Eterno y brillante trotamundos
El último disco de Beirut suena a carnaval que recorre unas callejuelas y transforma la alegría en algo profundo
Zach Condon (en segundo término), en el estudio de grabación de Berlín. OLGA BACZYNSKA
Una serie de afortunadas desdichas, y dos años de atribulada y lenta cocción vital, de viajes y ciudades (París, Roma, Nueva York, Berlín), cómo no, tratándose de Zach Condon, el tipo que siempre tiene un pie en todas partes, están detrás del álbum que, para el músico de Nuevo México, es una catártica mezcla de sus viejos discos y los nuevos, un viaje desde el fundacional Gulag Orkestar (2006) hasta el más cercanoNo No No (2015), un anuario de recuerdos desordenados en el que amontonar una década de exploración y búsqueda, de fusión y encuentro entre su Oriente y su peculiar Occidente, entre un folk con raíces en todas partes, y una electrónica lo-fi a la que le gusta tender a no encajar, al desafinado, a la no armonía.
Todo empezó con la recuperación del viejo teclado Farfisa —un tipo de teclado que estuvo algo de moda entre los sesenta y los setenta— con el que Condon había compuesto sus primeras canciones y con el que realizó, por ejemplo, la paisajística ‘Landslide’, uno de los temas mejor definidos de este Gallipoli, álbum, que, por cierto, debe su nombre a una isla medieval. La isla está en Italia, país en el que se grabó la parte final de un disco que empezó a gestarse en Westchester a finales de 2016, en la misma línea en la que se había desarrollado su anterior álbum, y bajo los mismos mandos —los de Gabe Wax (el tipo que está detrás de Crack-Up, de Fleet Foxes)—, con la intención de “llevar cada sonido al límite”.
Experimentar desenfocando (‘On Mainau Island’) en una jam con cierto aire caribeño (‘Corfu’), jugar a dibujar una tristeza luminosa (‘When I Die’) o volver al folk del ukelele que primero se muestra desnudo (‘Varieties of Exile’) y luego va vistiéndose hasta colarse en la lista de los clásicos de Beirut (como ‘Postcards from Italy’), a todo y más le dio forma Condon ya instalado en Europa —porque uno puede romperse el brazo por quinta vez al caerse del monopatín en Brooklyn y decidir que, puesto que no va a poder seguir grabando, pasar unos días en Berlín y adorar hasta tal punto esa ciudad que acaba quedándose—, y convencido de estar disfrutando de “la vieja felicidad” de concebir la música “como una experiencia visceral”, pura intuición y acto de exégesis del eterno trotamundos (‘Family Curse’).
Dice Condon que la inspiración para el tema que da título al disco (el central e indispensable ‘Gallipoli’, el más redondo de todos) surgió al coincidir, toda la banda, con una procesión que recorría las calles de la isla de Gallipoli, y en la que participaba todo el pueblo, y un poco a eso suena no sólo el tema, sino todo el disco, a pequeño carnaval que recorre callejuelas —con sus trompetas y su confeti, sus pasos cansados y sus medias sonrisas—, y contiene la alegría, la transforma en algo profundo y fuera de lugar, a amplificadores rotos y pedales de eco espacial. Algo que suena a la vez al Beirut más experimental y al más puro (y recargado).
Beirut. Gallipoli. 4AD.
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