Clarice Lispector (I)
Crónicas de una dama sutil
Anticipo exclusivo de Descubrimientos , una caja de sorpresas con artículos y relatos inéditos en español de la gran escritora brasileñaNoticias de ADN Cultura: Sábado 27 de marzo de 2010 | Publicado en edición impresa
La entrevista alegre
30 de diciembre de 1967
Hace poco tiempo me telefoneó una joven diciendo que era de la Editorial Civilização Brasileira y que Paulo Francis me pedía que le diera una entrevista para ser publicada en uno de los libros de la serie Libro de cabecera de la mujer . No me gusta dar entrevistas: las preguntas me abruman, me cuesta responder, encima de eso sé que el entrevistador va a deformar fatalmente mis palabras. Pero se trataba de un pedido de Paulo Francis, y no había cómo negarse. Marqué el día. Y después me puse furiosa, hasta con Paulo Francis. ¿Cómo es, entonces? El Libro de cabecera de la mujer vende como pan caliente y ellos ganan dinero. La muchacha entrevistadora gana dinero. Y sólo yo tengo molestias. Intenté telefonear a Paulo Francis y suspender. Pero ¿cómo? Si soy, como todo el mundo, víctima del teléfono. O no daba línea, o daba y no establecía la comunicación. Al final me resigné. Pero me voy a vengar, pensé, de un modo o de otro me voy a vengar.
Sólo que no pude ni tuve ganas. A la hora establecida, me entra por la puerta una muchacha linda y adorable, Cristina. Tiene una de esas caritas difíciles de retratar porque, a pesar de que los rasgos exteriores sean bonitos, lo que más importa son los interiores, la expresión. De inmediato establecimos un contacto fácil. Lo que la hizo informarme: también trabajaba para un periódico y sus compañeros, al saber que iba a entrevistarme, sintieron pena por ella. Dijeron que yo era difícil , que apenas hablaba. Cristina agregó: "Pero usted está hablando".
-Sí, hablé -¿cómo resistir? Había comenzado el racionamiento de luz, y Cristina, para estar cerca de las dos velas que encendí, se sentó en la alfombra, y ya formaba parte de la casa.
Sus preguntas eran inteligentes y complicadas, casi todas sobre literatura. Dije: pero pensé que lo que le interesaría a la mujer de clase media sería si me gusta comer porotos con arroz. Respondió tranquila: "Ya llegaremos ahí. Aquello era sólo el comienzo".
Y me fui encantando con Cristina. Está de novia. Qué pena, pensé. Me gustaría que se quedara bien sentadita esperando durante muchos años que mis hijos crecieran para que uno de ellos se casara con ella. Pero ella no puede esperar, a mis hijos les está costando crecer. Me reconforta recomendarla como entrevistadora.
La entrevista comenzó con buen humor. Reímos varias veces. Una de las veces fue cuando preguntó qué pensaba yo de lo que había escrito el crítico Fausto Cunha. Había escrito -yo no lo sabía- que Guimarães Rosa y yo no pasábamos de ser dos embustes. Di una carcajada hasta feliz. Respondí: no leí eso, pero una cosa es cierta: embustes no somos. Podían llamarnos de cualquier forma, pero embustes no. Vamos, Fausto Cunha. Usted, al que conocí en el casamiento de Marly de Oliveira, es incluso simpático, pero qué idea. Vea si piensa un poco más en el asunto. Creo que Guimarães Rosa también reiría.
Cristina me preguntó si yo era de izquierda. Respondí que desearía para el Brasil un régimen socialista. No copiado de Inglaterra, sino uno adaptado a nuestros moldes.
Me preguntó si me consideraba una escritora brasileña o simplemente una escritora.
Respondí que, en primer lugar, por más femenina que fuera la mujer, ésta no era una escritora, y sí un escritor. El escritor no tiene sexo o, mejor, tiene los dos, en dosis bien diferentes, claro. Que yo me consideraba sólo escritor y no típicamente escritor brasileño. Argumentó: ¿ni Guimarães Rosa que escribe tan brasileño? Respondí que ni Guimarães Rosa: éste era precisamente un escritor para cualquier país.
Cristina estaba con tos y yo también: un aspecto más de unión. La entrevista era entrecortada por accesos de tos, y hasta eso sirvió para romper la ceremonia. Además ninguna de las dos estaba tomando algún jarabe, y por el mismo motivo: pereza.
