martes, 12 de febrero de 2019

Lo importante era marcharse | Babelia | EL PAÍS

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Lo importante era marcharse

El Reina Sofía presenta los dibujos y esculturas de H. C. Westermann, cuyo virtuosismo y figuración resultaron impopulares en pleno pop americano

Carta de H. C. Westermann con la inscripción 'For God's Sake'.
Carta de H. C. Westermann con la inscripción 'For God's Sake'.
El teniente Giovanni Drogo recibe como primer destino un puesto de frontera, la fortaleza Bastiani, lugar incomprensible e incomprendido considerado por todos los militares que allí llegan un lugar de trámite a la espera de otra misión donde puede que progresen. La expectativa del ataque se produce una y otra vez, son siempre falsas alarmas, pero el joven Drogo se resiste a pensar que ha ido a parar a un lugar de mediocridad. Transcurren días, noches interminables atravesadas por el vaivén de las linternas, y él sigue siendo el vigía que espera multitudes mientras se debate entre la sensación de nadidad que le impulsa a anhelar volver a casa y la esperanza de un ataque enemigo que significaría la justificación de su carrera. Este es el retrato que Dino Buzzati hizo del último artista romántico en El desierto de los tártaros (1940), un antihéroe obstinado en la espera de algo que no existe y que abraza el escepticismo como única visión del mundo.
Al igual que el protagonista de la novela de Buzzati, H. C. Westermann aparece en el arte de mediados del siglo XX como una figura errante, marginal. Del norte del desierto de California, donde se desarrolló su juventud, tenía que llegar su fortuna, la aventura, pero acabó inadaptado a las alegrías de la gente normal. Decidió seguir la disciplina, el orgullo de la responsabilidad escrupulosa que le ofreció el Ejército, donde sirvió como marine durante la Segunda Guerra Mundial y años después en la guerra de Corea, pensando quizá que algo distinto tendría que venir de allí, algo verdaderamente digno.
Vista de la exposición.
Vista de la exposición. JOAQUÍN CORTÉS / ROMÁN LORES
Drogo/Horace Clifford Westermann descubrió que la guerra era una frontera muerta, así que alimentó su esperanza intacta con la nueva fe que le proporcionó ser artista. Sus dibujos, y en mayor medida sus esculturas, eran tentativas figurativas que nunca encontraron una dirección concreta en el escarpado y liso murallón del minimalismo, el arte pop y la abstracción excéntrica de aquellos años. Como un astuto combatiente, trepó por una breve pared en apariencia inaccesible y la cortó a pico, tenazmente. Se le oyó blasfemar, se le vio derrumbarse, y aun así el soldado Horace vibraba en cada esfuerzo. Las amenazas del enemigo del norte no eran más que un pretexto para dar sentido a su trabajo, que siempre era el de volver a casa. Lo importante era marcharse. Así fue como, en el medio del camino, sus amigos artistas y algún crítico se apresuraron a animarle. Solamente el curso del arte oficial no parecía cambiado. ¡Caramba, ellos no habían pedido irse de la fortaleza!
Sus obras eran tentativas figurativas que no encontraron dirección concreta en el murallón del minimalismo
¿Cómo calificar la obra de Westermann? “For God’s Sake” (por el amor de Dios), se lee en la inscripción de uno de sus dibujos de finales de los sesenta dedicado al crítico Dennis Adrian. En él se concentra prácticamente toda la imaginería del autor angelino (1922-1981), el lobo de mar que lleva en el pecho un tatuaje de amor maternal (“Querida mamá… comenzó a escribir… e inmediatamente se sintió como cuando era niño…”). Vemos un nudo marino en forma de aspa, dentro de uno de los lazos hay una cruz con la inscripción “I’m Going Home” (vuelvo a casa), al lado una sirena de grandes pechos y expresión temerosa, un barco fantasma que vuela y otro rodeado de tiburones, un ancla que parece más la risa de un payaso triste y la soga del ahorcado que tiembla como una pulsación de vida. El dibujo es una “rosa de los vientos” que orientará al visitante por las 130 obras distribuidas por formatos (cómic, esculturas, pinturas, litografías, cartas) y cronologías más o menos atravesadas por ideas recurrentes, como el que se mete en el habitáculo de una fortaleza llena de objetos impecablemente construidos con las maderas de un barco que emiten crujidos; sin embargo, dentro de ellos se consigue descubrir algo que parece un cielo y otras cosas ridículas, fantasías de colegial.
La obra de H. C. Westermann es la de un artista al borde de la altiplanicie. En el fondo del valle rocoso están el surrealismo de Cornell y Man Ray, el dadaísmo de Duchamp, también Claes Oldenburg, Leon Golub, Mike Kelley, Paul McCarthy y Raymond Pettibon. Se podrá intuir de una forma u otra en las pinturas y esculturas del gran desierto, donde saltan animales y acróbatas, monigotes y tótems antropomorfos con ojo de Polifemo y boca de Marilyn. Los “barcos de la muerte” tienen el mismo estatus de ataúd que los arcones que contienen compartimentos a modo de estómagos, cada uno dentro de sus cofres, virtuosamente tallados (Westermann aprendió la técnica de su época como ebanista de rieles de tren), que en su caso son parte de la escultura, como para Brancusi lo era el pedestal.
Antimóvil (1966).ampliar foto
Antimóvil (1966).
Sus hombres-casa son figuras metonímicas que llevan dentro poemas visuales sobre dramas terroríficos en los que se intuye la aceptación, pero también la esperanza. Algunos están en llamas, otros decorados con puertas que se abren y se cierran, cristales de colores y espejos. Sus máquinas enfadadas, hechas con maderas desbastadas, ensambladas y policromadas, son paradojas visuales fuera de quicio y rodeadas, como tiburones hambrientos, por los temas del arte de todos los tiempos: el suicidio, el infortunio, las profundidades inexplicables de la psique, los dioses de la guerra, la dignidad. Un ancla de madera que se derrite, una máquina del millón, gasolineras, marcas de refresco y otros elementos de lo vernacular le sirven para hacer una reflexión sobre la vida cotidiana de su país.
La obra de Westermann tuvo una resonancia intermitente. Se le reconoció en vida, en una muestra individual en Los Angeles County Museum of Art; también en el Art Institute de Chicago, donde se había formado como artista a principios de los cincuenta gracias a una beca para veteranos de guerra. A falta de un reconocimiento mayor, ideó su propio mausoleo, que tituló Un pedazo del museo de sueños destrozados (1965), una talla en madera donde algo que parece un embutido descansa en equilibrio inestable sobre un pedestal colocado a su vez encima de una plancha de ébano con unas cuñas negras que sugiere un mar infestado de tiburones. La fortaleza del museo está asegurada, aunque ese apoyo sea deficiente para defender al marinero que persevera en la idea de volver a casa.
Volver a casa. H. C. Westermann. Museo Reina Sofía. Madrid. Hasta el 6 de mayo.

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