Reivindicación de Seguí
El obrero y sindicalista catalán vivió deprisa en años explosivos, pero intentó mantener la reflexión a pesar de todo
Portada de 'Apóstoles y asesinos'.
Cuando un libro nos conmueve, tras leer su última página y cerrarlo, nos quedamos un rato en silencio, como asimilándolo o queriendo prolongar las sensaciones que nos ha producido, atraparlas para poderlas evocar más veces en el futuro. Resulta una tarea muy complicada la de atrapar sensaciones, así que a veces intentamos prolongarlas buscando más sobre el tema del libro, sobre el personaje, la época histórica o la escritora o escritor.
A mí me sucedió recientemente con Apóstoles y asesinos, el libro de Antonio Soler sobre la vida de Salvador Seguí, el líder anarcosindicalista catalán de los agitados comienzos del siglo XX, más conocido como El Noi del Sucre. Topé con una entrevista que Juan Cruz le hizo en EL PAÍS, en la que me sorprendió leerle una opinión sobre los años narrados en el libro que no me esperaba en absoluto. Soler marcaba claramente distancias emocionales y políticas con las personas de cuya vida había dado cuenta. En el libro, la vida del Noi del Sucre es tratada con una delicadeza, con un respeto y hasta con una ternura que me parecía imposible sin un cierto compromiso con su causa. Visto con una cierta distancia, me admira esta “empatía intelectual” del escritor capaz de elegir una piel y situarse en ella, escribir desde ella. En este caso, escribir con cuidado pero con ritmo, con atención al contexto histórico y a los afectos y esperanzas de sus protagonistas.
La vida de Salvador Seguí transita el cambio de siglo en una España marcada por el conflicto social y el anquilosamiento institucional. Un sistema oligárquico y caciquil trataba de lidiar y contener la ampliación del país real, fundamentalmente por la aparición del movimiento obrero, que empujaba y organizaba las demandas populares a más velocidad y con más profundidad de lo que las élites eran capaces de gestionar. El movimiento de masas no fue en todo caso sólo una fuerza reivindicativa; constituyó el primer factor de lo que en otras ocasiones he llamado orden en la vida de los más humildes en España, llegando donde el Estado no llegaba: produciendo instituciones de ayuda mutua, de negociación para establecer normas en los lugares de trabajo o de generación de ateneos y círculos para la práctica popular del deporte, el excursionismo, la lectura o el teatro en barrios y pueblos.
Las fracturas sociales y territoriales, el rol cada vez más secundario de España en la escena internacional y el agotamiento de un sistema político carcomido por los arreglos privados frente a la soberanía popular colocaban a España en una crisis orgánica que finalmente desembocaría, años después, en la guerra civil y las cuatro décadas de dictadura franquista. El dato más importante para entender estos años en ebullición es, a mi juicio, el siguiente: los de arriba no sabían qué hacer para obtener el consentimiento de los de abajo; al país oficial le sobraba más de la mitad del país real. Así, las soluciones más retrógradas sólo alcanzaban a imaginar la construcción nacional amputando medio país: los de abajo representados como la “antiespaña”.
El Noi del Sucre fue un obrero y un sindicalista, dirigente de la Confederación Nacional de Trabajadores. En búsqueda de la transformación radical de la sociedad, el anarcosindicalismo en España fue la principal fuerza de construcción de una comunidad cultural y afectiva entre los trabajadores que fuese más allá de lo gremial o local, que los aunase en una voluntad compartida con referentes simbólicos e intelectuales propios y autónomos. Fue en ese sentido una fuerza “nacionalizante” de los sectores más desfavorecidos: tendente a su constitución en pueblo, en mayoría moral. Y tuvo la originalidad de constituirse no como copia o traducción inmediata de modelos de otros países sino con una fina y cuidadosa atención a las trazas culturales ibéricas, comenzando por una resistencia instintiva al autoritarismo. En España nos debemos, si queremos levantar un proyecto compartido, sostenible y cuidadoso, una relectura de las mejores tradiciones plebeyas en nuestra historia, en la que el movimiento libertario merece más atención de la recibida, más allá de los tópicos.
Salvador Seguí vivió deprisa en años explosivos. Y sin embargo su vida aparece en el magnífico libro de Soler como un intento de mantener la reflexión pese a todo, la escucha pese al ruido, la mirada larga pese a los días volcánicos que le tocaron. En la Barcelona de las pistolas, las prisiones, las huelgas y las noches en vela, Seguí, intelectual autodidacta, pintor hijo de trabajador de la tierra, continuaba con las conferencias, con el periódico, con las asambleas en tabernas o descampados. Los historiadores especializados concuerdan en encontrar varios Seguís, según los avatares de la lucha política y de su curiosidad intelectual le llevaban por unos u otros caminos de reflexión. Todos ellos, en cualquier caso, están atravesados por una destacada actitud de heterodoxia intelectual que le produjo no pocos roces en sus propias filas. Seguí el de las charlas con Layret y Companys, el de los intentos de entendimiento con los socialistas y Largo Caballero, el de las negociaciones con los gobernadores civiles y la patronal, el de las discusiones en el patio del penal en Menorca donde fue deportado, el de la persistencia en la organización sindical y en construir escuelas de formación para estar en condiciones de hacerse con las riendas de la administración de la vida en común. En todos ellos, subyace un Seguí puente entre distintos, un Seguí ávido de pensar mejor, de enriquecerse con más aportaciones y perspectivas, para, como dijese Gramsci, “adueñarse del mundo de las ideas para que las nuestras sean las ideas del mundo”. El Xavi Doménech historiador analizaba bien cómo, de manera sorprendente, en Seguí aparecen, antes de que las popularizara y desarrollara el intelectual sardo, algunos de los temas centrales de una visión de la política que pone el acento en la capacidad moral, cultural e intelectual de marcar el rumbo integrando a los diferentes en una mayoría nueva -inestable, mestiza, plural- y construyendo instituciones que la expresen y solidifiquen: la ardua tarea organizativa y cultural de convertir a los oprimidos en el corazón del país refundado.
En la figura de Seguí se reúnen la contundencia en el compromiso con los ideales con la flexibilidad en los caminos para llevarlos a cabo. Como un traductor que hace de puente entre las convicciones y su realización concreta en escenarios no elegidos. Quizás eso sea hacer política, hacer buena política. Al Noi del Sucre, hacerla para los anónimos, le costó la vida.
Apóstoles y asesinos. Antonio Soler. Galaxia Gutenberg, 2016. 440 páginas. 21,90 euros.
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