Mi venganza se resumió en entrevistar también a Cristina. Le hice varias preguntas, a las cuales respondió con simplicidad e inteligencia. Bajo el pretexto de mostrarle retratos que habían hecho de mí, recorrí con ella casi todo el departamento: Cristina era una de las mías, y tenía el derecho a conocerme a través de mi casa. La casa es muy reveladora. Entró en uno de los cuartos donde uno de mis hijos estaba acostado leyendo a la luz de una vela. Él ni se incomodó, tan simple es la presencia de Cristina. Mi otro hijo iba al cine con un amigo. Y él, que está en la edad de mostrar que es independiente de la madre, tampoco se perturbó al darme un beso de despedida frente a la muchacha. A mi otro hijo no le importó interrumpirnos para pedir dinero para comprar Manchete: era el anochecer de un miércoles. Terminé tan a gusto que estiré las piernas encima de una mesa y fui descendiendo sofá abajo hasta estar casi acostada.
Cristina, tú representas lo mejor de la juventud brasileña. Da orgullo. Quiero que mis hijos un día lleguen a ser así.
Además, una pregunta que me hizo: si lo que más me importaba era la maternidad o la literatura. El modo inmediato de saber la respuesta fue preguntarme: si tuviera que elegir una de ellas, ¿qué elegiría? La respuesta era simple: desistiría de la literatura. No tengo dudas de que como madre soy más importante que como escritora.
Cristina me dijo: "El crimen no compensa. ¿La literatura compensa?". De ninguna manera. Escribir es uno de los modos de fracasar. Cristina se sorprendió, me preguntó por qué escribía entonces. Y no supe qué responder.
Lo gracioso es que la muchacha vino tan preparada para la entrevista que sabía más sobre mí que yo misma. Me preguntó por qué mis personajes femeninos están más delineados que los masculinos. En parte protesté. Tengo un personaje masculino que ocupa el libro entero, y que no podía ser más hombre de lo que era.
Cristina, tal vez un día yo te entreviste. Los estudiantes universitarios van a identificarse contigo y casi todos pensarán en casamiento. Que tu novio ande con cuidado. También tengo un amigo que, si te conociera, se enamoraría del modo más poético y real. Eres tan necesaria para el Brasil. Muchos jóvenes y muchachas como tú, y el Brasil iría para adelante.
Percibo que al final estoy teniendo mi venganza: la muchacha escribe sobre mí, pero yo voy y escribo sobre ella. Además, Cristina, ¿quieres ir a cenar conmigo una de estas noches? Sólo tienes que telefonear. Vas a casarte con un diplomático, pero ésta será una cena no diplomática, en nuestro comedor diario probablemente, pues sigo olvidando comprar una campanita para llamar a la empleada y seguramente no podremos cenar en la sala. Además, una gran amiga dadivosa pero distraída dijo que tenía más de una campanita y que me daría una. ¿Dónde está? Me distraigo y no compro, ella se distrae y no me da.
Me preguntó qué pensaba de la literatura comprometida . Me pareció válida. Quiso saber si yo me comprometería. En verdad me siento comprometida. Todo lo que escribo está ligado, por lo menos dentro de mí, a la realidad en que vivimos. Es posible que este lado mío se fortifique más algún día. ¿O no? No sé nada. Ni sé si escribiré más. Es muy posible que no.
Me preguntó qué pensaba de la cultura popular. Dije que todavía no existe propiamente. Quiso saber si yo la consideraba importante. Dije que sí, pero que había algo mucho más importante aún: ofrecer oportunidad de tener comida a quien tiene hambre. A menos que la cultura popular lleve al pueblo a tomar conciencia de que el hambre da el derecho de reivindicar comida. Véase la nueva encíclica que habla del recurso extremo de rebelión en caso de tiranía.
Hasta pronto, Cristina, hasta nuestra cena. Parece que yo también te gusté a ti. Lo que es bueno. Pero no sé por qué, después de que leí la entrevista, salí tan vulgar. No me parece que yo sea vulgar. Y no tengo ojos azules.
