sábado, 30 de abril de 2011

TÚNEL || DESPUÉS DEL FIN ||| Fallece el escritor argentino Ernesto Sábato · ELPAÍS.com

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Fallece el escritor argentino Ernesto Sábato
El autor de 'El túnel' ha muerto en su casa a los 99 años de edad
EL PAÍS/AGENCIAS - Madrid - 30/04/2011




El escritor argentino Ernesto Sábato ha fallecido esta madrugada en su casa de la ciudad de Santos Lugares (Argentina), ha confirmado a la radio argentina Mitre su compañera Elvira González Fraga. "Hace como quince días tuvo una bronquitis y a la edad de él esto es terrible", ha explicado. El considerado exponente de las letras argentinas con mayor proyección internacional tenía 99 años y el próximo 24 de junio iba a festejar su centenario. De hecho, iba a ser homenajeado mañana en la Feria del Libro por el Instituto Cultural de la provincia de Buenos Aires.

Sábato nació en Rojas, provincia de Buenos Aires, en 1911. Además de novelista y ensayista, era doctor en Física. Trabajó en el Laboratorio Curie, en París, y abandonó definitivamente la ciencia en 1945 para dedicarse exclusivamente a la literatura. En 1984 había recibido el Premio Cervantes, el más importante de la literatura en español, y llegó a ser propuesto por la Sociedad General de Autores y Editores de España como candidato al Premio Nobel de Literatura de 2007.

Sus tópicos más recurrentes se encargaban de la crisis del hombre en nuestro tiempo y de la reflexión sobre la propia literatura. Sus obras más destacadas son El escritor y sus fantasmas (1963), Apologías y rechazos (1979), El túnel (1948), Sobre héroes y tumbas (1961), y Abbadón el exterminador (1974). Su última obra publicada fue España en los diarios de mi vejez, fruto de los viajes en 2002 a tierras españolas mientras Argentina se sumergía en la más feroz crisis económica de su historia.

Es destacable su firme compromiso político y ético que confluye en su obra. En 1984 presidió la Comisión Nacional sobre Desaparición de Personas que redactó el Informe Sábato o Nunca más sobre los horrores de la última dictadura militar (1976-1983), que abrió las puertas para el juicio a las juntas militares de la dictadura militar en 1985. El prólogo del informe le valió fuertes críticas de organismos humanitarios que cuestionan la llamada "teoría de los dos demonios" sobre la violencia política que sacudió a Argentina en la década de 1970. En el texto, el escritor sostuvo que en los años 70 Argentina "fue convulsionada por un terror que provenía tanto desde la extrema derecha como de la extrema izquierda".

Sábato también llenó su tiempo con la pintura, aunque confesó que su "espíritu autodestructivo" lo llevó a destruir buena parte de sus obras. "Arrastrado por amigos", según declaró, presentó una decena de sus obras en 1989 en el Centro Pompidou de París y del mismo modo lo hizo después en Madrid.

El escritor argentino atravesó momentos difíciles en su vida con la muerte en 1995 del mayor de sus dos hijos, Jorge, en un accidente de tráfico, y con el fallecimiento en 1998 de su primera esposa, Matilde.

Entre los numerosos premios recibidos por Sábato también figuran el Menéndez Pelayo (1997) y el Gabriela Mistral (1983), otorgado por la Organización de Estados Americanos (OEA).

Fallece el escritor argentino Ernesto Sábato · ELPAÍS.com




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OBITUARIO
Recuerdo del hombre que se reunía con los anónimos
JUAN CRUZ 30/04/2011

Ernesto Sábato era un hombre triste; de tan triste parecía que esa era su naturaleza; más que su cuerpo, su mirada, sus palabras, más que todo eso, Sábato era físicamente triste. Y, sin embargo, siempre que lo recuerdo lo veo pidiéndole a Jorge Valdano, su paisano ex futbolista, que le diera un puñetazo en el estómago: "Para que compruebe lo fuerte que estoy". Y estaba fuerte, hasta hace algunos años; entonces volvió a España, con su compañera, Elvira Rodríguez Fraga, como si se viniera a despedir de este país; al volver a Buenos Aires, a Santos Lugares, escribió un diario, Antes del fin, que complementaba otro libro suyo en el que hacía los diarios de su vejez viajando por este país viejo
.

Pero a la vuelta ya se hizo tan mayor su tristeza que convirtió su cuerpo, su memoria y su deseo en pura melancolía, y se fue deteriorando su salud, sin que nunca pudiera pensarse que aquel cuerpo del que tanto se quejaba lo fuera a traicionar, algo que acaba de hacer, para su liberación, quizá, pero también para su congoja. Pues, a pesar de las apariencias, las que él hacía explícitas y las que se le notaban en las oquedades pocas veces risueñas de sus ojos, Ernesto Sábato era también un cascarrabias que amaba la vida, un hombre capaz de alternar su preocupación por la ceguera (la suya, la que lo amenazaba) con las bromas y los dimes y diretes que le gustaba levantar para hablar de la clase literaria a la que pertenecía de lleno pero a regañadientes.

Hace unos días Elvira González Fraga me llamó; ella lleva con la ilusión inmarchitable y con un sentido del humor que siempre contrastó con el pesimismo de su compañero, la Fundación Ernesto Sábato, incrustada en lo más bello de Palermo, el barrio de las librerías y de los escritores de Buenos Aires. Ella era consciente de las enfermedades que la edad otorga a los cuerpos humanos, pero aún así, consciente también de que su compañero había pasado por una bronquitis fastidiosa, aún no era la hora. Y desde la fundación preparaba el homenaje que se le debe al centenario de Sobre héroes y tumbas. El centenario se cumple el 24 de junio, y para ese día ella creía que el agasajo universal tendría presente al escritor de Santos Lugares.

Ya no puede ser. La muerte de Sábato es un trago amargo y simbólico de la Argentina y de la literatura. Él representa a Argentina, con todas las contradicciones que en él actuaron en la baja frecuencia y que también machacaron a Jorge Luis Borges, algunas veces su amigo, y casi siempre su oponente; sobre ellos, de maneras distintas, cayeron los denodados latigazos que ese país le ha dado a la razón para despojar a los hombres de la serenidad de la discusión o el desacuerdo. Esas contradicciones se han reflejado en estos dos titanes ahora ya desaparecidos. Las heridas están en los libros, incluso en las entrevistas que se hicieron juntos y también en los desplantes que se hacían en público y en privado. Hay un libro en el que ambos se enzarzan a hablar de la literatura, de Dios y del diablo, y aunque no se quisieron nunca del todo, ahí se ve que en ambos hay una ternura que acaso es el sustento de la inquietud común: ¿para qué tanto lío si hemos de morir y no quedará ni una línea, ni siquiera un verso sencillo?

Pero ahora que toca certificar el fin de Sábato conviene recordar más su literatura que esas escaramuzas que uno aceptó como riesgos del destino y que el otro, el que acaba de fallecer, convirtió en el trampolín de una decisión civil que lo marcó como un héroe de una Argentina nueva que no acaba de ser nunca una Argentina verdaderamente renovada. Y su literatura, la de Sábato tiene en las contradicciones del ser humano, en los miedos al vacío que convivieron también en su pintura, la esencia de sus imaginaciones, que fueron tan oscuras como las predicciones que él hacía del destino de los hombres, condenados a la ceguera, a la mezquindad y al olvido. El túnel y Sobre héroes y tumbas son como el trasunto de esa oquedad rabiosa de sus ojos. Él quería desaparecer y estar. Una vez, en el restaurante Casa Lucio de Madrid, donde había querido comer huevos estrellados, cantamos juntos, con Elvira González Fraga, una milonga argentina de Reguera, creo: "Se me está haciendo la noche/ en la mitad de la tarde/ no quiero volverme sombra/ quiero ser luz y quedarme". Sábato hizo suyos esos versos, pues él, que ya llevaba avanzados los 90, quería quedarse, seguir, estar, terminarse esos huevos estrellados, seguir viaje a Galicia, a Sevilla, volver a Argentina, vivir, aunque ya su estómago no estuviera tan firme como cuando le pidió a Valdano que le golpeara la barriga, "si viera lo fuerte que está".

En sus diarios españoles (España en los diarios de mi vejez, Seix Barral), escribió esta entrada: "Cuando siento que me falta tanto de lo que gocé en otras épocas, me queda esto, agarrar un papel o sentarme a mi vieja máquina de escribir, vieja y compañera, y anotar esto, esto quizá sin importancia, pero que me hace sentir reunido con los anónimos y sin embargo, por algún misterio, cercanos lectores que estos papeles tendrán".

Quería desaparecer, eso está en sus libros, pero quería quedarse, eso estaba en su mirada herida que ahora se acaba de apagar. Ernesto Sábato, un titán disminuido siempre por la constancia rabiosa de su melancolía.

Recuerdo del hombre que se reunía con los anónimos · ELPAÍS.com





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COMUNICACIÓN DISCURSO ÍNTEGRO DEL ESCRITOR ARGENTINO
'Hay que nombrar la verdad'
ERNESTO SÁBATO 10/05/2002



Me han pedido que diga unas palabras en el marco de este prestigioso Premio Ortega y Gasset que cada año se entrega a las más destacadas labores periodísticas. Lo hago no sólo por la amistad que me une a quien así me lo pidiera, sino porque creo que es el periodismo una labor trascendente de la cual dependen los lazos entre los hombres y los pueblos. El hombre de este tiempo vive delante de lo que acontece en el mundo entero. Y lo hace a través de la mirada de los periodistas; ellos son los testigos, quienes nos narran los acontecimientos. De ellos depende el cariz con que interpretamos los hechos, el partido que asumamos frente a lo que nos pasa como humanidad.


El periodista habrá de deponer su propia visión de las cosas para abrirse a lo que sucede, comprendiendo que son sus ojos y sus palabras las que llevarán a los demás hombres la realidad de la que son parte. El periodista es así testigo, mediador e intérprete. La suya es una tarea de suprema responsabilidad.

Por eso, hoy felicito al diario Herald de Miami como presencia de nuestro idioma y de nuestra cultura. A Ángeles Espinosa, de EL PAÍS, que ha trabajado con dedicación admirable y con peligro en Afganistán, Pakistán y Oriente Medio. Y a Andrés Carrasco por su desgarradora fotografía que nos muestra los cuerpos tendidos de los inmigrantes, terrible drama que estamos viviendo. A ustedes, mi honda admiración.

Escritor en periódicos
A lo largo de los años en que fue gestándose mi obra ensayística y literaria, yo mismo he colaborado con los diarios de mi país y con importantes medios gráficos de todo el mundo.

Desde hace más de medio siglo, esta profesión ha estado íntimamente ligada a mi destino como escritor, y ambas me han permitido expresar las incertidumbres de mi espíritu, cuando trataba de hallar respuesta a las dudas que tanto me acosaban. Debo destacar, además, otro motivo que engrandece el alto honor de compartir con ustedes este momento. Se debe al hecho de que este galardón lleve la impronta de un hombre cuya vida y pensamiento nos ha permitido vislumbrar una cumbre del espíritu humano.

José Ortega y Gasset ha sacudido la conciencia adormecida de los hombres de su tiempo, alentándolos a encarnar los valores trascendentes y a comprometerse con el mundo en el que le tocó vivir. Con tenacidad, hasta con vehemencia, pero también, y fundamentalmente, con rigor, como caracteriza a la raza de intelectuales a la que él perteneció. Quienes hoy reciban el Premio Ortega y Gasset de Periodismo sabrán advertir el legado que constituye la esencia de este galardón.

Les decía que yo mismo, junto a mi tarea como escritor, he realizado trabajos periodísticos cada vez que las situaciones sociales lo exigían. Puede parecer contradictorio que un hombre habituado al silencio y la demora que requiere el ensayo y la literatura, sienta la necesidad, a su vez, de expresarse a través de esa palabra inmediata, del instante, que caracteriza a la escritura periodística.

