Expolio colonial en la selva de los mayas
Rodrigo Rey Rosa concibe una estupenda galería de personajes para esta historia en la que malamente conviven las comunidades mayas y el gobierno ladino
Buscadores de oro en México. W. KAEHLERGETTY IMAGES
Podemos acumular multitud de expresiones admirativas para hablar de la obra de Rodrigo Rey Rosa: tramas envolventes y pautadas con metrónomo; diálogos agilísimos con los que casi bailamos; oído para captar una lengua viva y variada; pertinencia y necesidad de los temas; destreza para aquilatar simultáneamente un estilo y una visión del mundo, que se afianzan en inteligentes lecturas de tradiciones literarias en español y otras lenguas… En esta historia en la que malamente —adverbio de modo y moda— conviven las comunidades mayas y el gobierno ladino, las corruptelas y depredaciones del país de Toó me recuerdan al Hammett que rebautizó Personville como Poisonville, a la vulnerabilidad de los antihéroes y al Marlowe de Adiós, muñeca, drogado, en un siniestro hospital psiquiátrico.
Mi ojo y mi prejuicio se fusionan con las sugerencias de un texto virtuoso en su vocación literaria y política: los escorpiones, con esa ponzoñosa dimensión metafórica que recorre la novela, también cumplen literalmente con el papel que les corresponde en un pasaje electrizante. Del mismo modo encontramos la reivindicación del comunismo maya. El narrador, para delimitar la luz, nombra sin ambages la oscuridad y, frente a la perversa fantasía de que el pobre lo es por su indolencia y su propensión al alcoholismo, prevalece lo que de verdad nos empobrece: “Las grillas económicas, que los forzaban a endeudarse; los mercados de esclavos en Libia; la defenestración del último presidente norteamericano; la proliferación de los drones; la minería extraterrestre…”.
La preocupación ecológica y la defensa de la cultura maya conducen a la enumeración/disección de la maldad: expolio, robo, rapiña, contaminación por cianuro de aguas y tierras de las que se extrae oro, asesinatos por encargo, pisoteo de los débiles. El narrador rescata voces antiguas: “Viven de la sangre de la gente. Se comieron a mi padre. Así han hecho desde antes”. Pienso en Conrady en las selvas, en el delgado límite entre colonizar e invadir, en la violencia que nutre este relato, y entiendo la importancia de los coches en El país de Toó: el Audi, el Cherokee verde, el Alfa Romeo amarillo chillón. Símbolos de un exhibicionismo que con su pisada taja la selva y ciertos modos de vida. La puntada siempre con hilo de la mejor literatura.
Sin relativismos, Rey Rosa concibe una estupenda galería de personajes, entre los que destaca El Cobra, romántico, bastardo, instruido, tierno matón, diestro en el manejo de esos bucles internáuticos sin los que ya no se puede escribir novelas negras ni de ningún otro color; un antihéroe que funciona como antisocial y solitario contrapunto de una comunidad que, sin embargo, lo seduce.
La bondad ideológica de estas páginas se traduce en un estilo que no es ingenuo, pero sí transparente: las voces se superponen en una síntesis de narraciones legendarias, relatos de fantasmas, antropología y noir político que cuestiona el concepto de verosimilitud. Rey Rosa asimila los símbolos y estrategias de la novela iberoamericana más potente y sabe que “vivimos varias vidas que se yuxtaponen, se cortan y se entrelazan de manera misteriosa”, y que los nuevos realismos son una aproximación sincrética a esa afirmación.
El país de Toó. Rodrigo Rey Rosa. Alfaguara, 2018. 304 páginas. 18,90 euros.
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