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II
Clarice Lispector
Miraba lejos, sin rencorNoticias de ADN Cultura: Sábado 27 de marzo de 2010 | Publicado en edición impresa
21 de junio de 1969
Era sábado y estábamos invitados a un almuerzo de compromiso. Pero a cada uno de nosotros le gustaba demasiado el sábado como para gastarlo con una pareja fuera de moda. Cada uno había sido feliz alguna vez y había quedado con la marca del deseo. Yo, yo quería todo. Y nosotros allí presos, como si nuestro tren se hubiese descarrilado y fuéramos obligados a aterrizar entre extraños. Nadie allí me quería, yo no quería a nadie. En cuanto a mi sábado -que fuera de la ventana se balanceaba en acacias y sombras-, prefería, a gastarlo mal, encerrarlo en la mano dura, aquel sábado perdido, donde lo estrujaba como a un pañuelo. A la espera del almuerzo, bebíamos sin placer, a la salud del resentimiento: mañana ya sería domingo. No es contigo con quien quiero, decía nuestra mirada sin humedad, y soplábamos despacio el humo del cigarrillo seco. La avaricia de no compartir el sábado iba royendo poco a poco y avanzando como herrumbre, hasta que cualquier alegría sería un insulto a la alegría mayor.
Únicamente la dueña de casa parecía no economizar el sábado para usarlo en mejor compañía. Ella, sin embargo, cuyo corazón ya había conocido otros sábados. ¿Cómo había podido olvidar que se quiere más y más? No se impacientaba siquiera con el grupo heterogéneo, soñador y resignado que en su casa sólo esperaba como a la hora de que partiera el primer tren, cualquier tren, menos quedarse en aquella estación vacía, menos tener que refrenar el caballo que correría con el corazón golpeando a otros, otros caballos.
Finalmente pasamos a la sala para un almuerzo que no tenía la bendición del hambre. Y fue cuando sorprendidos nos encontramos con la mesa. No podía ser para nosotros... Era una mesa para hombres de buena voluntad. ¿Quién sería el invitado realmente esperado y que no había venido? Pero éramos nosotros mismos. ¿Entonces aquella mujer daba lo mejor, no importaba a quién? Y lavaba contenta los pies del primer extranjero. Cohibidos, mirábamos.
La mesa había sido cubierta por una solemne abundancia. Sobre el mantel blanco se amontonaban espigas de trigo. Y manzanas rojas, enormes zanahorias amarillas, redondos tomates de piel casi estallando, cayotes de un verde líquido, ananás malignos en su salvajería, naranjas anaranjadas y calmas, maxixes erizados como puercoespines, pepinos que se cerraban duros sobre la propia carne acuosa, pimentones huecos y enrojecidos que ardían en los ojos, todo enmarañado en barbas húmedas de maíz, pelirrojas como las de junto a una boca. Y los granos de uva. Las más violetas de las uvas negras y que apenas podían esperar por el instante de ser aplastadas. Y no les importaba aplastadas por quién, como la dueña de casa tiempo atrás. Los tomates eran redondos para nadie: para el aire, para el redondo aire. El sábado era de quien viniese. Y la naranja endulzaría la lengua de quien primero llegase. Junto al plato de cada mal invitado, la mujer que lavaba pies de extraños había puesto -aun sin elegirnos, aun sin amarnos- un ramo de trigo o un racimo de rabanitos ardientes o una tajada roja de sandía con sus alegres semillas. Todo cortado por la acidez española que se adivinaba en los limones verdes. En los cuencos estaba la leche, como si hubiese atravesado con las cabras el desierto de los peñascos. Vino, casi negro de tan pisado, se estremecía en vasijas de barro. Todo delante de nosotros. Todo limpio del retorcido deseo humano. Todo como es, no como quisiéramos. Sólo existiendo, y todo. Así como existe un campo. Así como las montañas. Así como hombres y mujeres, y no nosotros, los ávidos. Así como un sábado. Así, como sólo existe. Existe.
En nombre de nada, era hora de comer. En nombre de nadie, era bueno. Sin ningún sueño. Y nosotros poco a poco a la par de la noche, poco a poco anónimos, creciendo, más grandes a la altura de la vida posible. Entonces, como hidalgos campesinos, aceptamos la mesa.