Así también lo ha hecho Ortega, y otros genios de la talla de Camus, Hemingway, Malraux, Sartre, Simone Weil, y el propio Gandhi que, desde las columnas de un humilde y precario periódico alentó su revolución espiritual, el verdadero despertar del alma de su pueblo sometido.

Sucede que, ante determinados acontecimientos, todo intelectual auténtico debe postergar su obra personal en favor de la obra común, poniendo su voz al servicio de los hombres, para ayudarlos a construir una nueva fe, una débil pero genuina esperanza. Entonces, en el vertiginoso suceder de los acontecimientos, la palabra que surge en respuesta logra evadir su destino fugaz y perecedero.

En este sentido, quienes trabajamos con la palabra, escritores, filósofos, periodistas, pensadores, y quienes a través de sus imágenes hacen oír el clamor de tantas voces silenciadas, todos nosotros, digo, más que una función pedagógica, tenemos un deber ético con las sociedades. Debemos restaurar el sentido de las grandes palabras deterioradas por aquellos que intentan imponer un discurso único e irrevocable.

El periodismo es un formador de opinión pública que da un sentido crítico frente a los hechos de la vida. Esta importante tradición creada en España por Feijoo, en el siglo XVIII, fue luego continuada por Larra, por Machado, por Unamuno. Basta alcanzar cualquiera de los escritos que ellos nos dejaron para constatar su creencia en el acto de nombrar la verdad.

Hoy, el periodismo debe reconciliarse con sus mejores señas de identidad históricas por donde respire la libertad de opinión y la capacidad imaginativa de sus intelectuales.

La prensa en estos últimos años ha adquirido una notable expansión social y política, jerarquizada por su labor en las áreas de investigación y cultura. Quienes tienen en su poder el funcionamiento de los grandes medios, han de permanentemente tomar conciencia de la gran transformación a la que pueden contribuir. Capacitados, como están, para intervenir en las graves necesidades a las que estos tiempos nos está enfrentando.

Los revolucionarios avances tecnológicos han acrecentado la enorme influencia que el periodismo, y los medios de comunicación en general, poseen sobre la conciencia de la gente. Sin duda son actualmente uno de los principales formadores.

Por la magnitud de su alcance, este poder es a veces utilizado por quienes pretenden perpetuar la hegemonía de un modelo único, sin alternativa. Imponiéndonos el yugo de una obscena globalización que justifica el sufrimiento de millones de hombres y mujeres, a la vez que nos relegan en una sensación de impotencia perpetua e inevitable.

La sociedad está a tal punto golpeada por la injusticia y el dolor; su espíritu ha sido corroído tan a menudo por la impunidad, que se vuelve casi imposible la transmisión de valores a las nuevas generaciones. Sin embargo, la enorme posibilidad de modificar el aciago rumbo que venimos llevando se halla presente en el alcance ilimitado que los medios de comunicación poseen sobre la formación de conciencia de niños, hombres y mujeres.

Es ésta una gran misión que puede llevar a cabo el verdadero periodismo, como lo está demostrando cada vez que con peligro y en situaciones de precariedad nos ha acercado a lo que acontece en el mundo. En todas sus manifestaciones, la actividad periodística debe consagrarse en un compromiso ético que responda al desgarro de miles de hombres y mujeres, cuyas vidas han sido reducidas al silencio a través de las armas, la violencia y la exclusión social.

Sin duda, así lo han hecho quienes esta tarde recibirán el Premio Ortega y Gasset de Periodismo, al igual que cientos de sus colegas en el mundo, cuya destacada labor también debe ser justamente señalada.

A todos ustedes, desde mi condición de escritor, quiero expresarles mi reconocimiento por contribuir a expresar el sacrificio, el dolor, la incertidumbre, pero también la esperanza y el coraje de una humanidad que se resiste a desaparecer.

'Hay que nombrar la verdad' · ELPAÍS.com




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"Me llamo Ernesto..."
Extracto del libro de memorias 'Antes del fin' (1999). El texto hace referencia a su infancia, juventud y actitud ética y política y fue publicado en EL PAÍS en enero de ese año.
ERNESTO SÁBATO 30/04/2011


Me llamo Ernesto, porque cuando nací, el 24 de junio de 1911, día del nacimiento de san Juan Bautista, acababa de morir el otro Ernesto, al que, aun en su vejez, mi madre siguió llamando Ernestito, porque murió siendo una criatura. "Aquel niño no era para este mundo", decía. Creo que nunca la vi llorar -tan estoica y valiente fue a lo largo de su vida-, pero, seguramente, lo haya hecho a solas. Y tenía noventa años cuando mencionó, por última vez, con sus ojos humedecidos, al remoto Ernestito. Lo que prueba que los años, las desdichas, las desilusiones, lejos de facilitar el olvido, como se suele creer, tristemente lo refuerzan.

Aquel nombre, aquella tumba, siempre tuvieron para mí algo de nocturno, y tal vez haya sido la causa de mi existencia tan dificultosa, al haber sido marcado por esa tragedia, ya que entonces estaba en el vientre de mi madre; y motivó, quizá, los misteriosísimos pavores que sufrí de chico, las alucinaciones en las que de pronto alguien se me aproximaba con una linterna, un hombre a quien me era imposible evitar, aunque me escondiera temblando debajo de las cobijas. O aquella otra pesadilla en la que me sentía solo en una cósmica bóveda, tiritando ante algo o alguien -no lo puedo precisar- que vagamente me recordaba a mi padre. Durante mucho tiempo padecí sonambulismo. Yo me levantaba desde el último cuarto donde dormíamos con Arturo, mi hermano menor, y, sin tropezar jamás ni despertarme, iba hasta el dormitorio de mis padres, hablaba con mamá y luego volvía a mi cuarto. Me acostaba sin saber nada de lo que había pasado, sin la menor conciencia. De modo que cuando a la mañana ella me decía, con tristeza -¡tanto sufrió por mí!-, con voz apenas audible: "Anoche te levantaste y me pediste agua", yo sentía un extraño temblor. Ella temía ese sonambulismo, me lo dijo muchos años más tarde, cuando me enviaron a La Plata para hacer los estudios secundarios, y ya ella no estuvo para protegerme. Pobre mamá, no comprendía, ni yo tampoco en aquel entonces, que ese tormento en gran parte era el resultado de la convivencia espartana, regida por mi padre.

La tierra de mi infancia, como un pueblo estremecido por fuerzas extrañas, se hallaba invadida por el terror que sentía hacia él. Lloraba a escondidas, ya que nos estaba prohibido hacerlo, y, para evitar sus ataques de violencia, mamá corría a ocultarme. Con tal desesperación mi madre se había aferrado a mí para protegerme, sin desearlo, ya que su amor y su bondad eran infinitos, que acabó aislándome del mundo. Convertido en un niño solo y asustado, desde la ventana contemplaba el mundo de trompos y escondidas que me había sido vedado.

De alguna manera, nunca dejé de ser el niño solitario que se sintió abandonado, por lo que he vivido bajo una angustia semejante a la de Pessoa: "Seré siempre el que esperó a que le abrieran la puerta, junto a un muro sin puerta".

Y así, de una u otra forma, necesité compasión y cariño.

Cuando me enviaron desde mi pueblo al colegio nacional de La Plata para hacer el secundario, en el instante en que me pusieron en el ferrocarril sentí resquebrajarse el suelo incierto sobre el cual me movía, pero al que aún le aguardaban peores hundimientos. Durante un tiempo seguí soñando con aquella madre que veía entre lágrimas, mientras me alejaba hacia qué infinita soledad. Y cuando la vida había marcado ya en mi rostro las desdichas, cuántas veces, en un banco de plaza, apesadumbrado y abatido, he esperado nuevamente un tren de regreso.

Entre esa multitud de colonizadores, mis padres llegaron a estas playas con la esperanza de fecundar esta "tierra de promisión", que se extendía más allá de sus lágrimas.

Mi padre descendía de montañeses italianos, acostumbrados a las asperezas de la vida; en cambio, mi madre, que pertenecía a una antigua familia albanesa, debió soportar las carencias con dignidad.

Juntos se instalaron en Rojas, que, como gran parte de los viejos pueblos de la pampa, fue uno de los tantos fortines que levantaron los españoles y que marcaban la frontera de la civilización cristiana.

Recuerdo a un viejo indio que me contaba anécdotas de sangrientas luchas y de malones, que trenzaba sus tientos con paciencia y que, cuando le dijeron que transmitirían por una radio de galena la pelea de Firpo con Dempsey, contestó: "Cuando más cencia, más mandinga".

En este pueblo pampeano, mi padre llegó a tener un pequeño molino harinero. Centro de candorosas fantasías para el niño que entonces yo era, cuando los domingos permanecía en el taller haciendo cositas en la carpintería, o subíamos con Arturo a las bolsas de trigo, y a escondidas, como si fuera un misterioso secreto, pasábamos la tarde comiendo galletitas.

Mi padre era la autoridad suprema de esa familia en la que el poder descendía jerárquicamente hacia los hermanos mayores. Aún me recuerdo mirando con miedo su rostro surcado a la vez de candor y dureza. Sus decisiones inapelables eran la base de un férreo sistema de ordenanzas y castigos, también para mamá. Ella, que siempre fue muy reservada y estoica, es probable que a solas haya sufrido ese carácter tan enérgico y severo. Nunca la oí quejarse y, en medio de esas dificultades, debió asumir la ardua tarea de criar once hijos varones.

La educación que recibimos dejó huellas tristes y perdurables en mi espíritu. Pero esa educación, a menudo durísima, nos enseñó a cumplir con el deber, a ser consecuentes, rigurosos con nosotros mismos, a trabajar hasta terminar cualquier tarea empezada. Y si hemos logrado algo, ha sido por esos atributos que ásperamente debimos asimilar.

La severidad de mi padre, en ocasiones terrible, motivó, en buena medida, esa nota de fondo de mi espíritu, tan propenso a la tristeza y a la melancolía. Pero también fue el origen de la rebeldía en dos de mis hermanos que huyeron de casa: Humberto, de quien luego hablaré, y Pepe, llamado en nuestro pueblo "el loco Sabato", que acabó yéndose con un circo, para deshonra de mi familia burguesa. Decisión que entristeció a mi madre, pero que ella sobrellevó con el estoicismo que mantuvo hasta su vejez, cuando a los noventa años, luego de largos padecimientos, murió serenamente en su cama en brazos de Matilde.

Mi hermano Pepe tuvo pasión por el teatro y actuaba en los conjuntos pueblerinos que se llamaban "Los treinta amigos unidos" y, cuando en el cine-teatro La Perla, se ponían en escena sainetes criollos, él siempre conseguía algún papel, por pequeño que fuese. En su cuarto tenía toda la colección de Bambalinas que se editaba en Buenos Aires con tapas de colores, donde, además de esos sainetes, se publicaban obras de Ibsen y una, que aún recuerdo, de Tolstoi. Toda esa colección fue devorada por mí antes de los doce años, marcando fuertemente mi vida, ya que siempre me apasionó el teatro, y aunque escribí varias obras, nunca salieron de mis cajones.

Debajo de la aspereza en el trato, mi padre ocultaba su lado más vulnerable, un corazón cándido y generoso. Poseía un asombroso sentido de la belleza, tanto que, cuando debieron trasladarse a La Plata, él mismo diseñó la casa en que vivimos. Tarde descubrí su pasión por las plantas, a las que cuidaba con una delicadeza para mí hasta entonces desconocida. Jamás lo he visto faltar a la palabra empeñada, y con los años admiré su fidelidad hacia los amigos. Como fue el caso de don Santiago, el sastre que enfermó de tuberculosis. Cuando el doctor Helguera le advirtió que la única posibilidad de sobrevivir era irse a las sierras de Córdoba, mi padre lo acompañó en uno de esos estrechos camarotes de los viejos ferrocarriles, donde el contagio parecía inevitable.

