumor sísmico de los trenes del metro. Se oían ráfagas y fragmentos de conversaciones, risas, gritos, la voz perentoria de un hombre llamando un taxi, los silbatos de los guardias de tráfico. Cuando el sol daba con un cierto ángulo, en el aire gris de la celda se entreveía la sombra de alguien que pasaba. La luz filtrada por la tela metálica sucia tenía un color de rata. La libertad, la simple vida cotidiana, estaba a unos pasos por encima de nosotros, y también tan lejos como si no existiera, como el recuerdo doloroso de lo que se ha perdido para siempre.
Los sonidos que llegaban desde las profundidades de aquel sótano eran más siniestros. Las puertas de las celdas se abrían y se cerraban con una violencia amenazante. Éramos 20 en una celda para 10. El número está inscrito en mi memoria igual que en la puerta, encima de la mirilla: 47. El murmullo de nuestras conversaciones en una penumbra sin matices en la que siempre ardía una bombilla pelada se detenía cuando escuchábamos pasos, tacones de botas sobre el suelo helado de piedra. Era marzo de 1974. Acababan de ejecutar a Salvador Puig Antich. Sin conocer a casi nadie todavía en la Facultad, yo me había unido a una manifestación de protesta contra el crimen, cortando el tráfico en la avenida Complutense. Los grises con botas altas y cascos de acero, con pértigas negras y espuelas relucientes, cargaban contra nosotros a caballo, bajo el tableteo de un helicóptero de la policía que volaba muy bajo.
Dentro de todo, yo tuve suerte. Me golpearon entre varios tirado en el suelo, y en el interrogatorio me llevé algunas bofetadas, delante de una mesa con ceniceros y expedientes. Amenazar a un adolescente asustado y esposado debía de ser un pasatiempo entretenido. Me tuvieron encerrado tres días en aquella celda y me pusieron una multa administrativa que equivalía casi a la cuarta parte de mi beca y me forzaba a la extrema penuria. Me condenaron perdurablemente a tener miedo: a ser detenido otra vez, a perder la beca y, por tanto, a renunciar a la universidad. La primera o la segunda noche se abrió la puerta de la celda y un preso al que traían entre dos grises se derrumbó como un guiñapo en el suelo. Nos contó que lo habían torturado golpeándole durante horas las plantas de los pies. A lo largo de los pasillos, junto a las puertas de las celdas, estaban las botas y los zapatos sin cordones de los detenidos. La llegada y el progreso de la noche podían medirse por el silencio que se hacía poco a poco en la acera. Después de media noche no había autobuses y se escuchaban pasos aislados, risas de juerguistas. En ese silencio era cuando llegada de verdad el miedo.
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