No había holocausto: todo aquello quería tanto ser comido cuanto nosotros queríamos comerlo. No guardando nada para el día siguiente, allí mismo ofrecí lo que sentía a aquello que me lo hacía sentir. Era un vivir que no había pagado de antemano con el sufrimiento de la espera, hambre que nace cuando la boca ya está cerca de la comida. Porque ahora teníamos hambre, hambre entera que abrigaba el todo y las migajas. Quien bebía vino, con los ojos tomaba cuenta de la leche. Quien, lento, bebió leche, sintió el vino que el otro bebía. Allá afuera Dios en las acacias. Que existían. Comíamos. Como quien da agua al caballo. La carne trinchada fue distribuida. La cordialidad era ruda y rural. Nadie habló mal de nadie porque nadie habló bien de nadie. Era una reunión de cosecha, se dio una tregua incluso a las nostalgias. Comíamos. Con una horda de seres vivos, cubríamos gradualmente la tierra. Ocupados como quien labra la existencia, y planta y cosecha, y mata, y vive, y muere, y come. Comí con la honestidad de quien no engaña lo que come: comí aquella comida, no su nombre. Nunca Dios fue tomado por lo que Él es. La comida, decía, ruda, feliz, austera: come, come y reparte. Todo aquello me pertenecía, aquélla era la mesa de mi padre. Comí sin ternura, comí sin la pasión de la piedad. Y sin ofrecerme a la esperanza. Comí sin ninguna nostalgia. Y yo bien valía aquella comida. Porque no siempre puedo ser la guarda de mi hermano, y no puedo ser mi guarda, ah no me quiero más: no quiero formar la vida porque la existencia ya existe. Existe como un suelo donde todos nosotros avanzamos. Sin una palabra de amor. Sin una palabra. Pero tu placer entiende el mío. Somos fuertes y comemos. Pan es amor entre extraños.
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Foto: MAX AGUIRRE
III
Clarice Lispector
Cinco relatos y un temaNoticias de ADN Cultura: Sábado 27 de marzo de 2010 | Publicado en edición impresa
26 de julio de 1969
Esta historia podría llamarse Las estatuas. Otro nombre posible es El asesinato. Y también Cómo matar cucarachas . Haré entonces por lo menos tres historias verdaderas, porque ninguna de ellas desmiente a la otra. Aunque una sola, serían mil y una, si mil y una noches me dieran.
La primera, Cómo matar cucarachas, comienza así: Me quejé de las cucarachas. Una señora oyó mi queja. Me dio la receta de cómo matarlas. Que mezclara, en partes iguales, azúcar, harina y yeso. La harina y el azúcar se atraerían, el yeso achicharraría lo de adentro de ellas. Así hice. Murieron.
La otra historia es la primera en realidad y se llama El asesinato . Comienza así: Me quejé de las cucarachas. Una señora me oyó. Sigue la receta. Y entonces entra el asesinato. La verdad es que me había quejado de las cucarachas sólo en abstracto, que ni mías eran: pertenecían a la planta baja y escalaban los caños del edificio hasta nuestro hogar. Sólo fue en el momento de preparar la mezcla que ellas se volvieron mías también. En nuestro nombre, entonces, comencé a medir y pesar ingredientes en una concentración un poco más intensa. Un vago rencor me había poseído, un sentido de ultraje. De día las cucarachas eran invisibles y nadie creería en el mal secreto que roía una casa tan tranquila. Pero si ellas, como los males secretos, dormían de día, allí estaba yo preparándoles el veneno de la noche. Meticulosa, ardiente, avivaba el elixir de la larga muerte. Un miedo excitado y mi propio mal secreto me guiaban. Ahora yo sólo quería gélidamente una cosa: matar cada cucaracha que existe. Las cucarachas suben por los caños mientras nosotros, cansados, soñamos. Y he aquí que la receta estaba lista, tan blanca. Como era para cucarachas despiertas como yo, esparcí hábilmente el polvo hasta que éste parecía formar parte de la naturaleza. Desde mi cama, en el silencio del departamento, las imaginaba subiendo una a una hasta el área de servicio donde dormía la oscuridad, sólo una toalla alerta en el tendedero. Me desperté horas después con sobresalto de atraso. Ya era de madrugada. Atravesé la cocina. En el piso del área de servicio allá estaban ellas, duras, grandes. Durante la noche yo las había matado. En nuestro nombre, amanecía. En el morro un gallo cantó.
