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Estábamos dulcemente enfrascados esta semana en la lectura de El barón Wenckheim vuelve a casa, dejándonos mecer por los meandros centroeuropeos de la prosa de László Krasznahorkai, cuando una Alerta Cultural™ de intensidad ocho perturbó nuestra concentración.
Al parecer, el insidioso uso de la creación de imágenes mediante la llamada Inteligencia Artificial de alguna forma había conseguido traspasar la fase de producción indiscriminada de carteles de festejos y fiestas patronales y se había extendido a la elaboración de un ¡cómic! realizado íntegramente con sus aprovechateguis métodos, y que ese presunto cómic iba sobre la historia de una de nuestras pinturas murales favoritas, El cielo de Salamanca, y que ese improbable cómic se estaba mostrando, con su inauguración y todo, aquí al ladito, en la Sala de Exposiciones de la Universidad de Salamanca, promotora de todo esto.
Como grandes aficionados al cómic, a la pintura y a las reacciones espontáneas hemos leído en redes un amplio abanico de comentarios negativos: dejando a un lado a los que quieren ver el mundo arder, se han pronunciado un montón de profesionales como el crítico Álvaro Pons, el dibujante y autor David Aja –que estudio Bellas Artes aquí– o la Sectorial del Cómic, miembros del ámbito académico y apasionados de la mofa como Andrés Trasado (“Expondréis, pero no convenceréis”) y alguien que ha acuñado un sonoro “Usal y tiral”.
Crispa al sector la falta de ética en la vulneración de derechos de autor en el entrenamiento de los modelos de inteligencia artificial generativa, un tema sensible desde hace meses en el ya castigado mundo del cómic y la ilustración. Fastidia a todos que para un proyecto creativo se recurra a una solución fácil que aplana cualquier capacidad expresiva artística y arroja una estética uniformadora, recurrente, estéril tanto para la creación como para la contemplación, un concepto utilitarista y empobrecedor del arte que lo aleja de cualquier posibilidad de experiencia estética.
Entristece aquí, en fin, que la principal institución cultural de la ciudad –un gran poder conlleva una gran responsabilidad– inaugure su curso académico artístico con esta galería tan esperpéntica, en una sala que fue durante alguna década un referente internacional del arte fotográfico de vanguardia. No sabemos si esto marca una tendencia, nos gustaría que no fuera así. En todo caso, si este experimento se llega a publicar como libro, ya sabes dónde no lo vas a encontrar.
Libro de la semana
Todo se entiende mejor si al lado de todo lo explicado arriba pegas el segundo párrafo del acta del jurado del último Premio Formentor de las Letras: “Por sostener la potencia narrativa que envuelve, revela, oculta y transforma la realidad del mundo, por dilatar la versión novelesca de la enigmática existencia humana, por convocar la vigorosa lectura de una compleja fabulación y construir los fascinantes laberintos de la imaginación literaria, el jurado declara Premio Formentor 2024 al escritor húngaro László Krasznahorkai”.
Y aún más: “Sus estructuras narrativas y su estilo detallista, lento y dilatado, manifiestan la energía creativa de una literatura ajena por completo a la influencia industrial del divertimento (…). Sus obras nos devuelven la virtuosa flema de la lectura y la contemplación de lo extraño, solemne, letárgico, oscuro y voluptuoso que palpita en el corazón del hombre. Nuestro autor renueva así la autoridad estética de la gran literatura”.
Sería hacer trampa enfrentar a una vulgar IA con uno de los grandes escritores contemporáneos, pero creemos que la idea se entiende: el arte va más de revelar que de mimetizar, de ocultar que de mostrar, de hacerse preguntas que de obtener respuestas simples y efectivas. La imaginación es compleja, ahí está su gracia, y la imaginación artística consiste en construir formas originales de expresar una visión personal del mundo.
En fin, que hemos pasado una semana preciosa con El barón Wenckheim vuelve a casa, una novela que László publicó en 2016 y que ahora ha traducido Adan Kovacsics. Si leíste Tango satánico, vas a reencontrarte con Gyula treinta años después: ya no está el dictador Kádár, pero el pueblo sigue esperando un mesías que le guíe, incapaz de tomar su propio destino, “eternamente; todo lo que dure”.
Hay al principio de la novela una advertencia: una especie de director de orquesta les dice a sus músicos que deben informarle de todos los detalles relacionados con la obra que van a acometer, todos, hasta los más nimios. A cambio, les ofrece un tipo de sufrimiento que no empañará la consecución final de la obra. Podría ser una especie de metáfora de toda la creación humana, podría ser un trasunto de la propia novela.
Krasznahorkai narra una trama –la llegada de un barón vividor en horas bajas desde Argentina– a cámara lenta y a la vez la trufa de historias mínimas que de desarrollan como si todos los personajes tuvieran algo que decir en una especie de carnaval grotesco. El monólogo desorbitado y el diálogo con uno mismo casa con la narración lineal, la vanguardia con la tradición clásica de la novela. Ahí se encuentra el húngaro: poniéndole la inyección del siglo XXI al estilo narrativo centroeuropeo de toda la vida.
Su estilo te absorbe, hay que montarse en esa barcaza y dejarse llevar por un río caudaloso, de esos que en algún momento parecen inabarcables. Si no lo has probado, es nuestra sugerencia de hoy. Esta o cualquier otra de sus novelas, muy bien publicadas todas por Acantilado.
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