lunes, 18 de junio de 2018

Grandeza sin decadencia | Babelia | EL PAÍS

Grandeza sin decadencia | Babelia | EL PAÍS

GRANDEZA SIN DECADENCIA. "Alfredo Alvar tiene bien asentado su prestigio como buen conocedor de la historia de la España de los Austrias, a la que ha dedicado varias obras de consideración, como 'Felipe II, la Corte y Madrid en 1561'; 'El duque de Lerma. Corrupción y desmoralización en la España del siglo XVII', o 'El embajador imperial Hans Khevenhüller (1538-1606) en España'. Ahora cambia de reinado y nos propone un ensayo biográfico sobre Felipe IV, del que justifica su sobrenombre cortesano del Grande, por mucho que su reinado estuviese atravesado por graves calamidades económicas (terribles hambrunas y epidemias de mediados de siglo), financieras (aparatosas suspensiones de pagos), políticas (revueltas de Cataluña, Portugal, Nápoles y Sicilia) e internacionales, con severas derrotas militares (Rocroi, Gravelinas) y enormes pérdidas territoriales en Europa y en América. Lo que dio lugar a que su presunta grandeza fuera comparada (a partir de unos versos atribuidos con dudoso fundamento a Francisco de Quevedo) con la de los hoyos, que son mayores cuanta más tierra pierden". Por CARLOS MARTÍNEZ SHAW

HISTORIA

Grandeza sin decadencia

La biografía de Felipe IV firmada por Alfredo Alvar es un solvente perfil humano del rey pese a que magnifica los aspectos positivos de su figura y amortigua los negativos

Felipe IV, retratado por Diego Velázquez hacia 1635.rn

Felipe IV, retratado por Diego Velázquez hacia 1635. 