La tercera historia que ahora se inicia es la de Las estatuas. Comienza diciendo que yo me había quejado de las cucarachas. Después viene la misma señora. Va yendo hasta el punto en que, de madrugada, me despierto y, todavía somnolienta, atravieso la cocina. Más somnolienta que yo está el área en su perspectiva de ladrillos. Y en la oscuridad de la aurora, un rojizo que distancia todo, distingo a mis pies sombras y blancuras: decenas de estatuas se esparcen rígidas. Las cucarachas que se habían endurecido de adentro hacia afuera. Algunas panza arriba. Otras en medio de un gesto que no se completaría jamás. En la boca de unas un poco de comida blanca. Soy la primera testigo de la alborada en Pompeya. Sé cómo fue esa última noche, sé de la orgía en la oscuridad. En algunas el yeso se habrá endurecido tan lentamente como en un proceso vital, y ellas, con movimientos cada vez más penosos, habrán intensificado ansiosamente las alegrías de la noche, intentando huir de dentro de sí mismas. Hasta que de piedra se volvieron, en espanto de inocencia, y con tal, tal mirada de censura herida. Otras -súbitamente asaltadas por la propia médula, ¡sin ni siquiera haber tenido la intuición de un molde interno que se petrificaba!-, ésas de pronto se cristalizan, así como la palabra es cortada de la boca: yo te... Ellas que, usando el nombre del amor en vano, en la noche de verano cantaban. Mientras aquélla allí, la de la antena marrón sucia de blanco, habrá adivinado demasiado tarde que se había momificado exactamente por no haber sabido usar las cosas con la gracia gratuita de lo en vano: "¡Es que miré demasiado dentro de mí! Es que miré demasiado dentro de...", de mi fría altura de gente miro el derrocamiento de un mundo. Amanece. Una u otra antena de cucaracha muerta se agita en la brisa. Desde la historia anterior canta el gallo.
La cuarta narración inaugura una nueva era en el hogar. Comienza como se sabe: Me quejé de las cucarachas. Va hasta el momento en que veo los monumentos de yeso. Muertas, sí. Pero miro los caños, por donde esa misma noche irá a renovarse una población lenta y viva, en fila india. ¿Entonces renovaría yo todas las noches el azúcar letal? Como quien ya no duerme sin la avidez de un rito. ¿Y todas las madrugadas me conducirían sonámbula hasta el pabellón? En el vicio de ir al encuentro de las estatuas que mi noche sudada erguía. Me estremecí de perverso placer ante la visión de aquella doble vida de hechicera. Y me estremecí también ante el aviso del yeso que seca: el vicio de vivir que reventaría mi molde interno. Áspero instante de elección entre dos caminos que, pensaba yo, se dicen adiós, y segura de que cualquier elección sería la del sacrificio: yo o mi alma. Elegí. Y hoy ostento secretamente en el corazón una placa de virtud: "Esta casa fue desinfectada".
La quinta historia se llama Leibniz y la trascendencia del amor en la Polinesia . Comienza así: Me quejé de las cucarachas.
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Londres se aparece como una tierra extraña y viva a los ojos de Lispector
Foto: AP
IV
Clarice Lispector
Los puentes de LondresNoticias de ADN Cultura: Sábado 27 de marzo de 2010 | Publicado en edición impresa
20 de noviembre de 1971
Todas las veces que pienso en Londres vuelvo a ver sus puentes. Me pareció muy natural estar en Inglaterra, pero ahora cuando pienso que estuve allá mi corazón se llena de gratitud. Vi en Londres una tierra extraña y viva, cenicienta, todo lo que es ceniciento misteriosamente vibra para mí, como si fuera la reunión de todos los colores amansados.
Estuve en contacto con la fealdad de los ingleses, que es una de las cosas que más atrae en Inglaterra. Es una fealdad tan peculiar, tan bella, y éstas no son meras palabras. Hacía mucho frío, y el viento daba al rostro y a las manos aquella rojez cruda que vuelve a cada persona extremadamente real. Las mujeres hacen compras con las cestas, los hombres de la City usan sombrero bombín. Y el Támesis es sucio, tiene barro. Ya hubo pestes en Londres. Una vez se incendió la ciudad entera. La peste y el incendio estaban presentes en mi estadía en Londres.
Las personas beben café horrible, en taza grande, pero el café humea. Humeante como toda la isla, cuyos puentes ennegrecidos surgen de la casi constante niebla. El fog exhala de las piedras del piso y envuelve los puentes.
