lunes, 25 de marzo de 2019

Esperando a Cecilia | Babelia | EL PAÍS

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Esperando a Cecilia

La última novela de Antonio Muñoz Molina, ‘Tus pasos en la escalera’, que tiene algo de latente distopía y bastante de relato de misterio, está narrada en una prosa rica y fluida

Antonio Muñoz Molina, visto por Sciammarella.
Antonio Muñoz Molina, visto por Sciammarella
Todas las novelas de Antonio Muñoz Molina cuentan la historia de un protagonista y un destino, y todas tienen en cuenta que en cada destino hay una mezcla convergente de empeñosa voluntad que lo elige y de fatalidad que se cumple. En una primera etapa de su narrativa, el ámbito de ese encuentro del protagonista y su sino era el de la historia, ya fuera por la necesidad de entender la del pasado cercano de su país o por la de apropiarse de las claves del más confuso relato del presente. La plasmación más conocida del primer propósito quedó en Beatus Ille y El jinete polaco, mientras que la sospecha de que la realidad histórica había empezado a ser un sumidero de horrores privados anduvo en las páginas de Plenilunio, uno de sus relatos más conmovedores. Luego se hizo más obviamente patente en el reportaje Ventanas de Manhattan y el relato autobiográfico El viento de la Luna. El mundo no es igual después de septiembre de 2001, cuando empezó a escribir la historia del delirio de los iluminados y el aturdimiento de los políticos incapaces. Hoy Muñoz Molina no es el único gran escritor europeo que explora ese cambio de escenarios y le busca su expresión adecuada; hasta ahora había preferido el relato caudaloso, entretejido de varias historias, pero esta vez ha optado por la concisión. El mundo sigue siendo múltiple, pero el héroe es único.
La magnética y sostenida andadura de Tus pasos en la escalera tiene algo de latente distopía, bastante de novela de misterio con base psicológica (como las mejores de Georges Simenon) y se hace anteceder de un título que nos hace pensar en un clásico de la novela negra. La frase que abre el relato —“Me he instalado en esta ciudad para esperar el fin del mundo”— lo anticipa todo. Un hombre acongojado ha llegado a Lisboa desde Nueva York para hacer más grata la espera de la catástrofe. Le han echado de un trabajo burocrático en el que no creía demasiado y espera a su mujer, Cecilia, mientras reconstruye exactamente el apartamento que ambos ocuparon en Nueva York, con sus libros, sus objetos y los fetiches de su convivencia. Es un conjuro de una felicidad pretérita que, sin embargo, parece verosímil y coherente, aunque no sepamos muy bien de dónde salen el servicial Alexis y sus ayudantes, capaces de lograr el milagro de la reconstrucción. Y es que, desde aquella primera frase categórica, todo este relato disemina las sospechas de que algo no es como parece en la ceremonia de restitución del pasado. Y cuyos preparativos interrumpen a menudo las noticias de temperaturas abrasadoras, incendios forestales o huracanes devastadores en algún lugar del planeta. Y confirmaciones de la deriva política de un mundo distinto y peor. En los últimos días neoyorquinos, el narrador ha visto cómo los clientes de Granmercy Tavern —donde él está tomando una copa con su mujer— aplauden a Michelle Obama, que ha salido de un comedor reservado, con su “majestad de velero, muy alta” y “con una sonrisa que no era del todo escénica”, halagada por los suyos mientras “una parte peor vestida y educada y alimentada de sus conciudadanos acababa de elegir presidente a Donald Trump”.
Esperando a Cecilia
La esperada Cecilia trabajará en Lisboa en lo que era su ocupación en Estados Unidos. Se dedica a unos estudios de neurología que buscan el fundamento fisiológico de la memoria y los orígenes del miedo. Y no deja de ser revelador que el autor esparza aquí y allá las noticias de los conocimientos de Cecilia para dinamitar lo que, en el fondo, ha sido el principio vital de sus novelas anteriores: el poder clarificador y ordenador de la memoria. El capítulo XX de este relato —donde el protagonista experimenta la inminente desintegración y la poca fiabilidad de la suya— marca la pérdida de la confianza del lector, que empieza a barruntar el inicio del caos. La visita de Dan Morrison —homosexual, refinado, triunfador…— hace patente ese cambio que se confirma, unos capítulos más allá, en la fiesta de un palacio dieciochesco recién restaurado, al que ha sido invitado el protagonista por su amigo, en un atardecer que decora un espectacular eclipse de luna. Las páginas que narran el festejo son una carnavalesca burla de la mezcla de despilfarro y zafiedad que asociamos hogaño a ciertas comparecencias de la palabra “cultura”. Y recuerdan en algún momento aquellas fantasías caricaturescas del glorioso final de Roma, de Federico Fellini, que ha revisitado 40 años después —con menos poderío— Paolo Sorrentino en La grande bellezza (2014). En ese momento comienza la deriva del protagonista: “Soy un aspirante a Montaigne y a Robinson Crusoe y al capitán Nemo equipado en mi retiro con una biblioteca excelente, una conexión wifi, un portátil y una smart TV. Cierro la puerta de mi casa al volver cada noche (…) con la tranquilidad de que nadie más tiene llave, como cerraba el capitán Nemo la escotilla de su submarino y el almirante Byrd la de su cabaña bajo la tierra congelada”. Y así avanzamos en derechura a un final que no lo es, sino una suspensión del discurso de quien narra: una inminente llegada y un augurio que presentimos nada feliz.
Tus pasos en la escalera es una novela intensa, bien medida en su extensión y narrada en una prosa rica y fluida (pero nunca profusa), sabia en la administración de sus silencios y transiciones, siempre oportuna en la utilización de los inquietantes descubrimientos médicos que tanto tienen que ver con el relato. Recomiendo vivamente leerla de un tirón.
Tus pasos en la escalera. Antonio Muñoz Molina. Seix-Barral, 2019. 319 páginas. 19,90 euros.

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