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Parece que fue Woody Allen quien popularizó aquella frase que decía: vengo de ver una de esas películas francesas en las que se ve crecer la hierba, refiriéndose a la lentitud de una determinada puesta en escena, es decir, de una manera de entender el tiempo.
Esa idea ya la había expresado el personaje interpretado por Gene Hackman en la película de Arthur Penn titulada La noche se mueve refiriéndose al cine de Éric Rohmer, rechazando una invitación para ir a ver Mi noche con Maud: la declaración de una especie de aversión norteamericana al hecho de que las cosas no ocurran a toda velocidad.
Hemos estado leyendo El jardín contra el tiempo, el ensayo de Olivia Laing que es nuestro libro de la semana, y, literalmente, hemos asistido al proceso de ver crecer la hierba. La hierba y un montón de plantas más, muchas más plantas de las que puedas imaginar.
En plena pandemia, Olivia y su marido habitan una vieja una casa en Suffolk –a unos doscientos kilómetros de Londres– cuyo jardín proviene del siglo XVIII y su última versión ha sido diseñada por uno de los jardineros ingleses más prestigiosos del siglo XX. Es verano y aquello presenta un aspecto desolador: árboles podridos, plagas, malas hierbas fagocitando el crecimiento, ocultando el cuidado diseño de su creador.
Laing llega allí con un bagaje: ha estudiado herbología, ha creado jardines provisionales en las más de quince casas en las que ha vivido, pasó meses durante su juventud viviendo en una granja abandonada. Y toma una decisión: intervenir sólo en lo que presenta un estado catastrófico pero dejar que el jardín respire durante un año entero, ver cómo se comporta con el paso de las estaciones, mirar con lupa cada detalle. Escucha. Ve crecer la hierba.
¿Qué significa un jardín? ¿Quién tiene derecho a disfrutarlo? ¿Cómo las estéticas del paisajismo histórico han respondido a discursos sobre el poder? ¿Sirve el jardín como un refugio ante una realidad devastadora? La autora aborda la vertiente política del jardín, algo que nos atañe: la relación (re)creativa con la naturaleza como un marco mental que nos aleje de las políticas depredadoras sobre el medio ambiente, el jardín como espacio a la vez natural y artificial, un modelo de entendimiento en el que todos salimos ganando.
Necesitamos, especialmente en estas ciudades nuestras tan pétreas, jardines, jardines públicos donde encontrarnos.
Nos hizo recordar lo que escribía Teodor Cerić –heterónimo de Marco Martella– en Jardines en tiempos de guerra: “Si disponemos de poco tiempo, si alrededor de nosotros el mundo vacila y la muerte, en todas sus formas, avanza, lo único que podemos hacer es transformar una parcela de tierra, no importa cuál, en un lugar acogedor, un lugar que acoja más vida”.
“Un día encontré lo que creí que era un crocus. A la mañana siguiente había decenas de ellos, pequeños fantasmas elegantes del tamaño y forma de una copa de vino, con sus pálidos tallos y sus corolas de un malva lechoso. Eran cólquicos, también conocidos como ‘quitameriendas’, que florecen en otoño, desaparecen y producen hojas fugaces en primavera. Esto explicaba la gran cantidad de bulbos amarillos que había visto justo por debajo de cada lecho”, escribe.
Su lectura produce una especie de placer inmediato, balsámico, hipnótico. No importa que no sepas qué es un crocus –planta bulbosa de la familia del iris y de la flor del azafrán, palabra de Wikipedia– ni los cólquicos. Hay una cadencia, una relación causa-efecto que, precisamente por desconocida para los no expertos, resulta fascinante.
Podríamos decir que Laing es una especialista en trazar un dibujo siguiendo una línea de puntos aparentemente dispersos, como aquellos pasatiempos tan fáciles y tentadores de la infancia. Ya lo había demostrado en libros como El viaje a Echo Spring –la relación del alcoholismo con la escritura de autores como Scott Fitzgerald, Carver, Cheever o Hemingway– o La ciudad solitaria, donde abordaba el fenómeno de la soledad en las sociedades contemporáneas.
En esos días, relee El paraíso perdido, el poema en prosa de John Milton, buscando el sentido del jardín originario, el Edén. “Cuando leía, a menudo experimentaba un alud de reconocimiento, no tanto en relación con la trama como con los distintos tipos de emoción profunda que afloraban una y otra vez. Las interminables alusiones clásicas eran como un matorral que una debía trepar o tratar de atravesar y, por el contrario, había momentos de puro sentimiento que, de alguna manera, desbordaban la historia o la nutrían como si fueran manantiales”. Se lo podemos aplicar perfectamente a su libro.
Su mirada es inteligente, analítica y poética, contagia curiosidad, y su escritura es lo que podríamos definir como extraordinariamente elegante: te hace acompañarla en esa aventura de descubrimiento, gozo y lentitud. Hace que todo parezca vivo, fértil, acogedor.
Hay muchos árboles en este libro, pero todos dejan ver el bosque. El jardín contra el tiempo, libro de la semana.
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