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Los bonos verdes y las finanzas frente a un déficit sin fronteras: el ambiental
Una modalidad concreta que avanza en el mundo para sostener proyectos con impacto positivo es la emisión de bonos verdes. Desde 2007 los activos puestos en el mercado global acumulan al menos 682.800 millones de dólares -de ese monto, 162.000 millones corresponden solo al actual 2019-, según las publicaciones de Climate Bonds Initiative, una organización sin fines de lucro con foco en estas inversiones.
Estados Unidos, China, Francia y Alemania están entre los países que lideran. Hasta 2018, según datos de esa organización reflejados en el gráfico que acompaña esta nota, algo más de la mitad de los recursos se dirigió al desarrollo del transporte sustentable, mientras que un cuarto se orientó a energías renovables.
¿Qué son los bonos verdes? “Son instrumentos de renta fija cuyo objetivo es financiar actividades que benefician al medio ambiente y que, para ser elegidos como tales, están sujetos a criterios predeterminados”, define Pablo Cortínez, coordinador de Negocios y Ambiente de la Fundación Vida Silvestre.
Esta opción financiera está en un campo de acción que también integran las iniciativas de bancos referidas a préstamos específicos para proyectos con impacto ecológico, o a créditos generales que incluyen, entre sus condicionalidades, metas ambientales. Según Cortínez, es fundamental que los bancos vean que el tema es estratégico para sus negocios, y no solo para ampliarlos sino incluso para sostenerlos.
Algo que se comprueba, por caso, en la pérdida de valor que podría tener un activo puesto como garantía por un deudor si no se observaron, al momento de otorgarse el crédito, los riesgos al que ese bien estaba expuesto.
En cuanto a bonos verdes, en la Argentina hubo, desde el sector público, dos emisiones. Una de la provincia de La Rioja, que logró 200 millones de dólares para ampliar el parque eólico Arauco Sapem. Y Jujuy, para la construcción del Parque Solar de la Puna, consiguió 210 millones de dólares.
Los suscriptores fueron inversores institucionales del exterior (estas opciones, en nuestro país, no están aún disponibles para un ahorrista particular). La ciudad de Buenos Aires, por su parte, lanzó un bono del rubro de impacto social, con metas de terminalidad educativa.
Desde el sector privado, el Banco Galicia emitió en 2018 un bono verde por 100 millones de dólares para préstamos a proyectos de impacto ambiental. Y el Banco Itaú logró 50 millones de dólares para destinar en un 70% a créditos con certificación verde al sector de energías renovables y en un 30% a pymes. El estatal Banco de Inversión y Comercio Exterior (BICE) tiene un “bono sostenible” por 30 millones de dólares, que fueron a 200 pymes.
“En la actividad financiera mundial las iniciativas son varias; están la banca ética [un movimiento que avanzó en Europa y que pone el eje en ver a quiénes se presta el dinero de los ahorristas], los principios de inversión sostenible [en Argentina, 18 bancos suscribieron un protocolo impulsado por Vida Silvestre] y la acción de bancos centrales y de supervisores”, describe Cortínez.
“Cuando se empezó a hablar de banca ética, concepto que en la Argentina no pegó, se apelaba a la buena voluntad, al compromiso ciudadano de usar el dinero según los propios valores”, describe Gabriel Berger, director del Centro de Innovación Social de la Universidad de San Andrés, que compartió con Cortínez un panel durante una jornada del programa Valor de la Asociación Mutual Israelita Argentina (AMIA), que promueve la inclusión de las cadenas productivas en compromisos sociales y ambientales. Berger agrega que “para que se generen cambios, hay que ver todo el ecosistema y saber que si los flujos de capital no acompañan, es muy difícil que estén los incentivos adecuados”.
La premisa es que el cuidado del planeta y el interés por lo social sean parte de la estrategia central de los negocios y no objetivos de un área en particular de la empresa. Cuando el sector financiero entra a jugar, dice Berger, el tema aparece en forma directa en sectores como el que se ocupa de buscar financiamiento, porque sus responsables se encuentran con requisitos atados al cuidado medioambiental.
Esta forma de irrupción de la temática (que en los bancos tiene su correlato cuando en sus áreas comerciales los responsables empiezan a ver que sus competidores, o algunos de ellos, incluyen condicionalidades “verdes”) es lo que lleva a entender que no hay marcha atrás para la tendencia.
A la vez, empiezan a aparecer incentivos como la baja de tasas, dentro del plazo de pago de un crédito, cuando se cumplen metas predefinidas.
En la visión de Germán Zarama, que está a cargo del Punto Focal de la OCDE para América Latina y el Caribe y que participó del panel en la AMIA, en los últimos años hubo un cambio de paradigma que no solo implicó la extensión de esta temática a la empresa en su totalidad, sino que el enfoque se amplió para contemplar el impacto del negocio “en cuestiones sociales, ambientales, tecnológicas, de lucha contra la corrupción y de derechos laborales”, entre otras.
Agrega: “El tema va más allá de las operaciones de una empresa y llega a las acciones de la cadena de proveedores y comercial; una conducta indebida afecta a todo el entorno, incluyendo a inversores”.
En ese mundo de actores financieros, la cuestión verde gana visibilidad en forma lenta pero progresiva. BYMA (Bolsas y Mercados Argentinos) lanzó pocos días atrás un panel de Bonos Sociales, Verdes y Sustentables, que estará integrado por activos negociables que se propongan contribuciones al tema ambiental.
Mientras tanto, el planeta vive su default. Cada año, por iniciativa de
la organización Global Footprint Network se calcula para cada país el “día del exceso de la Tierra”: la fecha en que la pérdida de recursos naturales implícitos en los consumos supera la capacidad de los ecosistemas para reponer esos bienes. En la Argentina, este año eso fue el 29 de junio.
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