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Piscinas: trampolines hacia el arte
Varios libros y exposiciones se centran en estos escenarios que también alimentan la literatura y el cine
Un grupo de escolares observa la instalación 'La pileta', de Leandro Erlich, mientras otros visitantes la recorren por dentro. KEIZO KIOKU (MORI ART MUSEUM, TOKIO
Todas las piscinas producen un gozo similar, pero cada piscina contiene en sí misma su propia desgracia. No es una frase de Tolstói —aunque es sabida la inveterada afición del pueblo ruso por las piscinas de agua helada—, sino una paráfrasis muy conveniente para abordar el asunto de estos refrigerantes escenarios de sublimidad y castigo que el imaginario de artistas y cineastas identifica con espejos al borde de la juventud, donde el deseo y su negación colisionan. Acotadas, evanescentes, las piscinas tienen una extensión infinita, en el sentido de que son tan inmensas como uno pretenda. Narcisistas y maternales, no le deben nada a la naturaleza.
La película de Billy Wilder El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard en la versión original, 1950) comienza con el plano de una acera y una voz en off que explica que se ha cometido un crimen en una de las mansiones del bloque y se ha encontrado el cadáver de un joven, “un simple guionista que siempre quiso tener una piscina. Bueno —aclara con burla intrigante—, al final la consiguió, sólo que el precio resultó ser un poco alto”. Le sigue un fundido en negro y la voz (que en realidad es la del muerto) empieza a narrar cómo ocurrió todo, en un flashback que se extiende hasta la escena final, en la que Norma Desmond (Gloria Swanson) persigue por las escaleras de su vieja y oscura casa a Joe Gillis (William Holden) y al llegar al jardín le acribilla por la espalda.
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El virtuoso Wilder, que ya ha ganado dos Oscar como guionista y director por Días sin huella (1945), quiere rodar un plano contrapicado (visto desde abajo) del cadáver en la piscina, y otro desde arriba donde se vea a un grupo de policías y un fotógrafo (Weegee, o su “personaje”, rondaba por aquel Hollywood) que observan el cuerpo. Técnicamente, la primera toma resulta sumamente complicada. “El plano que quiero es el punto de vista de un pez”, le exige Wilder a su director artístico, John Meehan, y este encuentra la solución en una revista de pesca: vaciará la piscina, cubrirá el fondo con un espejo —los azules no reflejaban lo suficiente— y la volverá a llenar. Después, construirá una pasarela para poder realizar la toma aérea con un ángulo de unos 48 grados. El agua debía estar casi helada —un inconveniente que Holden soporta como un campeón— para lograr la máxima nitidez de imagen. El filme termina con la exitosa toma subacuática del cadáver flotando boca abajo seguida de la imagen de la actriz que exhala su último y cegador destello: “Bien, señor DeMille, estoy lista para mi primer plano”.
Jay Gatsby también es asesinado en el jardín de esencia griega de su mansión en Long Island. F. Scott Fitzgeralddescribe el momento posterior al crimen con un tono naturalista, casi dickinsoniano (la poeta de Amherst comparaba el acto de leer poesía con “la sensación física de que me levantan la tapa de los sesos”): “La colchoneta con su carga se movía de manera irregular por la piscina. Una pequeña corriente de viento que corrugaba un poco la superficie era suficiente para perturbar su curso accidentado con su accidentada carga. El choque contra un montón de hojas la hizo girar trazando, como la estela de un objeto en tránsito, un pequeño círculo rojo en el agua”.
En la plástica contemporánea, fotógrafos, pintores e “instaladores” recurren también al topos moralista de “el cadáver en la piscina”, aunque dejan que sea el espectador quien se haga responsable del buen o mal uso de la historia. En Daddy, Daddy (2008), la imaginativa arrogancia de Maurizio Cattelan (Padua, 1960) asocia la infancia desolada con una piscina hinchable donde un muñeco Pinocchio flota boca abajo con los brazos en cruz. En su retrospectiva América,en el Solomon R. Guggenheim en 2011-2012, Cattelan reemplazó la estructura inflable por el banco-estanque en forma de pez que hay en el hall del museo neoyorquino.
Mientras unos artistas no pueden vivir sin la religión, otros entienden el minimalismo como una versión de la industria de la moda. El dúo Elmgreen & Dragset (Dinamarca, 1961; Noruega, 1969) asocia las piscinas a un orden imitativo de la jouissance homosexual dramáticamente interrumpida por la enfermedad del sida. En 2009, la pareja de artistas y comisarios convirtió el pabellón nórdico de la Bienal de Venecia en la casa de un joven adinerado (Death of a Collector), como una evasión gay de las imposturas del coleccionismo de pega dentro del sistema artístico. En el jardín interior, instalaron un estanque con el cuerpo flotante de un hombre vestido (una figura hecha de látex) que antes de morir deja cuidadosamente colocados junto a la escalerilla un par de zapatos, un paquete de cigarrillos y un Rólex de oro.
