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Nos enseñaron a encontrar seductora la herida, a confundir cinismo con inteligencia, a encontrar deliciosamente bella la amargura.
¿Cuántas veces hemos dicho que estamos rotas?
Crecimos convencidas de que el amor era un huracán oscuro que destruye para ser eterno, una promesa de gloria incumplida de antemano, una puerta desquiciada que no es capaz de contener la fuerza que genera.
¿Cuántas canciones escuchamos pensando que éramos la mujer más triste del mundo al final de una barra?
Nos acostumbramos a buscar dulzura en el tormento, a que depositaran nuestro deseo en lo que duele. Tuvimos nostalgia del daño. Nos empeñamos en la pena. Estuvimos inexplicablemente cómodas entre espinas.
Pero nos hemos cansado de encontrar placer en lo que hiere y nos lastra ese imaginario de sombras puntiagudas. Por eso tendremos que crear uno nuevo, el nuestro.
Habrá que reinventar lo amoroso y sus fragmentos. Entrar en el juego barthiano y refundar las palabras que constituyen nuestro ser enamorado. Pensarnos gozosas para que nuestro gozo sea posible. Concebir un deseo luminoso para que el erotismo brille. Abandonar el enjambre de derrotas que la historia cultural ha depositado sobre nuestros ojos y nuestros labios, su pan de oro cayendo en desconchones.
Habrá que elaborar un catálogo de figuras en las que la bondad quede indisolublemente unida al hambre voraz de nuestros cuerpos, al ansia crujiente de la carne, a las cosas del querer.
Chispitas de carne pretende ser un intento de performar ese Buen Amor. Sus poemas tienen un propósito generativo, tratan de contribuir a ese naciente repositorio cultural que estamos construyendo. Transformar las viejas llagas en nuevas yemas de amor se convierte en un objetivo textual y vital de nuestro tiempo.
Permitámonos salir de la habitación cerrada de la angustia y arcillemos la voluntad para que, efectivamente, nos erotice la gente buena.
Empeñémonos en aspirar a un sexo vivo de colorines, a un amor bueno. Construyámoslo desde todos los frentes. Hagámoslo acontecer en el arte.
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