Recuerdo siempre esta actitud que define su devoción por la amistad y que supe valorar varios años después de su muerte, como suele ocurrir en esta vida, que, a menudo, es un permanente desencuentro. Cuando se ha hecho tarde para decirle que lo queremos a pesar de todo y para agradecerle los esfuerzos con que intentó prevenirnos de las desdichas que son inevitables y, a la vez, aleccionadoras. Porque no todo era terrible en mi padre, y con nostalgia entreveo antiguas alegrías, como las noches en que me tenía sobre sus rodillas y me cantaba canciones de su tierra, o cuando por las tardes, al regresar del juego de naipes en el Club Social, me traía Mentolina, las pastillas que a todos nos gustaban.

Desgraciadamente, él ya no está y cosas fundamentales han quedado sin decirse entre nosotros; cuando el amor es ya inexpresable, y las viejas heridas permanecen sin cuidado. Entonces descubrimos la última soledad: la del amante sin el amado, los hijos sin sus padres, el padre sin sus hijos. Hace muchos años fui hasta aquella Paola de San Francesco donde un día se enamoró de mi madre; entreviendo su infancia entre esas tierras añoradas, mirando hacia el Mediterráneo, incliné la cabeza y mis ojos se nublaron.

Ya nada queda de la pensión de la calle Potosí donde una tarde, traída por un buen amigo, llegó Matilde, de diecinueve años, huyendo de un hogar en que se la adoraba, para venir a juntarse en una piezucha de Buenos Aires con esta especie de delincuente que era yo. Para luchar en la clandestinidad contra la dictadura del general Uriburu, por un mundo sin miseria y sin desamparo. Una utopía, claro, pero sin utopías ningún joven puede vivir en una realidad horrible. Allí, muchas veces soportamos el hambre, cuando compartíamos un poco de pan y mate cocido, salvo en los días de suerte, en que la generosa doña Esperanza, encargada de la pensión, nos golpeaba la puerta para ofrecernos un plato de comida.

En esos tiempos de pobreza y persecución se desencadenó una grave crisis, y finalmente, mi alejamiento de aquel movimiento por el que tanto había arriesgado.

Los miembros del Partido, que, por supuesto, vigilaban cualquier "desviación", advirtieron en mí ciertos indicios sospechosos. En conversaciones con camaradas íntimos, yo sostuve que la dialéctica era aplicable a los hechos del espíritu, pero no a los de la naturaleza, de modo que el "materialismo dialéctico" era toda una contradicción. Alguien que no haya conocido a fondo la mentalidad del comunismo militante podría pensar que eso no era grave, cuando en rigor era gravísimo para los dirigentes, que consideraban un delito separar la teoría de la práctica. Sería largo de explicar en qué fundamentos me basaba, lo único que puedo decir es que esto sucedió hacia 1935, y que muchos años más tarde, en un encuentro teórico realizado en la Mutualité de París, se debatió ese problema entre grandes filósofos como Sartre y otros, y se sostuvo precisamente lo mismo.

Sea como fuere, aquella hipótesis era arriesgadísima porque el marxismo-leninismo estaba codificado de una manera férrea e inapelable. El Partido -palabra que siempre se escribía con mayúscula- resolvió mandarme por dos años a las Escuelas Leninistas de Moscú, donde uno se curaba o terminaba en un gulag o en un hospital psiquiátrico. Sin duda habría acabado en uno de esos campos de concentración, dada la convicción profunda que tenía sobre ese disparate filosófico. Por el espíritu de sacrificio que reinaba en los militantes, Matilde aceptó tristemente mi viaje a la Unión Soviética por dos años -y quizá para siempre-, quedando ella oculta en casa de mi madre.

Antes de ir a Moscú debía pasar por el Congreso contra el Fascismo y la Guerra, que presidía en Bruselas Henri Barbusse, organizado por el Partido y bajo su riguroso control. El viaje partía de Montevideo, yo atravesé de noche el delta del río de la Plata, en una lancha de contrabandistas, para luego seguir en barco, con documentos falsos, hasta Amberes; y finalmente, en tren hasta Bruselas. Allí tuve la oportunidad de escuchar a gente de la Schutzbund, de Austria, y a militantes que venían de Alemania, donde el hitlerismo estaba en ascenso. Me pusieron en un cuarto de los llamados Auberges de la Jeunesse junto a un compañero que conocí con el nombre supuesto de Pierre. Era un dirigente del Comité Central de la Juventud Francesa, de ciega obediencia a la teoría, lo que me hizo poner en guardia, porque en el Partido no se cometían esa clase de equivocaciones; aquel muchacho militante luego cayó en manos de la Gestapo y fue muerto tras salvajes torturas.

En uno de esos diálogos que teníamos antes de dormir surgió una discusión, y cometí el peligroso error de manifestar mis dudas sobre aquel problema filosófico. A la mañana siguiente le dije a mi compañero que me dolía el estómago y que iría en cuanto me aliviara el dolor. Después de una hora o más, cuando consideré que él no volvería, arreglé mi valijita y me escapé a París en tren. Ya habían comenzado los "procesos" del siniestro imperio estalinista, y apenas tuve esa conversación con Pierre comprendí que si iba a Moscú no volvería jamás. Todos los diálogos, las experiencias que conocí a través de militantes de otros países, acabaron por agrietar ya en forma irreversible la frágil construcción que en mi mente se vino abajo.

Como había ido a Bruselas ya con graves dudas sobre la dictadura de Stalin, en Buenos Aires, un amigo, ex simpatizante del Partido, me había dado la dirección de un trotskista argentino director de un semanario francés, que años más tarde moriría en un tanque en tiempos de la guerra civil española. Él me puso en contacto con un portero de la École Normale Supérieure, ex comunista, que me ofreció dormir en su cuartucho, en una de esas grandes camas de París. Como no había calefacción y el frío era intenso en aquel 1935, además de las mantas, nos cubríamos con una cantidad de L"Humanité. Durante el día deambulaba a la deriva por las calles de París, sin llegar a ver hacia qué tierras me arrastraría el naufragio. Hasta que una tarde entré en la librería Gibert, del Boulevard Saint-Michel, y robé un libro de análisis matemático de Émile Borel y escapé con él escondido en mi sobretodo. Recuerdo aquel atardecer gélido de invierno, leyendo los primeros fragmentos, con el temblor de un creyente que vuelve a entrar a un templo luego de un turbio periplo de violencias y pecados. Aquel sagrado temblor era una mezcla de deslumbramiento, de recogida admisión y de una paz que hacía tiempo anhelaba mi espíritu: el orbe matemático me llamaba a sus puertas por segunda vez.

De regreso en el país, espiritualmente destrozado, me encerré en el Instituto de Físico-Matemática, y en pocos años terminé mi doctorado. Allí me preparaba casi a diario para resistir los insultos y los agravios por mi "traición" al comunismo, cuando en rigor era todo lo contrario. El gran traidor fue ese hombre monstruoso, ex seminarista, que liquidó a todos los que habían hecho verdaderamente la revolución, hasta alcanzar en el extranjero al propio Trotsky, uno de los más brillantes y audaces revolucionarios de la primera hora, asesinado en México por los hachazos estalinistas.

Los excluidos no tienen justicia que los defienda. He ido a la villa treinta y uno, de Retiro, para solidarizarme con los sacerdotes que ayunan en repudio por la crueldad con que se pretendió echar a la gente, derribando sus precarias construcciones con salvajes topadoras.

Al regresar a casa, durante la noche he podido ver por televisión cómo se agredía a unos obreros que se negaban a desalojar una fábrica, golpeados con violencia, tratados como delincuentes por una sociedad que no considera un delito negarles a los hombres su derecho al trabajo; expropiándoles, incluso, hasta las pocas leyes laborales que los protegían.

También he visto a la policía corriendo con palos y tanques hidráulicos a vendedores ambulantes, en lugar de encarcelar a los que se están robando hasta las últimas monedas y tienen dinero y poder para comprar a esa justicia que cae con despiadada dureza sobre un pobre ladrón de gallinas. Como el muchacho que me escribió desde una cárcel cordobesa pidiéndome un ejemplar del Nunca más autografiado. Mientras ese hombre estaba preso por un delito menor, en un gesto aberrante se puso en libertad a los culpables de haber desangrado a la patria.

Con gran amargura, la tarde en que escuché la noticia de los indultos, me encerré en mi estudio sin deseos de ver a nadie, mientras volvían a mi mente las imágenes del horror, aquellos escenarios del suplicio.

En los años que precedieron al golpe de Estado de 1976 hubo actos de terrorismo que ninguna comunidad civilizada podría tolerar. Invocando esos hechos, criminales de la más baja especie, representantes de fuerzas demoniacas, desataron un terrorismo infinitamente peor, porque se ejerció con el poderío e impunidad que permite el Estado absoluto, iniciándose una caza de brujas que no sólo pagaron los terroristas, sino miles y miles de inocentes.

Cuando el país amaneció de esa pesadilla, el presidente Alfonsín, en su condición de jefe supremo de las Fuerzas Armadas, ordenó a los tribunales militares enjuiciar a los culpables de ese histórico horror. Luego, como estatuye la Constitución, el fuero civil daría la última palabra. Finalmente se nombró una comisión de civiles que, a través de una investigación paralela, aportó pruebas a la labor de los tribunales.

El horror que día a día íbamos descubriendo dejó a todos los que integramos la Conadep, la oscura sensación de que ninguno volvería a ser el mismo, como suele ocurrir cuando se desciende a los infiernos. Siempre recordaré la entereza ética y espiritual de las personalidades de la ciencia, la filosofía, varias religiones y el periodismo, que integraron la comisión.

El informe era transcripto por dactilógrafas que debían ser reemplazadas cuando, entre llantos, nos decían que les era imposible continuar su labor. En más de cincuenta mil páginas quedaron registradas las desapariciones, torturas y secuestros de miles de seres humanos, a menudo jóvenes idealistas, cuyo suplicio permanecerá para siempre en el lugar más desgarrado de nuestro corazón.

El terrorismo de Estado provocó también la destrucción de las familias de los desaparecidos. Padres y madres, en su atormentada fantasía, enterraron y resucitaron a sus hijos, sin saber, siquiera, la monstruosa realidad. Será difícil calcular cuántos padres murieron o se dejaron morir de angustia y de tristeza, cuántos otros enloquecieron. Como ocurrió con Miguel Itzigson, mi gran amigo, que en sus años finales tuvo como único objetivo recuperar a su hija, lograr alguna vez la verdad y la justicia. Pero el enfrentamiento con aquel horror, hecho de la crueldad de unos y la indiferencia de otros, acabó quebrando su admirable temple. Se dejó morir de tristeza.

El día en que la Conadep entregó el informe al presidente de la nación, la plaza de Mayo desbordaba de hombres, mujeres, jóvenes y madres con sus criaturas en brazos, que de ese modo daban su apoyo a aquel acontecimiento fundamental de nuestra historia. Ya que Nunca Más deberíamos reiterar los hechos que nos hicieron trágicamente famosos, cuando la prensa del mundo entero escribía en castellano la palabra "desaparecido".

Lamentablemente, las leyes de Obediencia Debida y de Punto Final, y luego los indultos, han abortado aquella voluntad soberana que hubiese sido un ejemplo de lucha ética, que hubiera tenido consecuencias ejemplares para el futuro de nuestra patria. Porque la tragedia que vivió la Argentina no será olvidada jamás por los que poseen un corazón noble; no sólo por quienes han presenciado aquel infierno, sino también por la condena de todos los seres de conciencia del mundo. Como lo demuestra la investigación que en otros países llevan adelante seres como el juez Baltasar Garzón, con quien estuve durante mi último viaje a España. La sangre, el horror y la violencia cuestionan a la humanidad entera, y nos demuestran que no podemos desentendernos del sufrimiento de ningún ser humano.

