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En su novela Piezas en fuga, Anne Michaels hacía una brillante metáfora de la memoria oculta en tiempos de tragedia: diarios y testimonios sepultados en jardines traseros, emparedados en falsos fondos de armarios, en trampillas disimuladas en el suelo. Puestas a salvo para que quizá, alguien, en algún momento las rescate y las acaricie con su vista.
El presente roto como una civilización antigua de la que sólo se han recuperado vagos fragmentos, una historia contada a medias. Sigue ocurriendo, cada día.
“La historia que se le cuenta a quien sobrevive, que le contará esa historia a un niño, que la escribirá en un libro, para que la lea una mujer en un país o una época que no son los suyos. (…) La búsqueda dispersa, repetitiva, del significado de un gesto, en un momento cuya comprensión se le lleva escapando al hablante toda una vida. Historias que son incomprensibles para el oyente y que, no obstante, son recibidas: por la oscuridad, por el viento, por un lugar, por una lástima insensible o desapercibida, incluso por la indiferencia. Aquello que entregamos no nos puede ser arrebatado”, escribe Michaels en su nueva y esperada novela, El abrazo.
Bien podría funcionar el párrafo anterior como una definición posible de la literatura, al menos de la que practica la autora canadiense: el reconocimiento de la inmanencia del carácter narrativo de eso que llamamos humanidad, una entrega absoluta al crepitar de los detalles, el potencial de permanencia de los sentimientos que se pegan a los recuerdos: el amor, la pérdida. “El largo fusible de la memoria, siempre encendido”, escribe.
¿Qué queda en la memoria? ¿Qué resto dejamos en los demás? ¿Tenemos algún control sobre ello, podemos elegir, construir nuestra presencia? “El borde del delantal de su madre, que se escapa del borde de su abrigo, ese delantal que se olvidó de quitarse, el delantal que siempre llevaba. Los tranvías, las colas, los olores a pescado y a gasolina. La suavidad de ella contra su dura niñez. Su aroma antes de que él se rindiera al sueño, la calidez bruñida de su collar cuando se inclinaba sobre él. La lámpara que se dejaba encendida”.
El abrazo recorre el tiempo –“el tiempo es un guía ciego”, dice– durante más de un siglo, acompañando a sus personajes desde un campo de batalla en la Primera Guerra Mundial al futuro muy próximo. La hemos leído con la sensación de que Michaels ha imaginado una serie de estampas y las ha descrito, como quien recorre con el pensamiento un viejo álbum de fotos, extrayendo toda la capacidad significativa a cada movimiento congelado en el tiempo. “Que lo que creaba la luz lo revelara la oscuridad”, piensa John en su laboratorio fotográfico.
Algo de proceso químico extraño tiene la novela: la autora parece ver el aura que acompaña a cada personaje, esa zona que podríamos definir como la vibración íntima de sus deseos y heridas, un área de radioactividad al que acerca su palabra para que todo quede impregnado de esa energía única: absolutamente todo parece vivo aquí gracias a su escritura, su manera de convertir en verdad poética las vidas mínimas, de otorgar trascendencia a cada detalle.
Anne Michaels escribió una obra a cuatro manos con John Berger y a él, entre otros, está dedicada esta novela. Seguimos defendiendo Hacia la boda, de Berger, como una de las más absolutas novelas de amor que hemos leído. El abrazo sigue esa estela donde lo que importa es huir del cliché, ser capaz de mirar profundamente a los ojos a los personajes, considerarlos unos de los nuestros, alcanzar ese estado tan manoseado, pero tan puro cuando se ofrece plenamente, que es la emoción: la emoción estética y la otra. “Cuando cantas, todo te escucha, pensó, y cuando escuchas, todo te canta”, escribe.