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Imagina un jubilado que desde hace ocho meses no tiene ningún motivo para volver a su trabajo. Imagina que desde el día de su despedida, celebrado con un poco de champán y algunas fotos de su larga trayectoria, sigue acudiendo cada mañana a la oficina. Nadie sabe cómo decirle que no venga más, una mezcla de respeto y de pena invade el corazón de todos sus antiguos compañeros. Lo que al principio era enternecedor se ha convertido lentamente en una molestia. Desde que es un chaval que se ha pasado la vida en el mismo puesto: la silla idéntica cada mañana intacta preparada para que se siente y empiece a ejecutar sus funciones. «Nunca se molestó en presentarse al concurso de traslados, no trató de ascender, se limitaba a ejercer sus funciones básicas de funcionario grupo D, metódicamente y en completo silencio, día tras día.» Desde su jubilación, en cambio, se ha vuelto hablador y cada mañana reaparece en la oficina con la energía renovada.
Desde hace ocho meses que algunos trabajadores lo torean, otros lo burlan, y hay quien ya le ha empezado a poner mala cara, como José Joaquín. Echevarría lo convocó a su despacho y él, ilusionado, se decepcionó al escuchar las palabras del jefe: «Tienes que aceptar que este ya no es tu lugar de trabajo, disfruta de tu nueva vida». Lectura, jardinería, taichi, lo que sea.
A pesar de pedir disculpas, el jubilado aparece de nuevo al día siguiente. Y a pesar de que los de seguridad finalmente le acaben prohibiendo el paso, él encuentra la manera de insistir: presenta todo tipo de instancias para regresar las veces que desee. Si consigue entrar, hace la ronda habitual, paseándose por su hogar de toda la vida sin atender las miradas acusatorias de los demás. ¿Acaso alguien entiende la orfandad de ese hombre?
Esta es una de las kafkianas escenas de la nueva novela de Sara Mesa, Oposición, un viaje por los mecanismos burocráticos narrado con lucidez y con una mirada única. Pero bien podría ser una actualización del mítico relato de Herman Melville Bartleby, el escribiente. En este texto canónico del autor de Moby Dick, un abogado de Wall Street contrata a Bartleby, un copista que le ayudará en sus labores. Trabajador incansable, sorprende a su jefe el día que, tras pedirle que revise un documento, él responde: «Preferiría no hacerlo». Desde este momento, Bartleby se entrega a un estado de negación pasiva, como en una huelga que no se nombra y que lleva hasta las últimas consecuencias: la cárcel, donde acaba muriendo de hambre.
El jubilado que regresa a su lugar de trabajo con una afirmación activa, al contrario de Bartleby, puede ser leído como su reverso o bien como una deriva de lo que pasaría con el escribiente hoy si se encontrara en los bajos fondos de la burocracia más absurda, agotadora y que consume a sus usuarios y trabajadores: ¿y si hemos perdido la capacidad de decir que no? El gesto de negación, de subversión. Esa sutil decisión de plantarse. ¿Qué tipo de sistema burocrático hemos creado que, en vez de querer quebrantarlo negándonos, nos lleva con una fuerza imantada hacia él?
¿Puede que esta escena de Sara Mesa sea una metáfora del poder totalizador de un proceso del cual sabemos que será imposible huir? ¿O solo muestra la deshumanización de quien lo sufre, que se acaba convirtiendo en un despojo a merced de normas sin sentido, leyes absurdas, lógicas demenciales?
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