"Me llamo Ernesto..." · ELPAÍS.com



el dispensador dice: hay gente que nace vieja, sabia, más allá de su propio tiempo... Ernesto Sábato ha sido uno de ellos. Me hubiese gustado compartir una mesa de mate y bizcochos de grasa, pero no fue posible. Sí tuve la oportunidad de sentarme mano a mano con Arturo Frondizi cuando apenas pelaba mis 16 años de edad, y eso me marcó para el resto de mi vida que ya acumula sesenta. Pero Frondizi y sus hermanos no fueron los únicos que se cruzaron en mi senda, hubo muchos distinguidos, muchos como Astolfi, tampoco el único. Esa gente que lees o escuchas te cambia los días y te da argumentos suficientes para ir hacia adelante con aquello que piensas, que reflexionas. Son algo semejante a faros en la inmensidad. Esos iluminados aportan luces a quien quiera verlas y tomarlas y por suerte, destellan en todas las culturas, en todos los idiomas, y se convierten en inmortales justamente, porque nacen viejos... y uno los percibe con esa extraña imagen de "imperecedero", una imagen que comulga con la de incunable. Me pasó lo mismo con José Álvarez López, otro que ya no está en lo físico pero que no se irá nunca. Esos seres no son humanos, son ideas con forma humana... Entiendo a la vida como un túnel, contínuo, imperecedero, in extenso, que se prolonga desde el "antes de la vida" hasta el "mucho después de ella", posiblemente, dependiendo de uno mismo, hasta el "por siempre jamás"... con dobleces, eternamente. El fin para los humanos no lo es para el universo ni tampoco dentro de él. Nada perece, simplemente cambia de estado, sale del cuerpo para ser vapor de instantes y llegar o recuperar el estado inmortal de espíritu, conservando el alma. Sábato apaga su cuerpo... lo desconecta de los tiempos respirables para irse, evaporarse hacia el mundo de las almas. Merecido está, merecido lo tiene... Uno se cansa de huellear, de sombrear y de allí que sea necesario cambiar de estado... liberar espacios que serán cubiertos por los nuevos, los renovados, los que llegan. Uno aprende que es bueno que así sea. Dejar la vida implica convertirse en memoria, en la seguridad que más allá de los tiempos y sus confluencias, luego vendrán los recuerdos perdidos y finalmente los olvidos imperarán las circunstancias de otros nuevos. De allí que sea bueno alcanzar el estado de los "distintos"... reconociendo el túnel que significa transcurrir en el aquí como en el allá. Quizás, de este hombre y su alma, se recojen dos palabras que signarán la historia argentina por los siglos de los siglos: "Nunca más"... y es bueno que así sea. No se puede confundir ideas con ideologías... No se puede sacrificar las ideas ni colocar bajo una alfombra las ideologías... No se deben asesinar las voluntades ni tampoco someter a hogueras los esfuerzos... No se pueden torturar los sentimientos ni se pueden secuestrar las descendencias... No se pueden truncar las herencias... Más allá, Sábato ha representado la convergencia factible del mundo exacto con las visiones sociales y humanitarias, números, letras, ecuaciones físicas y otras tantas químicas se han juntado en su espíritu y han sido traducida a sensaciones y sentimientos, y desde ellos a letras. Ahora, vienen los tiempos del reconocimiento de los anónimos... y así debe ser, justo un día antes del siglo. Abril 30, 2011.-

viernes, 29 de abril de 2011

EL HILO INVISIBLE - McEwan, corrosivo y ecológico - lanacion.com  

McEwan, corrosivo y ecológico
El escritor británico habla de Solar, su novela sobre el cambio climático, y de su escepticismo acerca de la condición humana
Viernes 29 de abril de 2011 | Publicado en edición impresa.
. / FRANCESCO ACERBIS / CORBIS.
Por Jesús Ruiz Mantilla
El País


Fitzroy Square es una plaza londinense de aire literario. No por su situación o la discreta y elegante belleza dieciochesca de su trazado, sino por sus ilustres vecinos. Allí moraron Virginia Woolf y George Bernard Shaw. Allí vive hoy Ian McEwan, protegido, en mitad del céntrico barrio donde ya hizo historia el grupo de Bloomsbury, de los impactos que va causando por el mundo la publicación de Solar (Anagrama).

Si en sus dos novelas anteriores McEwan abordó con éxito el siglo XX, ahora se ocupa de los traumas del siglo XXI, con el cambio climático y el estado de ánimo derretido de su protagonista. Michael Beard es uno de los que están llamados a ser personajes emblemáticos en la obra de este escritor inglés polémico, agitador e incómodo.

Ha construido ahora un científico derrotado, cínico y amoral, amante empedernido de todo lo que se le pone a tiro y depredador de ideas ajenas. A través de él, McEwan se deja de buenismos y entra de lleno -en tono de sátira- en los aspectos más puntillosos de este apocalipsis más real que bíblico, más posible que amenazante, al que todos nos enfrentamos sin remisión.

No son las buenas intenciones ni los santos quienes nos salvarán de la quema final, sino el egoísmo y las contrapartidas que las industrias y los países desarrollados puedan ver al negocio de las energías renovables y otras salidas jugosas. Las advertencias de los científicos han servido para la hora del gran mejunje final. Da lo mismo de dónde venga la solución. El caso es que nos salvemos, cree McEwan.

- Leyendo su libro, uno se da cuenta de que el apocalipsis es un tema inacabable para el arte, como el amor y la muerte.

-Existe una noción muy poderosa en la historia de la cultura: la noción del fin. Tendemos a pensar que vivimos el fin de los tiempos por el simple hecho de acomodar esa percepción a nuestra propia muerte. Una manera de reconciliar nuestro destino individual con el del mundo. Para mucha gente, sobre todo para quienes tienen fuertes creencias religiosas, la idea de morir en medio de nada y que todo continúe es intolerable.

-No lo pueden soportar.

-No tiene sentido. Existe un verdadero solipsismo en la religión, una tentación de creer que el mundo sólo se circunscribe a ti, que Dios lo creó para ti, creó la Tierra y el Sol para ti, que sólo se preocupa por ti y que cambiará de idea según te convenga. Pero aquella concepción del apocalipsis era religiosa. La de hoy es científica. Ése es el problema. Porque éste parece tener todo el sentido. Parece que va en serio. Hubo ya en el siglo XX alguno que tenía sentido: la amenaza nuclear. Todavía lo tiene. Fue copado por los religiosos también.

-Aunque era tremendamente humano.

-Sí, pero los ultras religiosos de Estados Unidos en los años cincuenta y sesenta vieron la oportunidad de dar sentido a sus delirios interpretativos de la Biblia. Un fuego que derritiera todo y destruyera la Tierra en un día, eso era el apocalipsis nuclear. Pero lo de ahora cambia en un amplio sentido. Tenemos un fuerte temor por lo que pueda ocurrirle al planeta, pero sabemos que esta vez es responsabilidad nuestra y somos conscientes de eso. No es un castigo divino y debemos arreglarnos nosotros mismos.

-¿Cómo?

-No es que esperemos un cataclismo natural con todas sus consecuencias, pero sí uno de la civilización como tal.

-¿Pero no predican todos los apocalipsis el fin de las civilizaciones incluido en el precio del fin del mundo?

-Sí, y es lo que más se teme porque, por más que envenenemos la Tierra y se presente lo peor del cambio climático, pasarán millones de años hasta que se concrete la desaparición del planeta. Peligra más la civilización.

-El caso es que resulta un tema recurrente de nuevo en la creación artística desde hace unos cinco años. Pero usted lo trata con sentido del humor. Como una sátira. ¿Es para reírse?

-¿La era Bush traumatizó mucho los ánimos? Bueno, ahora tenemos la era Obama y casi nada ha cambiado. El camino es larguísimo y va a requerir muchos esfuerzos colectivos. ¿Tendremos éxito? No lo sé.

-El humor se agradece en estos asuntos.

-Me alegro de que así sea.

-No me he muerto de risa leyendo la novela, pero hay en ella un patetismo que a veces se tornaba gracioso para mí.

-Como en La divina comedia o en La comedia humana , ésta es la lucha del ser humano frente a un problema desconocido o nuevo. No acertamos mucho al afrontarlo. Cada vez que ocurre algo, tiene un elemento bíblico. Pero existe un factor positivo. Y hará que la virtud y la necesidad se alíen. Necesitamos hallar nuevas fuentes y modos de energía. En eso, el punto de vista chino es curioso. En Copenhague los chinos no querían límites en las emisiones de gases, pero ahora han cambiado. ¿Por qué? Porque han levantado una gran industria de energías alternativas y les conviene.

-De nuevo los principios de Adam Smith. ¿El egoísmo nos beneficiará a todos?

-En algunas circunstancias parece que sí. No por virtud, es que merece la pena.

-Es lógica, no utopía.

-Sí, pero eso se vuelve en contra también. Todavía no somos capaces de ver más allá de nuestros entornos. Como hemos tenido dos inviernos consecutivos muy fríos, la gente se relaja y tiende a desconfiar del calentamiento. Otra ventaja es la posición de algunos en Estados Unidos sobre la seguridad nuclear. Como la necesitan, ya que consumen muchísima energía y deben comprarla fuera, últimamente hay sectores que defienden como un derecho la posibilidad de crear la propia por razones estrictamente económicas.

-Negocios.. .

-Empleo, riqueza, negocio, todo eso será más útil para luchar contra el cambio climático que la bondad. Da igual las razones por las que lo hagamos, la cosa es que se logre.

-Entremos en la literatura. Para esta novela se ha vuelto a concentrar en la creación de personajes poderosos. El protagonista aúna el apocalipsis interior con el exterior. Toda una metáfora de los derrumbes. ¿Qué hay de usted ahí dentro?

-Me identifico con él en su visión del cambio climático. Lo que hablábamos de la virtud y la necesidad. Y ya, básicamente eso.

-No, no. Tiene que haber algo más. En el lado oscuro.

-Bueno, su escepticismo sobre la aceptación de la posmodernidad; lo sacan de quicio todos aquellos que relativizan los valores.

-Para él todo resulta relativo salvo si se trata de sí mismo y su ego.

-En eso es absolutista. También comparto su respeto por Einstein, esa visión de que debe de haber explicaciones más sencillas en el mundo y no tanta multiplicidad de ángulos. Hay cosas de su pensamiento que comparto, pero en lo referente a su personalidad, casi nada. No tiene hijos y probablemente los hijos sean lo más importante que yo he tenido en la vida. No me interesa la comida basura. Me he casado dos veces, no cinco...

-Ya, pero esa obsesión de Michael Beard acerca de que la especie humana no tiene remedio, ¿usted la comparte?

-Es lo que hay. Con lo que debemos contar. Y no va a mejorar.

-Para beneficio de la literatura y los escritores.

-Bueno, la peor inclinación de los políticos es pensar que pueden regenerar al ser humano y su naturaleza. Es un error que han cometido sin cesar, una y otra vez, en la Unión Soviética, en Camboya; los nazis... Esa idea de que puedes crear un hombre nuevo, amoldarlo. Es una visión utópica horripilante que ha dado lugar a las mayores atrocidades.

-Todavía.

-Así es. De manera que los escritores debemos aceptar que la condición humana es así. Pero los sistemas, las sociedades, deben establecer los marcos para mejorar, nada más. Evitar el embrutecimiento porque la verdad es que en circunstancias límite, en tiempos de conflicto y guerra, hasta la gente aparentemente razonable es capaz de cometer crímenes, robos, para sobrevivir. Pero yo creo que el lector acaba sintiendo afecto hacia Beard. No es malo. Tiene vicios que compartimos: el sexo y la comida, a todos nos gustan; el éxito.

Bueno, no sé si en ese grado: cinco esposas y once amantes.

