Entrada al Templo de la Nube Blanca.
Aroma de incienso en el Templo de la Nube Blanca
El Templo taoísta de la Nube Blanca de Beijing acoge durante los tres primeros días del Año Nuevo Lunar chino a multitudes que acuden a lanzar monedas de cobre de la buena suerte a una pequeña campana. Un momento ideal para observar atentamente las costumbres de un pueblo milenario y admirar en silencio un fantástico ambiente dominado por una nube de incienso blanco y aromático.
Un artículo de César Rancés
Uno de los acontecimientos más importantes y esperados de cuantos se celebran durante la Fiesta de la Primavera china (春节 o chūnjié), también llamada Año Nuevo Lunar chino, es el de las ferias-mercado a la entrada de los templos. En Beijing, uno de los encuentros callejeros por excelencia es el del Templo de la Nube Blanca (白云馆 o báiyúnguǎn), donde los monjes taoístas dan la bienvenida a propios y extraños bajo un baño de incienso y al compás de las monedas de cobre de los buenos deseos.
El Templo de la Nube Blanca de Beijing, santuario principal de la secta taoísta Quanzhen y del centro de la sub-secta Longmen, lejos de estar a las puertas de una gran avenida o de unos de los tantos parques modernos que siembran la ciudad, se encuentra metido entre callejones retorcidos de un barrio tradicional y obrero al sur de la ciudad.
El primer día del primer mes del año del calendario lunar chino, un gran cartel anunciando la feria-mercado da la bienvenida a los miles de visitantes que, como marca la tradición, acuden a él ávidos de novedades, ganas de comprar artículos de artesanía, comerse un palo de manzanas caramelizadas o degustar un buen trozo de queso de soja apestoso.
Cada vendedor pregona más alto que su competidor la mercancía expuesta y se disputan valerosos los potenciales compradores que miran con recelo la vasija de cerámica blanquiazul de dudosa procedencia, el libro enciclopedia ilustrada rebajado hasta la ganga, la antigualla que de costumbre no parece llevarse nadie o los pantalones a juego con una sudadera de marca desconocida a precios propios de una aldea del interior.
Los musulmanes de la minoría uigur de Xinjiang tienen burros en las cercanías del templo y por un par de billetes de un yuan llevan hasta la entrada del santuario a los clientes de mayor edad abriéndose camino por entre la apelotonada multitud.
Un grupo de ancianas con la cara arrugada ofrece paquetes de barritas de incienso a poco precio, sabedoras de que irremediablemente iremos a parar al templo donde se queman toneladas del mismo en grupo de a tres.
La entrada del templo, engalanada con tiras de banderas rojas de la suerte, símbolos de buen augurio y pareados destinados a ahuyentar los malos espíritus, sirve además de antesala para todos aquéllos que provistos de una cámara se apresuran a hacer fotos antes de admirar lo que pasa dentro del edificio.
Una masa humana se agolpa en la puerta principal custodiada por varios guardas de seguridad que controlan el acceso de los visitantes. Cientos de personas hacen cola para tocar por un segundo una voluta de piedra del pórtico principal con la fuerte convicción de ser agraciados con la verdad absoluta.
Tras él, el sonido del incesante soniquete metálico de una campana nos hace pensar en un mundo celestial que no está en éste. Cuando nos acercamos a observar curiosos la procedencia de tal estridencia, contemplamos boquiabiertos a decenas de chinos lanzando monedas de cobre de la buena suerte a una pequeña campana que cuelga del ojo del puente. Eso es lo que manda la tradición hacer ese día.
Entre empujones y codazos logran llegar hasta la baranda de la fosa y cargados con puñados de monedas las lanzan una a una intentando alcanzar el objetivo. Si se toca la campana y se la hace sonar, el deseo se cumplirá, si sólo se consigue dar en la enorme moneda que la rodea, tendrás suerte, pero no tanta.
Una enorme nube de incienso envuelve todo el ambiente y anuncia el comienzo de los rezos y las plegarias. Una gigantesca pira repleta de barritas aromáticas envuelve el incensario y lo cubre con su fuego purificador.
