Sacar las sucias manos del diccionario
Desde el punto de vista de la diplomacia cultural las tareas de las Academias son cuestión de Estado, pero su independencia es irrenunciable
Un robot llamado Kannon Mindar charla con los asistentes a un acto en Kioto el 9 de marzo pasado. RICHARD ATRERO DE GUZMAN NURPHOTO / GETTY
La lengua española es una de las cuatro más habladas en el mundo, solo superada por el chino mandarín, el hindi y el inglés. Pero, contra lo que muchos suponen, su extensión y fortaleza no se produjo tanto durante la etapa de la colonia como a partir de la independencia de las repúblicas americanas. En opinión de los estudiosos, no más de dos millones y medio de personas eran hablantes del español a principio del siglo XIX, lo que equivalía a un porcentaje exiguo de la población. Eso se debió en gran medida al empeño evangelizador de los misioneros. Comprendieron que su apostólica tarea sería más rápida y efectiva si ellos aprendían las lenguas amerindias y no se empeñaban en obligar a los indígenas a estudiar el castellano. Algunos historiadores creen también que, pese a los esfuerzos de la Corona por la extensión de la lengua del imperio, muchos de sus administradores temían que un conocimiento que traspasara el uso coloquial del idioma por parte de los esclavos indios y negros fuera contra los intereses del poder.
Con ocasión del nacimiento de las nuevas repúblicas, el uso del español fue objeto de virulentas descalificaciones por parte de sus líderes. Se trataba de borrar cualquier vestigio de la etapa colonial al tiempo que se buscaban nuevos signos de identidad para la revolución. Dichas propuestas fueron especialmente innovadoras en Argentina, apadrinadas por lo que se llamó la generación del 37, de la que se considera miembro a Domingo Faustino Sarmiento, el gran estadista e intelectual rioplatense. Compañero suyo en los círculos literarios y políticos fue, entre otros, Juan Bautista Alberdi, que llegó a proponer, como probablemente también Sarmiento quería, que el idioma oficial de la Argentina fuera el francés. La casi totalidad de los revolucionarios, a comenzar por San Martín, eran afrancesados y no tiene nada de extrañar que al levantarse contra la decadencia del imperio hispano abrazaran la cultura y la lengua francesa como símbolos de la liberación. En cualquier caso, comprendían que el idioma podía ser una enorme fuerza cohesionadora de los sentimientos nacionales.
Si no aseguramos la unidad del español con un código común, serán las máquinas quienes dirán cómo se habla
Surgió empero enseguida la preocupación de que, desaparecido el imperio, se fragmentara su lengua y el castellano sufriera parecido destino al del latín, víctima de la variedad dialectal que comenzaba a extenderse de manera autónoma. El gran intelectual venezolano Andrés Bello, maestro de Bolívar e inspirador de muchas de sus ambiciones, salió al paso de esa amenaza proponiendo una normativa general para el español en América, frente a las tesis de Sarmiento. Este, ante lo que consideraba el elitismo Bello, se erigió en rotundo defensor del pueblo como verdadero autor del idioma, y era por tanto entusiasta de incorporar los numerosos préstamos lingüísticos de los inmigrantes a un país de escasa densidad de ciudadanos, en el que gobernar era poblar. Cuando Bello dio a luz su Gramática de la lengua española destinada al uso de los americanos, su obra fue universalmente apreciada y contribuyó así a realizar en parte el sueño que Bolívar no pudo llevar a cabo. La unidad política de los americanos que hablaban español no pudo conseguirse, pero se logró la unidad lingüística, bajo la que se ampara una diversidad inevitable y enriquecedora, existente también en la antigua metrópoli. Y los dirigentes de las nuevas repúblicas se esforzaron en la extensión del castellano, como lengua intelectual de prestigio, con reconocimiento social y útil para la administración pública.
Merece la pena recordar estos hechos cuando va a celebrarse, precisamente en Argentina, el Congreso Internacional de la Lengua Española. Las Academias españolas y latinoamericanas, a las que se sumaron después las de Estados Unidos, Filipinas, Guinea Ecuatorial y más recientemente la del judeoespañol (ladino), tienen como principal misión mantener dicha unidad lingüística sin menosprecio de las variantes locales y autóctonas de cada región que, lejos de debilitar, enriquecen la fortaleza del idioma. El Congreso va a tener ocasión de debatir el futuro del español en el entorno de la sociedad digital que supone una nueva amenaza para su fragmentación, como se pone ya en evidencia en las redes sociales. Se espera con expectación una ponencia del presidente de Telefónica sobre el futuro del castellano en un mundo gobernado por la inteligencia artificial.
Hace ya mucho tiempo mantuve con el presidente de una gran multinacional tecnológica un diálogo sobre cuál sería la variedad del castellano que escucharían las máquinas. “Ese no es el problema”, me contestó, “entenderán cualquier entonación, acento o dialecto. La cuestión no es cómo van a oír, sino cómo van a hablar”. El mundo de Internet es una creación de la experiencia de los usuarios. Como las máquinas aprenden por sí solas, comienzan a pensar e incluso incorporan ya inteligencia emocional, su interacción con los humanos y con otras máquinas puede acabar destruyendo la normativa unitaria que el castellano posee (una sola gramática, un solo diccionario, una sola ortografía). Para evitar el desastre es preciso ponerse a trabajar a fin de establecer algún tipo de código que las máquinas acepten a la hora de tomar sus propias decisiones. Si no somos capaces de ello, serán las máquinas mismas quienes dirán cómo se habla el español, no los viejitos que asistimos cada semana a las reuniones académicas.
Ante el IV Congreso de la Lengua Española celebrado en Cartagena de Indiasinsistí en mi convicción de que una lengua tan unitaria como la nuestra puede convertirse en una verdadera arma de destrucción masiva (término entonces en boga) frente a las injusticias y agravios que padecen los pueblos de América Latina. Desde ese punto de vista, y de los intereses de la diplomacia cultural, las tareas de la RAE y sus Academias hermanas constituyen una cuestión de Estado, como oportunamente ha recordado el director de aquella. Pero son también y sobre todo una creación de la sociedad civil. Deben así huir del amor de los políticos por las hipérboles y de las manipulaciones que el poder intenta. La independencia de las Academias, la de la Real Academia Española, es prioridad absoluta a fin de que puedan llevar a cabo la función cultural y social que les corresponde. Las lenguas son instrumentos de comunicación, y también señas de identidad individual y colectiva. Por eso hay que recordar a gobernantes y burócratas que para ayudar al futuro de la lengua española es preciso que saquen sus sucias manos del diccionario.
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