-Las once amantes son sólo en su último matrimonio.

-Me preguntaba también si cuando usted estuvo cerca del Polo Norte se sintió tan miserable y hundido.

-No, la verdad es que no. Lo disfruté bastante.

-¿Lo inspiró?

-Bueno, basé muchas escenas de esta novela en las sensaciones que me produjo aquel viaje. No es una memoria ni nada parecido. Hay legiones de artistas que hacen lo mismo. Mucha gente me echa en cara que me disgustan los creadores que utilizan el cambio climático como motor de su trabajo, se ha escrito mucho de eso.

-¿De verdad?

-Así es, pero no me disgustan en absoluto. No soy como Michael Beard, pero sí tengo derecho a utilizar mis propias experiencias.

-Bueno, es que parece que se ha abierto la veda contra usted en los medios de comunicación. Empezando por aquellas acusaciones de plagio sobre Expiación con las memorias de una mujer que trabajó en un hospital durante la guerra. ¿Dónde están los límites al utilizar las lecturas de otros textos?

-Lo interesante de aquello fue el apoyo a esa acusación por parte de otros escritores que hacen lo mismo, como Thomas Pynchon. ¿Quién está libre de eso, de beber en otras lecturas? Otra cosa es transcribir pasajes. Si escribes una novela histórica o, como en este caso, una novela en la que se describían procedimientos médicos, una de dos: te los inventas -lo que es de locos- o acudes a memorias de la época, en las que encuentras las medicinas y los tratamientos que se usaban. Eran los años cuarenta. Leí aquellas memorias y las utilicé, pero mencioné a su autora en cada acto público, la reivindiqué; cuando murió hablé en la radio sobre ella. Mis únicos remordimientos son no haberle escrito para contarle que había utilizado sus memorias para mi libro y no haberle mandado una copia de la novela. Si le hubiera escrito una carta con mi reconocimiento a su trabajo puede que nada de aquello hubiese saltado, pero no lo hice. En fin, tenemos una prensa que muere por encontrar acusaciones de plagio, es lo que más le gusta.

-¿Qué ha sido de aquella idea suya de escribir su autobiografía?

-Primero quería, luego no.

-¿Qué pasó con aquel hermano suyo aparecido con los años, de quien no sabía nada?

-Ahí tiene una novela.

-Parecida a Príncipe y mendigo .

-Bueno, él escribió un libro y yo le hice el prólogo. Se titula Complete Surrender y está bien. Cuenta toda su historia. La vida de un chico criado por una familia pobre que lo trataba muy bien; cómo dejó los estudios y comenzó a trabajar de albañil y con el tiempo descubrió su conexión conmigo. Quizás algún día yo me decida a escribir una novela sobre aquello...

-Alguna vez ha contado que la forma de hablar de su madre los convirtió en escritor. ¿Cómo era?

-Se sentía insegura con su manera de hablar. Nerviosa, tensa. No era una persona muy culta. Mi padre, militar, al convertirse en oficial, cambió su círculo de relaciones sociales y ella tuvo que acceder a un mundo donde las líneas de clase están muy marcadas y diferenciadas. Los oficiales pertenecen a las clases medias altas, y los soldados, a las bajas. Muy pocos atraviesan la línea de una a otra parte. Mi madre sintió entonces que, por su forma de hablar, quienes la rodeaban notarían que no era de los suyos.

-En Inglaterra, la manera de hablar, los acentos definen a las clases sociales.

-Desde luego, entonces eso estaba clarísimo, quizás ahora no tanto. El caso es que ella nunca más se volvió a sentir segura con su manera de hablar; sentía que no lo hacía de manera apropiada y sus intentos por remediar esa situación eran bastante cómicos. A mí me influyó aquello en mi adolescencia. Cuando era pequeño hablaba muy parecido a ella; en la medida en que fui creciendo, me di cuenta de esas pequeñas trampas que nos provoca el lenguaje y eso me convirtió en alguien muy consciente de la importancia de las palabras. Me fijaba en si las cosas que escribía expresaban exactamente lo que pensaba. Entonces ya leía mucho y observaba que los escritores manejaban y gobernaban el lenguaje. Fue el momento en el que de alguna forma tomé la decisión de mejorar mi dominio de la lengua. Es algo quizás inconsciente, pero debes elegir entre manejarte en tu vida con un vocabulario de entre casa y una gramática básica y palabras que pronuncias con dificultad o ir más allá. Ése es un viaje que muchos escritores en lengua inglesa hemos hecho. Aquellos que hemos gozado de más educación que la que tuvieron nuestros padres y no nos hemos visto alienados por nuestros orígenes.

-¿Hablaba más con su madre que con su padre? Creo que su literatura es más comprensiva con las mujeres que con los hombres. Es menos cruel con ellas.

-Algunas mujeres opinan lo contrario, pero yo también creo lo mismo que usted. Aunque trato de ser equilibrado con hombres y con mujeres. Emocionalmente, yo estaba más cerca de mi madre que de mi padre. No hablábamos mucho, la verdad. En los años cincuenta los padres no hablaban con los hijos. Los querían, los cuidaban, pero hablar...

-De algo hablarían.

-De qué había para cenar, de lavarse, del cuidado. Fue en los años sesenta cuando todo cambió.

-Ése es el momento de Chesil Beach , su novela anterior. El prólogo de la liberación emocional, sexual.

-Cuando yo crié a mis hijos todo era diferente; me involucraba en todo cada día de sus vidas, profundamente; los llevaba al colegio y los iba a buscar; pasaba noches en vela por ellos.

-Los padres y las madres de hoy son ambas cosas a la vez: padre, madre y viceversa.

-Hoy a un chico de ocho años se lo escucha. Antes a nadie le importaba lo que pensaran. Recuerdo que una vez, cuando tenía once años, viajé en avión hacia Inglaterra de regreso del norte de África y un hombre que iba a mi lado, con quien mantuve una conversación, me preguntó: "¿Crees en Dios?" Me pareció alucinante. Nadie me lo había preguntado antes.

-Ni siquiera usted mismo, a lo mejor.

-No recuerdo. Pero el hecho de que recuerde que alguien me lo ha preguntado demuestra el impacto que me produjo aquello. También me acuerdo de una conversación con mi madre. Yo debía de tener cinco años. Me iba a acostar y me estaba lavando los dientes. Entonces le dije: "La pasta de dientes debe de ser venenosa". Y ella me preguntó: "¿Por qué dices eso?". Yo respondí: "Porque todo el mundo la escupe". Y se rio. Ahí terminó la cosa. Pero el hecho de que me preguntara por qué fue impactante.

-¿Se sentía protector hacia su madre?

-Bueno, más tarde sí. Era bastante tímida. Temía a mi padre porque, aunque él era amable, también era dominante. Yo sentía, en ese espacio raro de los hijos únicos, que todo era un triángulo; nada que ver cuando tienes hermanos: entonces se establece una relación de unos contra otros... Sentía que mi madre y yo debíamos ocultar cosas que no interesaban a mi padre, cosas con las que se mostraba impaciente, de las que no quería ni enterarse; en fin, ahorrarle preocupaciones.

-¿Ha vuelto a dar sus novelas a escritores para leer o su experiencia con Philip Roth fue lo suficientemente traumática como para no volverlo a hacer? ¿Qué fue lo que pasó con él?

-Les doy mis novelas a algunas personas pero no a novelistas. Solar se la di a un científico y a un periodista divulgador de ciencia. La anécdota con Roth fue fantástica en algún sentido. Se tomó tiempo para leer mi novela. Ya el hecho de que una leyenda como él se tomara la molestia de leer mi trabajo, esparciera la obra por el suelo con sus notas y me diera su opinión fue algo grande. El caso es que él me recomendaba convencido cambios a los que yo me resistía. Era una fuerza de la naturaleza, me podía aturdir, pero yo no podía aceptar los cambios porque si lo hubiera hecho, el texto se habría convertido en una novela de Roth, no mía. Pero guardo un recuerdo grato de aquella experiencia.

-¿Cree que los escritores anglosajones están demasiado cerrados en su mundo y no miran a la creación en otras lenguas?

-Creo que eso es injusto. En mi caso, siempre he mirado a otras literaturas que me han influido. Empezando por los rusos del siglo XIX y siguiendo por Kafka, Thomas Mann, Camus, Borges, Cortázar, Vargas Llosa o los escritores hebreos... Creo que hoy, en la gran tradición europea, hay un muro difícil de traspasar: el de la novela existencialista, que sencillamente me aburre y me hace sentir impaciente. Esas novelas en las que existe una ciudad sin nombre a la que llega un forastero que espera en un hotel alguna llamada sin motivaciones..., ¡ay, no! El mundo es demasiado rico, variado e interesante como para despreciarlo. El lector busca los olores de calles concretas, y quienes me daban esto eran los novelistas contemporáneos estadounidenses: Bellow en Chicago, Roth en Newark, Updike, Toni Morrison, mientras que muchos europeos pensaban que aquello era periodismo. Hoy todo está cambiando y existe una gran variedad. Lo que le he contado es un poco caricaturesco, pero ha existido. Por el momento me limito a leer a mis amigos y a los muertos.

-¿Sigue viajando compulsivamente, como cuando era un hippie a quien le gustaba perderse en países exóticos?

-Fui hippie unos meses, pero no iba conmigo. No podía deshacerme de mi ética del trabajo. Después de haber estado en Afganistán tomando drogas y escuchando rock, me aburrí. Añoraba el trabajo, los cielos grises, el clima fresco, qué maravilla. Aun así, viajar ha sido importante en mi vida, aunque ahora viajo para promocionar mis libros. La última vez di una vuelta al mundo alternando el placer de conocer sitios con algunos encuentros literarios en los que participaba. Fui a la India por primera vez en mi vida, luego a Nueva Zelanda, a Australia, Tasmania... Combinamos las visitas a amigos y los eventos con el placer de perdernos en sitios solitarios.

-A eso lo llamo yo ser un escritor global.

-A lo grande. Me gusta encontrar lectores ligados a mi trabajo en lugares tan dispares. Eso es muy sano para el ánimo.

-Y ese McEwan salvaje al que tantos se referían, el famoso "McAbre", aquel que salía a atacar al príncipe Carlos cuando se metía con la arquitectura contemporánea y se entregaba a contar historias turbias, ¿dónde quedó?

-De vez en cuando me meto en líos con la prensa, pero ya estoy cansado de que se me cite sacándome de contexto, se me malinterprete y todo se desquicie. Me quita energías y nada es satisfactorio. Los periodistas citan lo que les conviene; si hago algún comentario sobre el islam, enseguida agarran lo que les interesa porque en el fondo lo que echan de menos es una buena fatwa , que nos ataquen por la calle y que nos maten para luego levantar indignación en nuestros funerales. No es que yo no mantenga posiciones fuertes sobre las cosas, es que me canso de cómo se usan luego.

© El País


FAMOSO Y BRILLANTE

Ian McEwan (Aldershot, Hampshire, 1948) es uno de los escritores británicos más reconocidos internacionalmente. Alumno de Michael Bradbury en la Universidad de East Anglia, comenzó su carrera literaria con Primer amor, últimos ritos . Pero el reconocimiento le llegó con la que los críticos calificaron como su primera obra maestra: Amor perdurable .

A partir de ahí consiguió premios y polémicas, como la del Booker y su libro Ámsterdam , que originó adhesiones y rechazo en partes iguales. No ha sido el caso de sus últimas novelas: Expiación , que fue llevada brillantemente al cine por Joe Wright, y Chesil Beach , ambas muy aplaudidas. Con Solar , McEwan se adentra en forma de sátira en una de las cuestiones clave de este siglo: el cambio climático. Sábado , El placer del viajero , Niños en el tiempo y Los perros negros son otros de los libros de este importante autor de la actualidad.