Multitud de personas, en cuclillas o de pie, repiten sus genuflexiones y con las palmas de las manos juntas rezan y piden salud y prosperidad en el año recién comenzado. El rito parece más extraño aún si tenemos en cuenta que China, el país más poblado de la tierra, se declara aconfesional y rechaza cualquier tipo de religión tachándola de superstición.
Monjes ataviados con ropajes largos y un gorro negro bajo el que esconden largos cabellos recogidos en un moño, cara seria y silenciosa, vigilan que la gente no tire incienso fuera de los recipientes o que nadie se salga de la ruta establecida. Controlar una masa humana de tales proporciones no es tarea fácil, por lo que en más de una ocasión se enfrentan con creyentes que pretenden tocar las estatuas o rezar en lugares inadecuados.
El Templo de la Nube Blanca, fundado en el año 793 durante la dinastía Tang (618-907) y sede de la Asociación de Taoísmo de China, alberga en su interior un hospital de medicina china y está dividido en tres pabellones menores. Es, sin duda, uno de los lugares más entrañables y menos visitados de Beijing, al contrario del Templo Lama (雍和宫 o Yōnghégōng), obra cumbre del budismo tibetano en la capital china.
Frente al pabellón principal, donde se guardan las mejores estatuas doradas, un grupo de artistas representa una boda tradicional haciendo a los presentes viajar en el tiempo y trasladándoles hasta una película de Zhang Yimou tipo La linterna roja o Sorgo rojo.
Por un módico precio te paseaban con su balancín nupcial al compás de una música producida por un par de flautas chinas. El balanceo producido por los cuatro porteadores vestidos de época recuerda los rituales clásicos de la dinastía Ming (1368-1644).
El flujo de personas hacia este lugar dura al menos durante los tres primeros días del Año Nuevo Lunar chino. Es un momento ideal para observar atentamente las costumbres de un pueblo milenario y admirar en silencio un fantástico ambiente dominado por una nube de incienso blanco y aromático.
Según los registros históricos, el emperador Xuanzong (712-756) de la dinastía Tang mandó erigir una estatua de piedra a la figura del filósofo Laozi y un templo para albergarla llamado Tianchang, el cual fue destruido en 1202, sobreviviendo sólo la estatua de dicho “viejo maestro”. Gengis Kan (1162-1227), emperador de la dinastía Yuan (1279-1368), invitó a Qiu Changchun -también llamado Qiu Chuji- a vivir en el templo a su regreso de su encuentro en el norte de Afganistán.
De vuelta en Beijing en 1224 encargó la restauración a su discípulo principal, Wang Zhiying. Una vez completada la reconstrucción se le dio el nombre de Palacio Taiji. A la muerte de Changchun sus restos fueron enterrados al este del palacio y se construyó sobre el lugar el Pabellón Chushun, luego renombrado por Genghis Khan como Pabellón Changchun, en memoria del ilustre monje taoísta, discípulo de Wang Chongyang y fundador de la sub-secta de la Puerta del Dragón.
Con el paso del tiempo se añadieron otros edificios en torno al Pabellón Changchun y en la dinastía Ming (1368-1644) finalmente adopta el nombre de la Nube Blanca. El templo tal como se conserva hoy es básicamente el mismo tras las renovaciones sufridas durante las dinastías Ming y Qing (1644-1911).
Consejos útiles
El Templo de la Nube Blanca está situado en el suroeste de Beijing entre callejuelas y barrios tradicionales. Para acceder a él se puede llegar en metro hasta la estación Muxidi (木樨地) de la línea 1 (roja), después se camina por la calle Baiyun (白云路) hacia el sur, se cruza un canal, y al poco a la izquierda está el callejón que te conduce directamente hasta la entrada principal.
Publicado originalmente en:Revista Instituto Confucio.Número 10. Volumen I. Enero de 2012.Leer este reportaje en la edición impresa
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