IN MEMORIAM OPINIÓN
Humberto Ak’abal, gran poeta maya-quiché
El autor, que escribía en el idioma de la mayor comunidad indígena de Guatemala, falleció el 28 de enero a los 66 años
El poeta guatemalteco Humberto Ak'abal en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, México, en 2016. ULISES RUIZ BASURTO EFE
Humberto Ak'abal (1952-2019) ha sido pastor, tejedor, vendedor ambulante de mantas y ponchos. Después de la temprana muerte de su padre, emigró a la capital para ayudar con el escaso salario de peón a su madre y a sus hermanas menores en Momostenango, una aldea en el Altiplano de Guatemala. Desde muy joven leía todo lo que podía encontrar: hojas sueltas de periódicos, trozos de libros tirados en el basurero, novelas de Zola y Tolstói encerradas por su abuelo en una caja por temor a que las letras impresas pudieran hechizar a quien intentara descifrarlas. El pasado 28 de enero Ak'abal falleció, a los 66 años, en un hospital de la ciudad de Guatemala, y me cuesta aceptar que la tierra seguirá girando sin él.
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En la capital comenzó a escribir poemas, en maya-quiché, el idioma de la mayor comunidad indígena de Guatemala, que aún hoy es despreciada por la clase dominante. Ya en su primer libro, El animalero (1990), se encuentra todo lo que ha caracterizado a su poesía: el lenguaje sencillo y preciso; la mirada exacta a los hombres, objetos, faenas; el amor por la naturaleza; el interés por los fenómenos sobrenaturales; el sentido de humor; la compasión por los pobres y explotados; el fino oído para los sonidos, las voces y los cantos de los pájaros, que reproducía en versos onomatopéyicos. Durante mucho tiempo fue despreciado por los escritores de su país. Se burlaron de él por ser indígena, por ser pobre, por arrastrar una pierna –como secuela de la poliomielitis que había sufrido de niño–, por el atuendo maya que vestía. Y les molestó que fuera reconocido como poeta, incluso en países tan lejanos como Japón, Austria e Israel, a pesar de expresarse en una lengua considerada inadecuada para la creación literaria.
En contraste con la discriminación que sufría por parte de la élite intelectual de Guatemala, se ganaba el respeto de la población indígena. Fue invitado a leer sus poemas en el lago de Atitlán, desde un bote durante cinco horas frente a centenares de personas agrupadas en la orilla. En otra ocasión lo llevaron, en Chiapas, el día de Todos los Santos a un cementerio, y la gente levantó las tapas de las tumbas para que también los difuntos pudieran escucharle. Que los ancianos de Momostenango decidieran cambiar el nombre del monte Panclom por el suyo, irritó de nuevo a sus enemigos que consideraban tal distinción como una blasfemia. Aunque evitaba cargarlos con reivindicaciones sociales, sus poemas aparecieron a menudo en los muros de la capital, pintados por manos anónimas.
Lo llevaron, en Chiapas, el día de Todos los Santos a un cementerio, y la gente levantó las tapas de las tumbas para que también los difuntos pudieran escucharle
De todos los amigos escritores, Humberto fue el que me daba la mayor felicidad, por su poesía, que me encantaba traducir, por su ternura, por sentirle cerca incluso cuando nos separaban miles de kilómetros. También por compartir su mundo conmigo: cuando me llevó a Momostenango, a principios de los años noventa, conocí a la gente y las cosas que pueblan sus poemas y cuentos: al abuelo, un sacerdote maya; a la madre que sabía interpretar el murmullo de las hojas y el crepitar de la leña quemándose; a las muchachas lavando ropa en el río; al enano que tocaba el gran tambor en la orquesta del pueblo; a las gallinas, perros, tortugas, piedras, barrancos y caminos; incluso a alguno de los espantos malvados o traviesos que solían asustar a los vecinos. Estuve allí, en Momostenago, cuando se enamoró de una joven suiza, Nicole Bieri, quien adoptó el nombre maya Mayulí. La volví a ver muchos años después, en un recital de Humberto en St. Gallen, y entonces conocí también a su hijo Yannik, Nakil en quiché, un chico fascinado por la historia contemporánea y heredero del buen humor de su padre.
El período transcurrido entre un encuentro y el otro fue tormentoso y amargo: al rechazar, a comienzos de 2004, el Premio Nacional Miguel Ángel Asturias debido a unas declaraciones racistas de Asturias en su tesis sobre El problema social del indio, recibió amenazas de muerte, por lo que tuvo que exiliarse con su familia en Suiza. Años después de su regreso volvieron a amenazarle, esta vez con secuestrar a su hijo en caso de que se negara a pagar un rescate. Por la impunidad reinante en Guatemala, no le quedó otra opción que sacar a Nakil y Mayulí del país. Desde entonces, la familia solo se veía ocasionalmente, cada vez que Humberto era invitado a dar recitales o talleres en Europa. Para él, Momostenago seguía siendo el centro de su vida.
Estuve completamente de acuerdo con la propuesta del escritor austriaco Karl-Markus Gauss, hace ya muchos años, de otorgar el Premio Nobel de Literatura a Humberto Ak'abal. Por una vez hubiera sido una decisión justa y valiente. Además, con tal distinción se hubiera reconocido a todas las literaturas indígenas ninguneadas por los poderosos. Una de las aficiones de Humberto era coleccionar libros diminutos, del tamaño de una uña, que guardaba en un estante de su casita. Me describió el deleite de su madre analfabeta cada vez que miraba esas pequeñas maravillas. Le tenía guardado un ejemplar del libro más pequeño del mundo –de hace década – que me había legado mi madre. Se lo quería dar la próxima vez que nos viéramos. Pero eso ya no va a pasar.
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