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(3/3)
Fragmento de Solar
La verdad desnuda
"¿Cómo era posible que retuviese a una joven tan hermosa como ella? ¿Sinceramente había pensado que la posición social bastaba, que su Premio Nobel la conservaría en su cama?"
Viernes 29 de abril de 2011 | Publicado en edición impresa.


Pertenecía a esa clase de hombres vagamente anodinos, a menudo calvos, bajos, gordos, inteligentes, que inexplicablemente atraían a determinadas mujeres hermosas. O él pensaba que las atraía, y al pensarlo parecía que así era. Y le convenía que algunas mujeres creyeran que era un genio al que había que salvar. Pero el Michael Beard de esta época era un hombre de mentalidad estrecha, anhedónico, monotemático, afligido. Su quinto matrimonio se estaba desintegrando y debería haber sabido comportarse, tomar distancia, asumir la culpa. ¿No eran los matrimonios, los suyos, como las mareas, en las que el reflujo sucede inmediatamente el flujo? Pero el último era diferente. No sabía cómo comportarse, tomar distancia era doloroso y por una vez, a su modo de ver, no había culpa que asumir. Era su mujer la que estaba teniendo una aventura, y la vivía de un modo flagrante, punitivo y desde luego sin remordimiento. Él estaba descubriendo en sí mismo, entre una diversidad de emociones, intensos momentos de vergüenza y nostalgia. Patrice salía con un constructor, el de ambos, el que había remozado su casa, equipado la cocina, alicatado de nuevo el cuarto de baño, el mismísimo individuo corpulento que a la hora del té le enseñó una vez a Michael una foto de su casa de falso estilo Tudor, renovada y adaptada por su propia mano, con un barco encima de un remolque y debajo de un farol victoriano sobre el piso de cemento del sendero de entrada, y con espacio para instalar una cabina telefónica roja y fuera de servicio. A Beard lo sorprendió descubrir lo complicado que era ser cornudo. La desgracia no era simple. Que nadie dijese que en esta fase tardía de la vida era inmune a nuevas experiencias.

Se lo veía venir. Sus cuatro mujeres anteriores, Maisie, Ruth, Eleanor y Karen, que todavía se interesaban a distancia por su vida, habrían exultado, y él esperaba que no se enterasen. Ninguno de sus matrimonios había durado más de seis años, y era un logro, visto de esta forma, no haber tenido hijos. Sus mujeres habían descubierto pronto que ofrecía una pobre o aterradora perspectiva como padre, y para protegerse lo habían dejado. Le complacía pensar que si había causado infelicidad nunca había sido prolongada, y decía algo en su favor que todavía se hablara con todas sus ex.

Pero no con la actual. En tiempos mejores, quizás se hubiese vaticinado a sí mismo un varonil recurso a un doble rasero, con accesos de cólera peligrosa, tal vez un episodio de borrachera mortal a altas horas de la noche en el jardín trasero, o la cancelación del seguro del coche de la cónyuge y la calculada conquista de una mujer más joven, una especie de derribo a lo Sansón del templo marital. En cambio, estaba paralizado por la vergüenza, por la magnitud de su humillación. Aún peor, le asombraba la importuna nostalgia de Patrice. Por esos días, no sabía de dónde le venía desearla, como si fuera un acceso de retortijones. Tenía que sentarse en algún sitio y esperar a que pasara. Al parecer, había un determinado tipo de maridos a los que excitaba la idea de que su mujer estuviera con otros hombres. Esos maridos podrían organizar que les metieran atados, amordazados y encerrados con llave en el ropero del dormitorio mientras su mejor mitad entraba en acción. ¿Había Beard por fin encontrado en su interior una capacidad para el masoquismo sexual? Ninguna mujer parecía o resultaba tan deseable como la esposa de la que de repente no podía disponer. Ostensiblemente, fue a Lisboa a visitar a una antigua amiga, pero fueron tres noches tristes. Tenía que recuperar a su mujer y ser capaz de no ahuyentarla con gritos, amenazas o brillantes lapsos de insensatez. Suplicar tampoco era propio de su carácter. Estaba aterrado, era un hombre abyecto, no acertaba a pensar en otra cosa. La primera vez que ella le dejó una nota -Me quedo a dormir en casa de R. Bss. P-, ¿fue él a la casa adosada de falso estilo Tudor, antaño de protección oficial, con la lancha protegida por una funda sobre el duro soporte y un jacuzzi en el diminuto jardín trasero, a aplastarle los sesos al hombre con su propia llave inglesa? No, estuvo viendo la televisión cinco horas con el abrigo puesto, se bebió dos botellas de vino y procuró no pensar. Y no pudo.

Pero lo único que podía era pensar. Cuando sus otras mujeres habían descubierto sus devaneos, se enfurecieron, fría o lacrimosamente, se empeñaron en expresar, durante largas sesiones hasta la madrugada, lo que pensaban sobre la confianza traicionada, y al final pedían la separación y todo lo que seguía. Pero cuando Patrice topó por casualidad con unos emails de Suzanne Reuben, una matemática de la Universidad Humboldt de Berlín, se puso anormalmente eufórica. Esa misma tarde trasladó su ropa al dormitorio de invitados. Fue una conmoción cuando él abrió las puertas del ropero para confirmarlo. Entonces comprendió que aquellas hileras de vestidos de seda y de algodón habían sido un lujo y un confort, versiones de ella misma colocadas en fila para agradarle. Ya no. Hasta se había llevado las perchas. Aquella noche Patrice sonrió en la cena mientras explicaba que ella también proyectaba ser "libre", y esa misma semana había iniciado su aventura. ¿Qué iba a hacer un hombre? Pidió perdón durante un desayuno, le dijo que aquel desliz no significaba nada, hizo grandiosas promesas que sinceramente creyó que cumpliría. Fue cuando más cerca estuvo de la súplica. Ella dijo que no le importaba lo que él hacía. Le importaba lo que ella estaba haciendo, y fue entonces cuando reveló la identidad de su amante, el constructor cuyo nombre siniestro era Rodney Tarpin, dieciocho centímetros más alto y veinte años más joven que el cornudo, y cuya única lectura, según se jactó cuando humildemente estaba enluciendo y biselando en casa de los Beard, era la sección de deportes de un tabloide.

Un síntoma temprano de la angustia de Beard fue la dismorfia, o quizás fue de la dismorfia de lo que se curó de repente. Por fin se conocía tal como era. Al sorprender cuando salía de la ducha una rosada piltrafa cónica en el empaeñado espejo de cuerpo entero, limpió el cristal, se plantó delante y se contempló incrédulo. ¿Qué resortes de narcisismo le habían permitido pensar durante años que su aspecto era seductor? Aquella ridícula mata de pelo, a la altura del lóbulo de las orejas, que reforzaba su calvicie, el nuevo colgajo de grasa que pendía debajo de los sobacos, la inocente estupidez de la barriga y el trasero. En otro tiempo había podido mejorar su imagen ante el espejo estirando hacia atrás los hombros, manteniéndose erguido, tensando los abdominales. Ahora la grasa humana recubría sus esfuerzos. ¿Cómo era posible que retuviese a una joven tan hermosa como ella? ¿Sinceramente había pensado que la posición social bastaba, que su Premio Nobel la conservaría en su cama? Desnudo era una ignominia, un idiota, un alfeñique. Ya ni siquiera podía hacer ocho flexiones seguidas. Tarpin, en cambio, subía corriendo la escalera del dormitorio principal de los Beard con un saco de cemento de cincuenta kilos debajo del brazo. ¿Cincuenta kilos? Era más o menos lo que pesaba Patrice.

Por Ian McEwan
(Traducción: Jaime Zulaika)

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el dispensador dice: sí, existe un hilo invisible entre las personas, así como existe otro con cada una de las cosas que se interponen en los caminos de la vida, no sólo de los humanos sino, antes bien, de todo lo que existe... existe un hilo invisible entre conductas humanas y clima alterado, del mismo modo que existe otro paralelo entre esas mismas conductas y los cielos quietos... las almas se agitan como los átomos de una pava de cobre... sólo que esos hilos no se ven y aún cuando las culturas orientales los recitan de manera permanente, occidente los pasa de largo sin prestarles atención ya que los mañanas intangibles le son más importantes que el hoy tocable, de allí que no haya semillas y que no haya cultivos, ya que no puedes esperar resultados antes de haber tomado la iniciativa y producir la acción adecuada para crear. Todo está alterado y los resultados nunca son virtuales, son consecuentes con las conductas, las voluntades y los esfuerzos necesarios... El mundo se ha ido vaciando de intenciones ciertas para ser invadido por las segundas intenciones, las intencionalidades y sus ventajas y sus otras trampas, ésas que pretenden aquello que no se ha cultivado, que pretenden poseer sin esfuerzos... pero no hay zapallos sin semillas, sin cuidados y sin riegos. No hay amistad sin correspondencia... No hay amor sin compañía... cuando se burla la comprensión, la tolerancia, el anticipar las capacidades y las oportunidades van diezmando las circunstancias hasta crear paradojas que, como tales, se tornan irreversibles. Ni la amistad, ni tampoco el amor, caben en el reclamo... allí se corta el hilo y se destruye el afecto, consumiendo el vínculo. La importancia de los hilos invisibles es esencial a los vínculos... se relacionan con las gracias causales y con las consecuentes, abren o cierran los dones como si se tratase de flores, enaltecen o deterioran los talentos, madurando sus frutos o dejándolos verdes para siempre... curiosamente, este mundo de incrédulos y de necios, depende de innumerables hilos de plata invisibles que madejan el todo, ovillando vidas y des-ovillando circunstancias... nada es casual, todo es causal, terminantemente causal, aún cuando las relaciones no puedan ser vistas mediante los ojos. Se necesita el alma, anónima, inocente, humilde, para subir el escalón necesario para alcanzar esas peculiares visiones que proporcionan las perspectivas celestiales del espíritu... ver un poco más allá del momento, saber apreciar la importancia de la bisagra en el mañana necesario. No puedes cultivar sin tierra, tampoco puedes hacerlo si desconoces el sentido de las semillas, y ello, ello no es un tema menor, demanda de la congruencia de tu espíritu con tu alma... Si no eres congruente, menos serás convergente y mucho menos habilitarás las confluencias, y sin ellas, no hay hilos de índole alguna. Abril 29, 2011.-

jueves, 28 de abril de 2011

CONTRIBUCIÓN || IntraMed - Arte y Cultura - La invención del hospital

25 ABR 11 | Santuarios, hospicios y nosocomios
La invención del hospital
Lo que ocurrió en Bagdad hace más de mil años. El concepto y la estructura de lo que conocemos como hospital moderno es una creación de la cultura islámica en la Edad de Oro.


Página 12

Por Pablo Capanna



Farmacia del siglo XI.De 860 médicos fueron reprobados 160; con todo, un porcentaje bastante más aceptable que los resultados que suele arrojar cualquier examen de ingreso actual. Pero la polémica no se detuvo ahí. Se sabe que comenzaron a circular una suerte de manuales, pensados para que los pacientes pudieran evaluar la pericia de sus médicos y evitaran ser estafados por deshonestos e improvisados.

En esas circunstancias, un acaudalado empresario del transporte, que fletaba caravanas a todo el mercado del Oriente Medio, quiso poner a prueba a un médico que le habían recomendado. Le entregó una muestra de orina, diciéndole que pertenecía a su amante, que sufría de algunos trastornos. El médico descubrió inmediatamente la trampa, en cuanto se dio cuenta de que la orina era de burra, y sin inmutarse le recetó a la paciente una estricta dieta de alfalfa y gramíneas. Con eso logró aprobar el examen, se hizo famoso y hasta fue contratado por el propio Califa.

Olvidaba decir que todo eso ocurrió en Bagdad hace más de mil años.

