IDA Y VUELTA COLUMNA
Cine y palabras
En 'Extraños en un tren', Hitchcock no podía permitirse la audacia de ir tan lejos como Highsmith, la novelista primeriza
Fotograma de 'Extraños en un tren'.
Suceden cosas extraordinarias en Madrid, en sitios escondidos. En el silencio distinguido de la calle de Ruiz de Alarcón, en la sede de la AISGE, la entidad de gestión de actores y bailarines, un grupo de aficionados al cine se reúne cada lunes por la tarde para asistir a la proyección de una película. El crítico Fernando Neira se ocupa de organizarlo todo. Los aficionados bajan a una sala muy bien insonorizada que tiene algo de cripta, con unas 50 o 60 butacas muy cómodas. Emilio Gutiérrez Caba hace de anfitrión, y cada semana un invitado distinto presenta una película. El aislamiento de la sala, su tamaño reducido, la amplitud de la pantalla favorecen la inmersión en el cine. Se apagan las luces y ya está uno en otro mundo, en el subsuelo, detrás de puertas cerradas, en una oscuridad que anima a la contemplación, en la soledad paradójica del espectador de cine, que es una soledad rodeada de desconocidos, o una comunidad de soledades enfocadas en el mismo lugar, ese lienzo blanco en el que no hay nada y en el que unos momentos después brotan imágenes de un mundo que suplanta del todo la realidad exterior.
Este lunes Fernando Neira me ha pedido que presente una película que me gusta mucho y que creo conocer bien, Extraños en un tren, de Alfred Hitchcock. Al placer del cine se suma el otro no inferior de los trenes, los trenes suntuosos de la edad de oro del ferrocarril en Estados Unidos, hacia los años cincuenta, un poco antes de que acabaran con ellos el coche privado, las autopistas y la aviación comercial. La estética visual de Hitchcock y la fotografía en blanco y negro crean el grato espejismo de un mundo más sólidamente organizado. Hace no sé cuántos años que no he visto la película, tal vez desde la juventud obsesiva y cinéfila. La vuelvo a ver primero en casa, y luego aquí, en esta sala, en la perfecta oscuridad, con una magnífica instalación de sonido. Entre una proyección y otra he leído de nuevo la novela de Patricia Highsmith, que también estaba seguro de conocer y recordar muy bien.
En realidad no recordaba casi nada, ni de la una ni de la otra. Extraños en un tren fue la primera novela de Patricia Highsmith. La publicó con 29 años. Cuando Hitchcock rodó la película estaba en su plena madurez y en la cima de su éxito comercial, si bien no había recibido aún la canonización como “autor” que le iban a deparar François Truffaut y la nouvelle vague francesa. La novela está hecha con todo el fulgor de un talento joven que se revela de golpe y parece surgido de la nada, con la libertad que solo permite la literatura. Una novela, a diferencia de una película, no requiere para llegar a existir nada más que papel y lápiz, papel y máquina de escribir y paciencia. Hitchcock trabajaba con todos los privilegios, y también las limitaciones, del sistema de los estudios, que le ofrecía medios técnicos ilimitados, pero que lo sometía a convenciones éticas y estéticas severas. El material narrativo de Highsmith y el de Hitchcock poseen sin embargo similitudes profundas: la culpa y el miedo; la pesadilla primitiva que nos aqueja a todos cuando despertamos con la angustia de haber cometido un delito por el que vamos a recibir un castigo merecido y terrible, o de haber escapado a una persecución.
A lo que más se parecen la angustia y la poesía del cine es a las de los sueños. Y en la imaginación de un escritor o de un cineasta los argumentos se repiten con variaciones limitadas exactamente igual que tienden a repetirse las historias que sueñan. En mi recuerdo tan vago de la novela de Highsmith había un elemento lamentable de condescendencia. Yo daba por supuesto que, siendo la primera, no estaría a la altura de las mejores que escribió en su madurez. Empecé a leerla y me quedé sobrecogido desde la primera página. Con los años, el estilo de Patricia Highsmith se instaló en una sequedad que muchas veces era admirable y otras podía confundirse con la aridez de lo estrictamente literal. En Extraños en un tren hay una vehemencia que lo arrastra a uno al interior mismo de las conciencias en estado de fiebre de los dos personajes centrales, que lo contagia de su doble impulso de perdición.
Las presiones del cine comercial eran tan inapelables para Hitchcock como las de la censura: en una película de Hollywood de los primeros cincuenta, el bien y el mal tenían que estar muy bien delimitados, igual que las zonas de luz y las de sombra en la fotografía en blanco y negro. El personaje positivo puede sufrir la persecución y la sospecha, pero no estará contaminado de culpa y al final quedará absuelto. Para el malvado no cabe más que el castigo. En la novela no hay fronteras así de precisas y el único final posible es la desgracia. El hombre sensato y digno acaba siendo tan culpable como el perturbado. En un artista muy joven parece que el talento está hecho en gran parte de adivinación porque no es posible que a esa edad tan temprana haya vivido una profundidad de experiencia como la que se revela en su obra. El director de cine instalado y celebrado no podía permitirse la audacia de ir tan lejos como la novelista primeriza. El trastorno explícito en las palabras de la novela solo podía hacerse visible mediante la negrura y el delirio contenidos en las imágenes. Hitchcock se había formado en el cine mudo expresionista alemán y tenía la ambición de contarlo todo reduciendo al mínimo la interferencia de las palabras. En las escenas centrales de Extraños en un tren, las que suceden en el parque de atracciones y en la isla en la que se comete el crimen, palabras murmuradas o gritadas son elementos acústicos que se funden con la música y los ruidos de la feria en una banda sonora que es como una partitura sincronizada con las imágenes. El final de la película, como el de la novela, es el despertar brusco de un sueño. El sueño de la literatura se puede tener en cualquier parte. El del cine, para ser perfecto, sigue exigiendo una sala a oscuras.
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