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Hay semanas que vienen marcadas en negrita en el calendario. Esta, por ejemplo. Tenemos aquí Theodoros, la nueva novela de Mircea Cărtărescu. Alucinamos, como todo el mundo, con Solenoide, que elegimos como libro del año en 2017 y ya no hemos podido olvidar esa sensación de ser triturados por aquella escritura rizomática, alucinada, desesperada y arrolladoramente poética.
Después asistimos a la llegada de grandes transatlánticos como su poesía completa o la trilogía Cegador, escritas antes. Y ahora, Theodoros.
“Un solo Solenoide es ya suficiente para nuestro mundo, un segundo habría sido totalmente insoportable, empezando por mí mismo”, le decía su autor el otro día a Pablo Bujalance en una entrevista, anunciando un cambio de registro evidente nada más abrir la primera página, una manera de sacudirse de encima la primera persona.
(Qué fácil lo ponen los libros, por muy especiales y esperados que sean: lo agarras, lo abres y ya estás dentro, todo tan orgánico, todo tan sencillo, qué interfaz tan contrastada).
Theodoros es un hombre, es un rey, es un mito, es la encarnación de ambiciones antiguas que se abren paso de manera continua hasta el presente. Leer esta novela es mirar relieves asirios, tapices que cubren muros de palacios olvidados, iconos religiosos ortodoxos, descubrir estancias clausuradas y secretas en cortes barrocas, es poner la oreja en la cantina de un puerto de extintas rutas comerciales, escuchar historias que van deformándose al recorrer el tiempo y el espacio. La construcción de un personaje que se alza orgulloso sobre su territorio, salpicado por la sangre de sus adversarios masacrados: la depredación, el ansia por el poder, una lista de excesos innombrables en la que nunca nada es suficiente.
Todo eso es Theodoros, pero también, y sobre todo, un artilugio literario creado sobre la certeza de que las historias construyen el mundo: una novela escrita al estilo decimonónico con estructura moderna y simbólica en la que todo se rinde a una especie de “frenesí de lo fabuloso”, en palabras del crítico Andrés Ibáñez. Las mil y una noches, Homero, García Márquez, Borges… una sutura entre lo antiguo y lo moderno, la fábula, la certeza de que una novela define y funciona según sus propias reglas: cómo si no leer admirados la génesis de toda una civilización creada durante lo que podrían ser miles de millones de años en el transcurso de una bala que busca el pecho del protagonista.
Theodoros, el hijo de una humilde mujer devenido mediante “la voluntad cruel de caminar sobre cadáveres” en Emperador de Emperadores de Abisinia, es un contador de historias. La novela puede funcionar como una imagen de la ambición desmedida de poder, pero sobre todo de la alegría de contar historias y el poder que eso supone.
Cărtărescu sitúa todo en algo que por resumir llamaremos lo oriental: la parte del mundo donde Europa se cruza con Asia y África. Valaquia, Grecia, Etiopía, un terreno emocional y bastardo, mil veces expoliado, donde el mito pervive frente a una visión utilitarista del mundo, la presencia constante del Antiguo Testamento y otros libros míticos como sustrato cultural. Dice que ha utilizado todo lo que había aprendido en sus anteriores obras, que considera a esta su primera novela en sentido estricto, que se ha visto como un relojero que ajusta cada ruedecita dentada, cada muelle, en su lugar exacto para que funcione.
Leer Theodoros: una adivina en una barraca de feria hace un gesto dramático y congelado tras mirar su bola y ver, de una vez y para siempre, todo lo que ahí se cuenta, mientras nosotros la miramos a ella y tal vez alguien esté leyendo o escuchando la historia de cuando fuimos a una feria a consultar algo intrascendente a una adivina. Algo así: como encerrado en una burbuja pero todavía peligroso.
Bueno, ya te imaginas que es nuestro libro de la semana. Volveremos a hablar de él cuando venga Mircea Cărtărescu, el 7 de noviembre.
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