En esos tiempos, los médicos árabes estudiaban en las madrasas, esas escuelas religiosas a las que el fundamentalismo islámico reciente ha dado tan mala fama. No todos eran necesariamente árabes ni musulmanes: era común que entre ellos hubiera hinduistas, judíos y cristianos. La medicina que practicaban también era bastante ecléctica.

A los médicos se los reconocía por su capa y su túnica blanca, que iban coronadas por el turbante que distinguía a la profesión. Como en todos los tiempos, había unos médicos que se enriquecían y otros que llevaban una vida de servicio a los más necesitados. Unos se hacían famosos por sus aciertos y otros por sus fracasos. Entre los grandes maestros, a Rhazes se lo conocía por su austeridad, pero Avicena era un notorio mujeriego y bebedor. Ambos eran trabajadores incansables.

Lo más interesante es que todos hacían su aprendizaje en los hospitales, que eran públicos y gratuitos. El concepto y la estructura de lo que conocemos como hospital moderno es una creación de la cultura islámica en la Edad de Oro, antes de que Bagdad fuera arrasada por los mongoles y Córdoba cayera en la reconquista de España. Todo lo demás, lo puso la ciencia moderna, que también les debe algo a los árabes.

SANTUARIOS, HOSPICIOS Y NOSOCOMIOS

Lo más parecido a un hospital que tuvieron los griegos en el período clásico eran los templos de Asklepios, el dios de la medicina. Allí acudían los enfermos graves o crónicos en busca de un milagro, para someterse a terapias que eran una mezcla de curación por la fe y medicina empírica. Los romanos, a quienes todos reconocen como grandes organizadores, nunca se ocuparon de desarrollar una medicina social, y apenas tuvieron hospitales de campaña para sus tropas conquistadoras. Recién con el cristianismo aparecieron los hospicios, destinados a los pobres que no podían pagarse un médico. El Estado no se ocupaba de ellos, y se sostenían con las donaciones de algunos filántropos. El emperador Juliano se quejaba de que los hospicios servían para que los cristianos hicieran proselitismo.

Con todo, en Europa occidental hasta los hospicios eran escasos, por lo menos hasta el siglo XIII, y el concepto de Hospital nació recién después de las Cruzadas.

Muy distinta era la situación en el Imperio Bizantino, donde había hospitales para los pobres (los llamados nosocomios) que contaban con un cuerpo médico estable. En el mundo bizantino, los médicos más destacados pertenecían a la religión nestoriana, una herejía del cristianismo. Cuando el emperador Zenón los echó de Siria, los nestorianos emigraron a Persia (Irán). Allí fueron asimilados por los árabes, que para el siglo VII ya habían conquistado Siria, Persia y Egipto.

Mientras Europa occidental sufría las invasiones, el Imperio se disolvía y la cultura recaía en la barbarie, los árabes llevaban a cabo la apropiación de todo el saber científico griego, que había sido conservado por la cultura siria. Los textos griegos, que habían sido traducidos al siríaco, volvieron a ser vertidos al árabe. Siglos después, regresaron a Europa tras ser retraducidos al latín, lo cual explica no pocos malentendidos, en ciencia como en filosofía.

En lo que atañe a la medicina, el centro de transferencia del saber fue la ciudad de Jundi Shapur, en Persia. Allí había una gran comunidad de médicos persas, indios, cristianos, nestorianos, zoroastrianos, judíos y griegos, con bibliotecas que disponían de un considerable caudal de conocimientos, tanto de origen griego como proveniente de la India.

Cuando concluyó este proceso, la dinastía Abásida había hecho de Bagdad su capital, y ya era posible hablar de medicina grecoislámica o yunani, que por costumbre llamamos “árabe”.

La historia escrita por los europeos ha tendido a relativizar estos decisivos aportes, asignándoles a los árabes el papel de meros intermediarios, que apenas habrían tenido el mérito de preservar la ciencia griega. De hecho, los árabes no tenían mucho que copiar, aparte de los clásicos, porque en la Europa de entonces no había investigación empírica, ni centros de estudio donde formar profesionales.

En el mundo islámico, los médicos gozaban de cierta autonomía para investigar y disponían de hospitales para practicar. No dejaban de tener conflictos con las autoridades religiosas, porque el Corán hablaba de resignación ante el dolor, pero también mandaba confortar a los enfermos, lo cual fomentaba la medicina.

Los hospitales eran centros de capacitación médica, donde la terapéutica se basaba en “la experiencia repetida”. Para su tiempo, los árabes eran excelentes químicos, estaban muy avanzados en óptica y si bien no contaban con el instrumental que hoy consideramos elemental en un laboratorio, habían desarrollado un verdadero virtuosismo para la observación. Seguían una estricta metodología para examinar al paciente y sus deyecciones. En especial, le daban mucha importancia a las variaciones del pulso.

Uno de los grandes médicos árabes, conocido por los europeos con el nombre de Rhazes, era un trabajador infatigable que escribió más de 200 tratados. Se recuerda una experiencia que realizó con pacientes de meningitis. Más allá de la errada terapéutica, lo que lo hace interesante es el método. Rhazes mandó hacer sangrías a un grupo de pacientes, pero dejó a otro grupo en observación, como control. El método experimental no estaba muy lejos...

Avicena (980-1037), que fue llamado por sus contemporáneos “el príncipe de los médicos”, era capaz de escribir tanto un Canon para consulta de los profesionales como un Poema de medicina, para la divulgación entre el público culto.

En Occidente, los médicos árabes como Avicena y Averroes fueron más conocidos y discutidos como filósofos, pero Geber fue una autoridad para los alquimistas. El casi desconocido Ibn an-Nafis fue quien descubrió la circulación pulmonar, cuatro siglos antes que Servet, pero eso recién fue reconocido en Europa hace menos de un siglo.

PUBLICO Y GRATUITO

El hospital árabe (que tenía un nombre persa, bimaristan) no era confesional. Era una institución secular, que atendía a todos, fueran ricos o pobres, creyentes o incrédulos. Se sostenía gracias al wafq, las herencias y donaciones de propiedades que hacían los más pudientes para ganarse la vida eterna, con tanta generosidad como la que ponen hoy en crear fundaciones para evadir impuestos.

El primer hospital que se fundó fue el de Damasco, en el año 706 de nuestra cronología. Contaba con varios médicos estables y tenía sectores especiales donde se aislaba a los leprosos y se atendía a los ciegos.

En la etapa más brillante de la historia del Islam se fundaron hospitales en El Cairo, Bagdad, Túnez y Turquía, y, por supuesto, también en Granada y Córdoba.

El primero de los hospitales de Bagdad fue fundado por Harun al-Rashid, el legendario califa de Las Mil y Una Noches. Tenía 25 médicos, entre los cuales había oculistas, cirujanos y quiroprácticos que componían los huesos. Los pacientes que se internaban debían dejar sus ropas al entrar, y recibían vestimentas limpias. Se los hacía bañar y mudarse de ropa con frecuencia.

Uno de los hospitales de la ciudad de El Cairo lo había fundado Saladino y era uno de los pocos sostenidos por el erario. Otro, el Ahmed ibn Tûlûn, contaba con dos casas de baños terapéuticos, para hombres y mujeres, un pabellón destinado a los enfermos mentales, una biblioteca de consulta y un dispensario de medicamentos, atendido por varios farmacéuticos. Abulcasis, el árabe andaluz que fue maestro de cirujanos, nos informa que las mujeres que practicaban la medicina “eran escasas”, pero no dejaba de haber algunas como ginecólogas y obstetras.

Para el siglo X las autoridades dispusieron brindar atención médica a los presos. También solían despachar dispensarios viajeros para atender a los pacientes de las zonas rurales.

En los hospitales sirio-egipcios de los siglos XII y XIII había varios pabellones para las diversas especialidades. Contaban con su propia fuente para proveerse de agua, farmacia, biblioteca y cocina. Había un cuerpo de enfermeros y practicantes.

Para esa época, los bizantinos también habían comenzado a hacer su transferencia de conocimientos. Esto ahora funcionaba en sentido inverso, de vuelta a Occidente. Contaban con hospitales tan buenos como los árabes. Eran para los pobres porque, salvo emergencias, a los ricos los atendían en sus casas. Para el siglo XIII, Constantinopla tenía el hospital Sampson Xenon, con guardias de cirugía y oftalmología, y el Pantokrator Xenon, donde había cinco pabellones con 17 médicos, 34 enfermeros, 11 empleados de servicio y una farmacia con 6 boticarios.

A todo esto, en Europa occidental no existía nada comparable. En la época de Carlomagno, que hizo contactos diplomáticos con el califa Harun al-Rashid, el Imperio occidental apenas tenía algún que otro hospicio.

Cuando los cruzados, que en general eran bastante brutos, se encontraron con los eficientes hospitales árabes, quedaron tan impresionados que algunos de ellos crearon la orden de los Caballeros del Hospital de San Juan, más tarde conocida como Orden de Malta. Su Hospital de Jerusalén apenas contaba con cuatro médicos y cuatro cirujanos (entonces eran profesiones distintas), pero fue el que les dio nombre a todos los hospitales que vinieron después.

De vuelta a Europa, los Hospitalarios inspiraron la fundación del Hospital del Espíritu Santo de Roma y del Hôtel-Dieu de París. Más tarde, los burgueses de Florencia, con Folco Portinari a la cabeza, crearon el hospital de Santa María Nuova que contaba con un servicio de asistencia pública para traslados y atención domiciliaria. Se llamaba “Misericordia” y me consta que seguía viva a mediados del siglo pasado.

Pero todo esto ocurrió recién en el siglo XV. Los árabes habían tenido eficientes hospitales cinco o seis siglos antes. Además tenían la costumbre de decorarlos con arabescos o con versículos del Corán, pero también el buen gusto de no ponerles letreros que dijeran “Saladino conducción”, “Gestión Harun al-Raschid” o “Haciendo Damasco.”


IntraMed - Arte y Cultura - La invención del hospital


el dispensador dice: el mundo se nutre de aquellas contribuciones cuyo único destino es la comunidad, el conjunto, el grupo, la sociedad como un todo contenedor de las gracias en el tránsito por la vida. Existen acciones que no deben ser olvidadas, tampoco omitidas. Occidente suele atribuirse propuestas que han sido tomadas de otros contextos, a los que luego los cerca mediante los falsos mecanismos de la propiedad intelectual que le resguarda falaces regalías... y hete aquí un buen ejemplo. Oriente ha colocado, a lo largo de la historia humana, muchas piedras angulares que hoy sirven a la humanidad y sus rutinas. Dichos ejemplos, además de cultivados, ameritan ser perfeccionados a favor de todos, sin excepciones. El conocimiento no es propiedad de nadie, sí sus soberbias, sí sus bronces. Los saberes se desarrollan al amparo del mundo de las ideas concedidos como dones y talentos que deben ser compartidos por el simple hecho de haber nacido, así como de la temporalidad finita del paso... aquello que se compra y se vende, finalmente se degrada, se olvida o se pierde bajo el polvo... el saber transformado en contenido, valor y tradición no pasa nunca, a no ser que sea reemplazado por otro mejor, que aporta mayor calidad, mejor condición... No es bueno transitar la sociedad viviendo aislado, ensimismado en las propias penas y sus dramas silenciosos. De allí la importancia del otro, del prójimo... aquel que pone el oído y te mira a los ojos, siguiendo atento tu relato, abriéndote la puerta de su corazón, diciéndote (sin pronunciarlo): "ven, alójate en mi espíritu, estás abrigado, no estás solo...". El sentido solidario y compasivo confiere vida a la propia vida, y eso, cuando se ejerce, no guarda precio alguno y enaltece ya no sólo a los valores, sino a los propios sentidos de los afanes de cada día. Abril 28, 2011.-

miércoles, 27 de abril de 2011

CREAR | CREARSE | RECREARSE | Ana María Matute: "El que no inventa no vive" · ELPAÍS.com

[1]
Ana María Matute: "El que no inventa no vive"
La escritora recibe de manos de los Reyes el Premio Cervantes, máximo galardón de las letras hispanas
BORJA HERMOSO - Alcalá de Henares - 27/04/2011



Más breve, menos erudito, más cercano y sincero que discursos precedentes, el de la escritora Ana María Matute este mediodía en Alcalá de Henares, a la hora de recoger el premio Cervantes, ha calado en los asistentes. En presencia de los Reyes, el presidente del Gobierno y otras autoridades, esta frágil señora de 84 años ha desplegado una férrea y bella defensa de la invención como valor supremo en la vida. "El que no inventa no vive", ha aseverado Matute con convicción. Ella es la tercera mujer que recibe el galardón más prestigioso de las letras hispanas. Desde que fuera fundado hace tres décadas, también lo han recibido la filósofa española María Zambrano y la poeta cubana Dulce María Loynaz.

