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No podría definir el momento exacto en el que comenzó a latir Fuego la sed. Si hoy echo la vista atrás, me doy cuenta de que he crecido siempre acompañada por la incertidumbre y la preocupación por la falta de lluvia. Siempre ha estado ahí, colándose en las conversaciones y en el día a día de mi familia, como un ruido blanco. Quizás lo curioso es cómo fue tomando forma a través de ciertos momentos o rituales que me empujaron, por así decirlo, a convertir esas circunstancias y sentires en libro.
Uno de ellos: la costumbre en mi familia paterna de anotar a mano los litros que han caído el día anterior, y de guardar el registro. Primero en cuartillas preparadas para esta tarea, con anotaciones a mano de mi abuelo, y luego en hojas sueltas y libretas de toda clase, por mi padre y por mi tío. Ahora soy yo la que empieza un cuaderno de lluvias lejos de casa. Las hojas de mi familia se encuentran en una mesa vieja y llena de polvo, en el campo, junto a la figura de una virgen. En el mismo lugar en que escribimos esa agua que tanto esperamos, ahí está ella, con las manos en el pecho, sin corona ni puñales, invocando la tormenta, guardiana de veneros y charcas. La convertí también en una especie de amuleto para este librito, quise darle la vuelta al ritual. De la misma manera que hay conjuros contra las tormentas, me gusta pensar que dentro de ella se podría encontrar una canción para amasar un rayo, para hinchar una nube, para preparar musgo y piedras al verdor, para que viniera el agua y lloviera, lloviera bien.
Hace unos veranos fotocopié algunos de los registros para tenerlos cerca. El año en el que nací, por ejemplo, mi abuelo escribió que se pudieron segar dos vegas. Con el transcurso de los años hay menos anotaciones, ya no revienta el venero y también comienzan las ausencias, ya no se trabaja la tierra y los animales; también las personas comienzan a marcharse. Igual de ahí venga una de sus razones, de querer hacer memoria del agua. Puede que señalar las ausencias o los cambios y desapariciones de cauces y arroyos sea una forma de protegerme contra el olvido, pero también de recordar mi parentesco con la tierra que me vio crecer, y de aprender a convivir con el dolor de decir adiós a esos paisajes que tanto amé y que ya no son, o se han convertido en otra cosa por el cambio climático. Quería que este libro, en cierta forma, fuera un aprendizaje –también una reconciliación–, una manera de quererlos con otras formas y afectos.
Otros momentos, como las conversaciones con mi tío Juan, contándome uno a uno los árboles –que conocemos, sabemos del lugar exacto, que cobijan, que señalan, como alcornoques y encinas– que han muerto por la sequía. O el día en el que hablamos por teléfono y su voz se quebraba por el llanto: había tenido que decir adiós a sus veinte vacas –cada una con nombre, con sus manías y pasiones– porque ya no podían comer ni beber del campo. O la imagen de mi padre, con la que arranca el libro, en esa ribera que ves en la foto donde tantas veces me reí y me bañé, y en la que me calmaba la sed en uno de sus veneros con un recipiente de corcho, haciendo huecos en el barro con una azada en busca de agua para que los pájaros pudiesen beber en una primavera de estos últimos años.
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