Los conservadores de la imaginación
Gregorio Luri reduce la diferencia entre tradicionalistas y progresistas a que los primeros poseen un sentido común y una prudencia de los que carecen los segundos
El presidente de la República, Niceto Alcalá Zamora, y el ministro Fernando de los Rios, en la visita a una escuela en 1932. EFE
José Luis López Aranguren, el intelectual español que durante el tardofranquismo y los inicios de la Transición más y mejores reflexiones publicó sobre la ética de la política, solía decir que él era un conservador de izquierdas. Siempre me gustó esa definición, evocadora de otra que oí en mis tiempos de estudiante en Londres a un miembro del Labour. Se apodaba a sí mismo como liberal progresista, en un intento de no ser confundido con el ala izquierda de su partido. Uno y otro trataban de explicar a su modo que no estaba reñida la defensa del sistema y el mantenimiento de los valores tradicionales con un decidido propósito de reforma que mejorara la vida de las gentes.
Recordé estas definiciones, tan aparentemente ambiguas o contradictorias, cuando leí el reciente ensayo de Gregorio Luri La imaginación conservadora. Se trata de un libro relativamente espeso que parece más que otra cosa el compendio y reseña de las amplias lecturas que a lo largo de su vida ha llevado a cabo el autor, con indudable provecho que no le exime de cierta confusión conceptual. Al margen de determinados fervorines patrióticos y un honesto compromiso con la democracia, se echa a faltar una propuesta concreta que resulte útil para el análisis del tormentoso tiempo político que vivimos, que constituye desde luego un clima favorable para publicar libros de este género. El propio título de la obra parece más un homenaje a la mercadotecnia (¿imaginación de los fachas?, se preguntan algunos) que al contenido de sus más de 300 páginas.
Para ser justos hay que reconocer que Luri insiste en distinguir los conservadores de los reaccionarios, aunque a la postre estos constituyen más o menos una desviación culpable de los postulados de los primeros. Para él los valores básicos de los conservadores consisten en los que representa el comportamiento de la gente corriente. El ciudadano medio, necesitado de verse confortado en su propia condición, liberado del miedo y reconocido en su memoria personal y colectiva, es a la vez el sujeto pasivo y la energía oculta de la derecha, término este cuidadosamente evitado en el relato del libro. Se trata de alguien para quien el universo de los valores palidece frente al brillo de las virtudes cotidianas, entre las que sobresale la satisfacción por la obra bien hecha. De modo que los conservadores en política fundamentan su acción en el “conservadurismo temperamental de la gente ordinaria”, que les lleva a ejercer como a nadie el sentido común. “El hombre medio no es infalible”, dictamina, “pero puede ser prudente”, y la prudencia es el comportamiento político más adecuado y útil en la acción política, frente al ajetreo revolucionario.
No discuto ahora, aunque bien podría, lo acertado o no de estas reflexiones, pero es obvio que para comportarse prudentemente no hace falta mucha imaginación, sino más bien todo lo contrario. Con lo que uno llega a la conclusión de que la creatividad conservadora anunciada en la portada del libro no es sino una especie de truco publicitario. No hay que inventar ni imaginar nada para mantener el intento de defender lo nuestro, lo de casi siempre. Los héroes del pensamiento conservador para Luri son Balmes, Feijóo, Donoso Cortés, Maeztu y Menéndez Pelayo, aunque también Unamuno a ratos; los líderes políticos a admirar, Cánovas, Canalejas y Dato. La Institución Libre de Enseñanza es retratada como una especie de escuela para niños pijos y progres, aunque se desprende una cierta admiración por Fernando de los Ríos, de quien valora la anécdota de que fuera capaz de compartir vino y queso con unos labriegos durante un viaje por España con Chesterton. Al parecer la facundia castellana de aquellos comensales le habría hecho exclamar al inglés algo así como: “¡Qué cultos son estos analfabetos!”. Frase por lo demás difícil de interpretar donde las haya, pues no se sabe si es elogiosa o crítica, ya que al mismo tiempo se alaba la meritocracia que De los Ríos quiso implementar en el sistema educativo.
Sentido común y prudencia constituyen la columna vertebral del pensamiento conservador, según Luri. Esta afirmación parece excluir de semejantes comportamientos a los progresistas, innovadores casi atolondrados, más apegados a lo moderno o lo que se lleva simplemente por el hecho de serlo, deseosos del cambio por el cambio antes que prestos a llevar a cabo las reformas por ellos prometidas que, finalmente, serán implementadas por los partidos de la burguesía. La lectura lleva a uno a la conclusión de que los conservadores tienen muchas virtudes, entre las que no son pequeñas las del apego a la familia, al terruño y a su propia y particular historia personal. Pero la imaginación brilla por su ausencia, de modo que los progresistas seguirán siendo los auténticos conservadores de la misma.
La imaginación conservadora. Gregorio Luri. Ariel, 2019. 288 páginas. 17,90 euros.
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