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1. En 1922, la poeta Marianne Moore cogió un tren desde Nueva York a Bremerton, en el estado de Washington, para visitar a su hermano. Sabemos que subieron en familia al monte Rainier e hicieron noche allí. La excursión nos ha legado fotografías curiosas: Moore agachada cual cervatillo entre flores subalpinas, Moore silueteada ante el colosal Rainier y las cenefas de coníferas, ¡incluso Moore ataviada de montañera! Un siglo después, me conmueve imaginarla fotografiando el glaciar Nisqually, que no ha dejado de adelgazar desde entonces.
2. «Escribir es como la segregación de las resinas; no es acto, sino lenta formación natural», anotó José Ángel Valente. De vuelta a Nueva York, Moore comienza a esbozar “An Octopus“, uno de sus poemas más largos y célebres. Lo hace trenzando sus percepciones sobre este glaciar-pulpo con materiales diversos. A medio camino entre una urraca y un copista medieval, va dejándose imantar por los textos y chas: los funde en el poema, los interpela, los recorta.
3. Me reconozco nítidamente en ese proceso creativo. Cuando me decidí a recopilar los textos que conforman Atlas, escritos en un período de cinco años, tuve la sensación de hurgar en un secreter olvidado. En aquel revoltijo de historias apócrifas e historias naturales, de estampas japonesas y mapas privados, latía algo más poderoso que la curiosidad que me había imantado de partida. Algo capaz de conectarme con el resto de la materia y de los lugares. Algo capaz, en todo caso, de «explorar a ciegas otros vínculos con el mundo», como pide a la poesía Antonio Méndez Rubio.
4. Sabemos que hay una valentía en la literatura, una valentía rara y centelleante como una estalactita o un lacrimario, como una «piedra lunar en el agua». La valentía necesaria para afirmar, en “An Octopus“:
«La roca parece frágil comparada con la oscura energía de la vida.
Su costoso interior bermellón, ónice y azul manganeso
dejado a la merced del tiempo (...)».
En aquella misma excursión, Moore y su hermano alcanzaron las cuevas de hielo. Se trataba del último punto al que se podía acceder sin un equipo de escalada completo.
Marianne Moore y su hermano John Warner Moore con un grupo de escalada en el monte Rainier, situados en segundo y tercer lugar comenzando por la derecha (Imagen cortesía del Rosenbach Museum & Library, Philadelphia [2006.7541]).
5. A veces, en los poemas, hay un tiempo que viaja dentro del tiempo. Lo veo justo así, como una serpentina de color que se proyecta en el aire y acaba rozándonos un hombro. Como esa mano, al final de un poema del «Ciclo asiático» de Atlas, esa mano teselada y brillante de un pantocrátor que se adelanta y acaricia a un cormorán.
6. Hablaba sobre esa valentía extraña, a trasluz. En el poema tienen cabida las edades geológicas, pero se dan la mano con las transformaciones del territorio, con la memoria familiar, con la ficción. Nunca veremos la formación de una cadena montañosa ni la subducción de una placa, pero desde el poema podemos escrutar el nacimiento del cañón de un río. Aún más: podemos acunarlo.
7. Al fin y al cabo, una montaña es un pergamino lejano, testamento geométrico, índice de los lugares que nos cuentan. Confío en los poemas-montaña, que hacen converger el tiempo geológico y el humano, la realidad y la ficción, que colocan caminos de quita-y-pon entre lo local y lo lejano. Poemas que acompañan un arte extinto o escuchan la respiración de un acantilado. ¿Acaso vosotras no tenéis también una montaña, una montaña propia?
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