Los puentes de Londres son muy emocionantes. Unos son sólidos y amenazadores. Otros son puro esqueleto. En cuanto a los ingleses, no son tan inteligentes. Pero Inglaterra es uno de los países más inteligentes del mundo. Estábamos en auto. Entre una ciudad y otra, las pequeñas ciudades inglesas dan mil vueltas alrededor de sí, y la lluvia fina cae en los vidrios del auto. En las calles el pueblo usa ropas tan mal hechas que acaban convirtiéndose en un bello estilo. Y son de verdad hospitalarios. Veo a una criatura de capote oscuro y medias gruesas y capucha enterrada hasta debajo de las orejas, con el rostro vívido y magro, ojos despiertos y cara roja -y aquella entonación pura de las voces inglesas, interrogativas y orgullosas.
Sólo ahora sé cuánto amé el viento de Londres que me hacía lagrimear los ojos de rabia y la piel gritar de irritación.
Y después están los caminos, el campo inglés que es diferente de cualquier otro campo. Me acuerdo de árboles muy altos.
Y después está el deseo de viajar de todo inglés, y eso es un movimiento inquieto y amplio.
En el teatro de Londres ocurre algo esencial. Es de temblar de frío y de emoción: el actor inglés es el hombre más serio de Inglaterra. En pocas horas da a cada uno aquello importante que se pierde en la vida diaria. Cuando se sale, es la lluvia oscura, la calle mojada, las viejas calles inglesas donde de noche existe el deseo de peligro. Se va a comer. Una comida pésima irrita, en el restaurante de comida típicamente inglesa. Pero se puede ir a un restaurante de comida alegre, de los extranjeros, en el mismo Londres.
Me acuerdo de que hubo Edad Media en Inglaterra, y eso está en las torres. La seguridad de ciertos ingleses llega a veces a volverse graciosa. En las calles andan ligero, es un pueblo luchador. Y si el mundo no fuera tan doloroso, sería bonito ver la lucha por la sobreviviencia.
Y después está la nostalgia por los escritores muertos. Siento mucha nostalgia de Lawrence.
La reina es suave, los periódicos tienen un modo provinciano, y cuando los ingleses e inglesas son bonitos, pasan de inmediato a tener una extraordinaria belleza. Y el niño inglés es siempre lindo, y cuando abre la boca para hablar, ahí se vuelve lindísimo.
Todo eso se llama nostalgia: intento recuperar Londres en la memoria, en estas notas. Y así queda sólo anotado, con la mayor rapidez, antes de que el sentimiento pase.
Traducción: Claudia Solans
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Lispector trabaja en estos textos una escritura fragmentaria
Foto: Archivo
V
Clarice Lispector
Zona inexplorada
Las crónicas reunidas en Descubrimientos , cuyo prólogo adelantamos, revelan aspectos poco conocidos de la obra literaria que concibió la escritora brasileñaNoticias de ADN Cultura: Sábado 27 de marzo de 2010 | Publicado en edición impresa
Por Claudia Solans
Con [ Descubrimientos ] se completa la publicación en castellano de las crónicas que Clarice Lispector escribió cada sábado, entre el 19 de agosto de 1967 y el 29 de diciembre de 1973, para el Jornal do Brasil , lo que termina de delinear, de alguna manera, el mapa que estos textos trazan sobre la región menos explorada de su literatura. El primer volumen, Revelación de un mundo , fue publicado por Adriana Hidalgo editora en 2004 con sucesivas reimpresiones.
Textos heterogéneos, muchas veces inclasificables e inesperados, que revelan en cada línea la compleja escritura y personalidad de su autora. Complejidad que, a la hora de traducir, se convierte en un desafío y un feliz acontecimiento. Porque traducir a Clarice (y no sólo sus textos) es una aventura que bajo su aparente sencillez resulta tan sinuosa, sutil -y al mismo tiempo brutal-, tan hermética e inquietante, que hace que el esfuerzo por aprehender esa idea, ese concepto que se sabe que está ahí, sumergido, enterrado pero siempre entrevisto a través de las palabras, se convierta por momentos en un gesto vano, casi como una mano que se cerrara en el vacío.