La cercanía de las palabras de Matute quizá ha quedado reforzada por el hecho de que la escritora no haya subido a la solemne cátedra plateresca del paraninfo de la Universidad de Alcalá de Henares. Sentada en una silla de ruedas, junto a una mesa baja, un halo de intimidad y ternura ha envuelto a las palabras de Ana María Matute mientras esta trazaba un ágil relato de su relación con la literatura: "la mía es una vida de papel".

La capacidad de ficcionar ha servido a Matute de abrigo en una existencia a la intemperie: "La literatura es el faro salvador de muchas de mis tormentas". Vivió la guerra civil con 11 años, cuando conoció "el terror y el odio" y el mundo se volvió de repente "del revés". Ingresó entonces Matute en "la generación de los niños asombrados" y comenzó a comprender la importancia de los textos que arrancan con un "érase una vez...". Matute, en su tierno discurso, ha salido en defensa también del cuento como género mayor.

La ficción funciona para la escritora catalana como territorio de salvación, una suerte de santuario donde parapetarse y en el que los personajes en cierta manera protegen al lector. "Si algún día se encuentran ustedes con mis historias, con mis criaturas, créanselas, porque me las he inventado", ha concluido Matute.

Ana María Matute: "El que no inventa no vive" · ELPAÍS.com



[2] REPORTAJE
"Sin escribir no soy nada"
Ana María Matute, la tercera mujer que recibe el Cervantes en más de tres décadas de historia del premio, ensalza el papel de salvavidas de la literatura
J. R. M. - Madrid - 26/04/2011




Los días previos a la entrega del Premio Cervantes tienen dos tradiciones. La primera consiste en preguntarle al galardonado por el contenido de su discurso. La segunda consiste en que este responda con una evasiva. Ambas se cumplieron ayer en la Biblioteca Nacional durante el encuentro -otra tradición- entre la ministra de Cultura, Ángeles González-Sinde, y Ana María Matute, que mañana recibirá en Alcalá de Henares el máximo galardón de las letras españolas.

"Fundamentalmente, lo que haré será dar las gracias", dijo la escritora, que añadió que no había comparado su discurso con el de ninguno de sus predecesores. "Solo he mirado si había alguno tan cortito como el mío", aclaró. Aunque este año la ceremonia ha pasado -cosas de la Semana Santa- del día 23 al 27, otro clásico de estas fechas es hablar del Quijote.

Matute, que en julio cumplirá 86 años, lo leyó por primera vez a los 14: "Me aburrí muchísimo. No entendí nada". Más tarde, con 20 años e "instalada en escritora", volvió a leerlo. Ella era ya otra persona y la novela también parecía otra: "Me enamoró. Fue la primera vez que lloré leyendo un libro. Y no solo porque muere don Quijote, también por lo que se moría con él. Esa muerte trae consigo un desencanto".

Ana María Matute pasa sin perder la sonrisa de la silla de ruedas que empuja su hijo a apoyarse en una muleta que sirve de pareja al brazo de alguna de las autoridades. Ayer, la jornada en la biblioteca de la autora de Primera memoria tuvo también dos partes. Al encuentro con la ministra y la prensa le siguió una tertulia con Juana Salabert y Elena Medel presentada por Carmen Amoraga.

Por supuesto, se habló de la mínima presencia de las mujeres en el palmarés del Cervantes desde que arrancara en 1976: la filósofa María Zambrano (1988), la poeta cubana Dulce María Loynaz (1992) y la propia Matute, que llegó al coloquio con la respuesta ya dada a los periodistas. "Me gustaría que el premio tuviera larga vida y que lo ganaran muchas mujeres, pero también me gusta que lo gane un hombre que se lo merece". Cuando le preguntaron si su premio fue un acto de justicia fue igual de rotunda: "Yo no soy la persona indicada para decirlo. Injusto no ha sido, creo. Es como si me hubieran dicho: '¿Sabes? Esto a lo que te dedicas ha valido la pena. No has suspendido'. Pues yo tengo la sensación de que he aprobado la vida".

Cuando la sociología dio paso a la literatura, la homenajeada subrayó que, pese al tópico, la infancia no es el eje de su obra. "Es recurrente porque nos marca", aclaró, "pero hay otros temas que me hacen pensar y escribir: el amor-odio entre hermanos, la incomunicación, la soledad del hombre actual...".

La autora de Los Abel insistió en su felicidad, pero no dudó al afirmar que "a la literatura grande se entra con dolor y con lágrimas. Escribir es una forma de protesta siempre, un modo de expresar nuestro malestar en el mundo". De un largo dolor, dijo, salió con la ayuda de una de sus novelas más populares, Olvidado Rey Gudú: "Tuve una depresión mala y dejé de escribir. No me interesaba nada. Ese libro me salvó. Volver a escribir fue volver a ser yo misma. Sin escribir no soy yo, no soy nada".

"Sin escribir no soy nada" · ELPAÍS.com




[3]
Ana María Matute: "Con 'El Quijote' lloré por primera vez leyendo un libro"
La escritora, premio Cervantes 2010, dice estar "muy nerviosa" ante la lectura de su discurso el próximo miércoles
EL PAÍS - Madrid - 25/04/2011


La escritora Ana María Matute (Barcelona, 1925) ha dicho hoy en rueda de prensa estar "muy emocionada, pero también muy nerviosa", ante la lectura, el próximo miércoles, de su discurso de agradecimiento por ser la galardonada con el Premio Cervantes 2010. En esta rueda de prensa, en la que ha estado acompañada de la ministra de Cultura, Ángeles González Sinde, ha dicho que su discurso será muy cortito: "No me he inspirado en ningún otro [discurso], solo he mirado si había alguno tan cortito como el mío", ha dicho a los periodistas.


Si bien no ha querido desvelar el contenido de lo que dirá el próximo miércoles, Matute ha explicado qué sintió la primera vez que leyó El Quijote: "Me lo hicieron leer por obligación con 14 años", ha explicado, "y sinceramente, me aburrí muchísimo, no entendí nada. Pero luego, con 20 años, ya instalada como escritora, lo volví a leer y me enamoré", ha explicado. "Fue la primera vez que lloré leyendo un libro, me dio una pena tan grande que se muriera el protagonista... Pero además, por lo que se moría, con ese desencanto, esa frustración por pensar que tu vida ha sido una pérdida de tiempo..."

Preguntada sobre su próxima novela, Matute ha explicado que recibir el Cervantes le ha retrasado en su escritura, pero que ya la tiene pensada. "Esto es como una cacería, la tengo en la red, pero todavía no he comenzado a escribirla", ha dicho. "Lo que sí estoy casi segura es que después de esto y un par de viajes que tengo que hacer me meteré en la novela del todo. Es como sumergirte en el mar o una piscina, de vez en cuando subes y respiras, pero pasas la mayor parte del tiempo abajo".

Desde 1976

Fallado por primera vez en 1976 -se lo llevó Jorge Guillén- el Premio Cervantes solo contaba con dos mujeres en su palmarés: la pensadora malagueña María Zambrano (1988) y la poeta cubana Dulce María Loynaz (1992). Pero Matute no ha querido dar importancia a esto: "Sí me gustaría que hubiera más mujeres premiadas, pero más que nada me gustaría que el premio fuera de muy larga vida, y se lo dieran a muchas mujeres y muchos hombres buenos escritores", ha dicho.

El Cervantes es el premio que le faltaba a esta escritora. Los ha tenido casi todos, dos nacionales de Literatura Infantil; el Nacional de las Letras (2007); el Nacional de Literatura y el de la Crítica por Los hijos muertos; el Nadal 1959 por Primera memoria; el Planeta 1954, por Pequeño teatro, e incluso el Ciutat de Barcelona 1966 por un relato maravilloso, El verdadero final de la Bella Durmiente.

En la rueda de prensa ha confesado que nunca ha leído un libro que no estuviese editado en papel. "Me encanta el olor del papel, pasar las páginas, el crujido de la página. De los otros no lo sé porque no he leído ninguno", ha dicho, y sin embargo ha explicado que cree que las nuevas tecnologías son positivas para el fomento de la lectura. "Mucha gente que ahora no lee quizás lo considere así más fácil y más cómodo. Pero a mí, que me dejen mis antiguallas".

Ana María Matute: "Con 'El Quijote' lloré por primera vez leyendo un libro" · ELPAÍS.com



IMPERDIBLE
"Si ganara el Cervantes daría saltos" · ELPAÍS.com
"Si ganara el Cervantes daría saltos" · ELPAÍS.com



el dispensador dice: no importa cómo te reflejas en el espejo... importa lo que sientes de ti mismo, esto es cómo te reflejas tu mismo ante tu propia alma, cómo destella tu espíritu, cómo arde tu aura. El cuerpo es cuerpo, duele más o duele menos, caminas más o caminas menos, comes más o comes menos... ¿qué has pensado de tu vida antes de nacer?..., pensaste en la importancia del prójimo?, del otro?, o sólo pensaste en lo que harías contigo mismo como alma encarnada?, no, ya sé que no te acuerdas, pero eso es porque no te has acostumbrado a hablar con tu consciencia y a mirar a tu ángel a los ojos, sin tus ojos, mirándolo con el alma, tal lo que eras antes de venir al mundo humano. En el mundo humano hasy muchas almas que no son humanas, ni siquiera por asomo lo son, ni siquiera por somo lo serían, aún cuando tengan la forma de un ser humano... ¿Has llorado alguna vez leyendo un libro?, sí?, entonces sabes lo que es la esencia de la página, de la hoja, y entiendes el sentimiento que emana de la letra. Si no has llorado, aún estás a tiempo... no puedes irte sin haber derramado lágrimas sobre las hojas de un libro... llorar es parte de la creación, es emocionarse de lo hecho y saberse satisfecho, al menos por un instante, de ser parte de la creación. No te hablo de felicidad que es un sentimiento abstracto que no define nada en la vida, te hablo de este extraño estado de conformidad con uno mismo, que por extraño artilugio no te permite regresar a lo que has creado, a lo que has hecho. Si lo hecho lo está bien y acorde a tu idea, te verás obligado a dar un paso más hacia tu mañana necesario, dejándolo atrás a sabiendas que no volverás allí nunca más... de lo contrario quedarás encadenado, como el mejor o el peor de los Prometeos, encadenado a tu propio destino, ése que negaste cuando tuviste la oportunidad de no hacerlo. La vida es una idea, un alma implantada en un cuerpo durante un tiempo corto, suficientemente corto como para no acostumbrarse... luego debes irte, regresar a aquella idea de evitar lo denso y sus densidades. Aquella idea que trajo hasta aquí tu alma es algo semejante a un sintonía con el verbo, es crear... la gracia es creación a través de la cual te creas a ti mismo traducido en dones y talentos... y el paso por la vida es recrearse a cada instante, recordando que no eres más que espíritu, algo finito inmerso en la infinitud de tus propias letras... uno nace al escribirse, muere cuando deja de pensarse y estamparse en las páginas de su propio destino. Abril 27, 2011.-