Para Elmgreen & Dragset, las piscinas —casi siempre vaciadas— y sus trampolines disfuncionales son espacios sexuados, como las saunas, los urinarios públicos y los bares gais, que convierten en arquitecturas subterráneas o en suspensión. Slip of the Tongue (Punta della Dogana, 2015, colección Pinault), Van Gogh’s Ear(Channel Gardens Rockefeller Center, 2016) y Zero (Bienal de Bangkok, 2018) son algunas de sus piezas más conocidas, recogidas ahora en un libro editado por Phaidon, con entrevistas, textos e imágenes de sus instalaciones permanentes en colecciones públicas y privadas.
La obra de Leandro Erlich (Argentina, 1973), más conocido como el “Banksy porteño” (es más bien un ilusionista) y por sus habitáculos llenos de trampas perceptivas, es objeto de una revisión en el Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires (MALBA), donde se incluye una de las versiones de la pieza que le hizo popular, La pileta (1999) —la original está alojada permanentemente en el 21st Century Museum of Contemporary Art de Kanazawa (Japón)—. El visitante accede por una apertura lateral a lo que parece una habitación revestida con azulejos y cubierta con una delgada capa de agua sobre una placa de plexiglás que se mueve suavemente gracias a un dispositivo oculto. Vista desde arriba, el juego escopofílico hace que veamos la piscina llena y que las personas que hay en ella caminen de forma natural por el fondo y estas, a su vez, puedan ver al público que las observa desde la superficie.
En fotografía, la imagen de la piscina se asocia al esteticismo de los cuerpos en competición, usado como un eficaz medio de propaganda (como son hoy las redes sociales) en manos de Leni Riefenstahl y de su amante, Hans Ertl, quien inventó las primeras cámaras sumergibles y otros ingenios que les permitían tomar fotos desde el aire en las pruebas olímpicas de natación y trampolín, en el Berlín del 36 (y es probable que Billy Wilder, de ascendencia judía, esquivara este dato durante el rodaje de Sunset Boulevard, prefiriendo la imaginación pretecnológica de Meehan).
David Hockney (Bradford, 1937) usa la fotografía como punto de partida de sus pinturas. El artista que completa más exposiciones por año que ninguna otra celebridad y cuyo Retrato de un artista (piscina con dos figuras, 1972) alcanzó el pasado mes de noviembre el récord de la obra más cara de un artista vivo (80 millones de euros en Christie’s, desbancando a Balloon Dog, de Koons, que después lo volvió a romper con Rabbit, por 90 millones) firma una de las obras más retinianas del arte angloamericano, A Bigger Splash (El gran chapuzón; Tate Gallery, 1967, con dos versiones más del tema que realizó el año anterior, The Splash y A Little Splash). El cuadro representa una piscina sin gente —aunque sabemos que alguien acaba de tirarse desde un trampolín— y está pintado en acrílico, con colores planos salvo las pinceladas de la salpicadura, y bordeado con un cuadrado perfecto y grueso. Una magnífica polaroid.
Acuciado por el avance de los medios tecnológicos, Hockney estudiaba el movimiento de la luz sobre la superficie como si fuera un pintor impresionista: el efecto de los rayos sobre el agua de la piscina, la sombra de la silla plegable que hay junto a la ventana donde se reflejan los edificios vecinos y que indica que el sol está alto. Tomaba fotografías que le servían de memoria para recrear la escena, y es casi seguro que quisiera emular los experimentos del fotógrafo francés enamorado de la ley de la gravedad, J. H. Lartigue (1894-1986), y que tuviera muy cerca aquella imagen suya en blanco y negro donde se ven sólo las piernas de un cuerpo en el momento de entrar en el agua. Para un pintor que se había criado en los lluviosos paisajes de Yorkshire, el azul del agua y los cielos californianos eran comparables a los paraísos artificiales del nadador de Baudelaire que se mueve ágil por las aguas “con voluptuosidad indecible y masculina” (Las flores del mal).
El gran chapuzón recuerda algo a Las meninas como investigación inmersiva sobre la pintura: la desaparición necesaria de lo que fundamenta una tela y un intercambio de miradas y presencias entre el sujeto que cae y el que lo observa. Con su punto de fuga en el pico de agua que salpica, es como si el espectador mirara una pantalla que oculta y a la vez indica lo que es “real”. El marco pintado funciona como el caballete, conteniendo el tiempo del arte, las horas que tarda el artista en plasmar sobre la tela un gesto que dura dos segundos. También expresa cómo los humanos condensamos la juventud (el recuerdo de una mágica satisfacción sexual) y la nulidad de lo que nos rodea en el acto de lanzarnos desde un trampolín. Y así una y otra vez. Una permanente epifanía.
Liminal. Leandro Erlich. MALBA. Buenos Aires. Hasta el 27 de octubre.
Elmgreen & Dragset. Phaidon, 2019. 159 páginas. 45 euros.
Piscinas en el mar. Álvaro Siza en conversación con Kenneth Frampton. Traducción de Carles Muro. Gustavo Gili, 2019. 92 páginas. 22 euros.
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