El amor, el tiempo, la muerte, bajo dimensiones pocas veces exploradas con tanta maestría, son algunos de los temas que aparecen en estos textos que permanentemente desafían el concepto de crónica o, más bien, que las convierten en un género cuyas fronteras Clarice ha borrado por su propia escritura. Si bien en una de ellas, publicada en el volumen anterior, expresa: "No hay duda, sin embargo, de que yo valoro mucho más lo que escribo en libros que lo que escribo para diarios -esto sin, no obstante, dejar de escribir con gusto para el lector de diario y sin dejar de amarlo", resulta por lo menos sugestivo cuando sabemos que gran parte de su ficción breve pasó en esos años por la columna semanal del Jornal do Brasil . Se trata de las crónicas que en la actualidad están agrupadas bajo el título Para no olvidar y que fueron publicadas, en una edición de autor, en el año 1964 como la segunda parte de La legión extranjera. Ese texto era un volumen compuesto de dos partes, la primera de ellas contenía una serie de cuentos, en tanto que la segunda -con el subtítulo de Fondo del cajón- agrupaba las crónicas. Con posterioridad, los cuentos conservaron el título del volumen original ( La legión extranjera ) y las crónicas adoptaron el de Para no olvidar . Pero más allá de los avatares de publicación, lo que resulta interesante es que los cuentos y las crónicas comienzan a circular en el interior de la producción de Clarice Lispector con movimientos que en ocasiones parecen caprichosos y, a veces, premeditadamente casuales, tanto que seguir el curso de cada texto se torna por momentos una empresa en verdad fascinante.
Hasta aquí nada llamaría demasiado la atención si no fuera por el hecho de que prácticamente todos los cuentos del volumen La legión extranjera (en su edición de 1964 y exceptuando " La solución ") aparecieron como crónicas en el Jornal do Brasil entre 1967 y 1973. Lo notable, asimismo, es que Felicidad clandestina, el volumen de cuentos aparecido en 1971, incluye esos mismos textos de aquella primera parte llamada La legión extranjera (exceptuando en este caso también " La solución "), pero a su vez varias crónicas de Fondo del cajón (que, como ya se señaló, fueron publicadas en su totalidad en el Jornal do Brasil ).
¿A qué apunta esta digresión en cierto modo "arqueológica"? Nada más que a señalar la extraordinaria libertad genérica que reina en toda la literatura de Clarice Lispector. Y precisamente, a partir de esa inestabilidad y precariedad genérica es que sus crónicas se vuelven una especie de panóptico y permiten, de modo radial, hacer visible y echar una luz nueva sobre el resto de su obra.
Cuestionadoras del género, sus crónicas operan también como cuestionadoras del sujeto que narra. Porque la inmediata pregunta que surge es: pues entonces, ¿quién escribe, quién dice, quién cuenta? Es en este suelo de fronteras porosas y permeables donde lo doméstico, lo insignificante, incluso lo banal se vuelve tema y problema. Quizás un modo de pensarlo sería considerar la característica fragmentariedad de estos textos.
Si bien lo fragmentario por esos años y a esa altura de la historia cultural ya era un dato y, por lo tanto, predicarlo acerca de la producción de Clarice es casi inocuo, su importancia parece estar en que genera la condición de posibilidad para la constitución del sujeto que narra; esto es, Clarice. Y da la impresión de que ella sólo puede narrar precisamente lo fragmentario, lo inacabado, lo indeterminado, así como también lo banal, lo cotidiano, lo insignificante. De ahí que su talento radique en la extraordinaria capacidad de revelar, casi en cada línea (porque también hay crónicas de una sola línea), lo sublime bajo lo doméstico e inacabado y, al mismo tiempo y con la misma eficacia, dar vuelta la lente y transformar en doméstico (dócil, manso, familiar) lo sublime. Sólo así se comprende la dramática (y episódica) recreación de Pompeya en el suelo de una cocina en el que yacen decenas de cucarachas muertas a causa de un veneno casero.
Interminables son los itinerarios que pueden trazarse a través de las crónicas de Clarice Lispector: siguiendo el hilo de los temas, de ciertos personajes (como los taxistas, por ejemplo), de los objetos (ventanas, flores), de las preocupaciones literarias, metafísicas e incluso religiosas (la muerte, el alma, la presencia de Dios), y así se podría seguir. Sin embargo, como en aquella crónica del 9 de diciembre de 1967, titulada "Una cosa", en la que cuenta que esa noche ha visto una calle que nunca más va a olvidar, pero cuya descripción decide no realizar, guardándosela para sí, del mismo modo el lector resulta doblemente marcado por la escritura de Clarice: no logra describirla con palabras pero tiene la certeza de haber sido protagonista de una suerte de epifanía, una revelación.
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