Alfredo Alvar tiene bien asentado su prestigio como buen conocedor de la historia de la España de los Austrias, a la que ha dedicado varias obras de consideración, como Felipe II, la Corte y Madrid en 1561; El duque de Lerma. Corrupción y desmoralización en la España del siglo XVII, o El embajador imperial Hans Khevenhüller (1538-1606) en España. Ahora cambia de reinado y nos propone un ensayo biográfico sobre Felipe IV, del que justifica su sobrenombre cortesano del Grande, por mucho que su reinado estuviese atravesado por graves calamidades económicas (terribles hambrunas y epidemias de mediados de siglo), financieras (aparatosas suspensiones de pagos), políticas (revueltas de Cataluña, Portugal, Nápoles y Sicilia) e internacionales, con severas derrotas militares (Rocroi, Gravelinas) y enormes pérdidas territoriales en Europa y en América. Lo que dio lugar a que su presunta grandeza fuera comparada (a partir de unos versos atribuidos con dudoso fundamento a Francisco de Quevedo) con la de los hoyos, que son mayores cuanta más tierra pierden.
Señalar estas realidades quizás nos pueda atraer la desaprobación de nuestro autor y querido colega, que nos tildaría de noventayochista, de contumaz pesimista en la valoración de nuestra historia e incluso, aunque menos probablemente, de inconsciente propalador de la leyenda negra. Cosa esta última que, dicho sea de paso, nos achacaría sin duda la autora de un reciente y virulento best seller contra la supuesta imperiofobia y otras perversas manías de ciertos historiadores que, seguidores de Antonio Pérez y de Bartolomé de las Casas, solo tratan de comprometer el glorioso pasado de España. Sin embargo, no puedo dejar de señalar que en el libro que nos ocupa la magnificación de los aspectos positivos camina en paralelo con la amortiguación de la magnitud de la decadencia en todos los terrenos, o que (posiblemente por una tentación presentista) se aplica una diferente connotación a las rebeliones de la década de los cuarenta, que pasan de la imperdonable y “abyecta traición” de Cataluña a la mera “revuelta y guerra” de Portugal y a las cualitativamente menores “alteraciones de Nápoles y Sicilia”.
El libro se circunscribe a los hechos más notables de su vida privada o a algunas iniciativas que denotaban una mayor implicación personal, como su defensa encarnizada del catolicismo
Alfredo Alvar se ha valido de su profundo conocimiento del periodo y de su reconocida inteligencia historiográfica para soslayar el obstáculo mayor que presentaba escribir una biografía de Felipe IV. En efecto, en su dimensión política, el soberano ha aparecido siempre a la sombra de sus grandes validos, los auténticos gobernantes de la Monarquía, el conde duque de Olivares y Luis de Haro. Y para colmo, ambos personajes disfrutan, el primero de una biografía definitiva de John Elliott y el segundo de un trabajo de altos vuelos firmado por Rafael Valladares. De esa forma, si las grandes decisiones estuvieron en manos de estos encumbrados personajes, la biografía del monarca no podía referirse a los grandes hitos del reinado, sino ocuparse, según las palabras del propio autor, de “los aspectos humanos del rey”, es decir, debía circunscribirse a los hechos más notables de su vida privada o a algunas iniciativas que denotaban una mayor implicación personal, como su defensa encarnizada del catolicismo (y del futuro dogma de la Inmaculada Concepción) o su vocación de coleccionista de obras de arte, a la que debemos un singular enriquecimiento de nuestro patrimonio, al tiempo que los acontecimientos mayores de esos años se trataban prácticamente sólo en cuanto podían influir en el estado de ánimo del rey. Así se dejaba para mejor ocasión la valoración de la acción de gobierno y se recurría a dos resúmenes realizados por dos grandes especialistas, José Alcalá-Zamora y Antonio Domínguez Ortiz, para señalar los periodos en que por razones intrínsecas podía distribuirse un reinado tan prolongado en el tiempo.
Este sesgo del libro ha permitido, sin embargo, a su autor llevarnos por sendas poco transitadas y ofrecernos preciosas joyas extraídas de su inmensa erudición y buen gusto. Sin pretender una enumeración exhaustiva de esos pasajes particularmente felices, destaquemos la atención dedicada a la primera educación del príncipe a través de su preceptor catalán Galceran (Galcerán en castellano) Albanell, quien, si por una parte escribía para su uso en 1612 una Instrucción de la doctrina cristiana, también avisaba más tarde a sus otros mentores de la necesidad de vigilar las salidas nocturnas del joven príncipe y prevenir su frecuente búsqueda de compañía femenina, ocupación tan asiduamente cultivada durante toda su vida.
Felipe IV como padre se evoca especialmente en relación con la corta vida del príncipe Baltasar Carlos (1629-1646), esperanza de su progenitor y de todo el reino, fallecido de fiebres a temprana edad en medio de la general aflicción. El rey como escritor aparece aludido varias veces, pero particularmente a través de la famosa correspondencia mantenida con la monja concepcionista sor María de Ágreda (de la que se conservan 614 cartas) y, también, con la menos conocida monja carmelita sor Luisa Magdalena de Jesús (con 64 cartas recogidas).
Finalmente, el capítulo tercero (de los cuatro de que consta la obra) se consagra en buena parte a exaltar al monarca como “el rey del Siglo de Oro de las Letras”, y más aún como el gran coleccionista de arte que fue, con especial alusión a su trato con Velázquez y con Rubens, así como a la mayor obra arquitectónica del reinado, el palacio del Buen Retiro, construido para solaz del soberano, cuyo programa político e ideológico se desgrana con fruición. Menos se dice de otras aficiones, quizás no tan edificantes en estos tiempos: los autos de fe (con singular mención al celebrado en la plaza Mayor de Madrid en 1632) y los toros, poco tratados aquí salvo con ocasión de la visita del príncipe de Gales pero estudiados con dedicación por autores como José Campos. En definitiva, un solvente perfil del rey en su vertiente más personal y un retrato colectivo de la sociedad cortesana, basados en una asombrosa familiaridad con la documentación de la época y vertidos en una prosa tan atractiva como desinhibida.
Felipe IV. El Grande. Alfredo Alvar Ezquerra. La Esfera de los Libros, 2018. 692 páginas. 34,90 euros

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