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Cuando Vadim era un niño de siete u ocho años, huraño e indolente, su tía abuela le decía: «¡Mira los arlequines!». Él preguntaba: «¿Qué arlequines? ¿Dónde están?», y ella le respondía: «Oh, en todas partes. A tu alrededor. Los árboles son arlequines. Las palabras son arlequines. Junta dos cosas (bromas, imágenes) y tendrás un triple arlequín. ¡Vamos! ¡Juega! ¡Inventa el mundo! ¡Inventa la realidad!».
En ese episodio infantil, la tía abuela parece animar a Vadim a elegir la profesión que escogerá: la de escritor, inventor de ficciones, de mundos. Ahora Vadim es un anciano al que le ronda la muerte y que evoca su vida: su infancia en el San Petersburgo prerrevolucionario, sus posteriores andanzas por Europa y Estados Unidos, sus cuatro esposas y su hija, su extraña enfermedad, sus novelas...
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