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Para Jorge Luis Borges, la traducción siempre fue un campo para la experimentación y la recreación de sentidos. En un artículo publicado en 1932 y recopilado después en Otras inquisiciones, titulado «Las versiones homéricas», afirmó que no había «ningún problema tan consustancial con las letras y con su modesto misterio como el que propone una traducción». Una de las más reconocidas fue la que hizo del libro más emblemático de la poesía norteamericana: Hojas de hierba, de Walt Whitman. Allí, valiéndose de su ética fluida de la traducción, llegó incluso a modificar algunos versos a su antojo, reinterpretando el supuesto sentido original y haciendo bueno uno de sus aforismos más célebres: «El original siempre es infiel a la traducción».
Siguiendo esta línea y para ahondar sobre la traducción, el sentido y la infidelidad hemos juntado, a través de un grupo de WhatsApp, a dos poetas que también son traductores, Claudia González Caparrós y Fruela Fernández.
A continuación os reproducimos la conversación:
La Bella Varsovia: ¿Cuál es vuestra relación con las lenguas de las cuales traducís? ¿Cómo llegasteis a ellas y por qué?
Fruela Fernández: Diría que es una relación problemática, en la que se mezclan la fascinación (con una atención al detalle, al matiz, que sería insoportable en la lengua «propia») y la extrañeza (pues uno nunca acaba de estar del todo en ella, siempre hay una distancia, por mínima que sea). En mi caso, traduzco de seis lenguas, así que son otras tantas historias. Tal vez la más íntima –por ser, creo, la única que decidí aprender por puro deseo, no por algún acontecimiento concreto de mi vida– sea el griego moderno. Comienza por un interés político al intentar entender la crisis económica, las protestas, el ascenso de Syriza… Y siguió a través del descubrimiento del país y de todo lo que tiene de luminoso y también de amargo.
Claudia González Caparrós: ¡Qué interesante respuesta, Fruela! Sí, yo también pienso que, en el proceso de traducción, se da una mirada microscópica sobre la lengua de partida, aunque en cierto modo también sobre la de llegada. Cada estructura lingüística tiene una relevancia absoluta, cada connotación posible asociada a cada palabra. En mí también produce una cierta mirada sospechosa, como si el lenguaje estuviera siempre a punto de engañarme. Yo traduzco del inglés y del gallego. El caso del gallego (del que traduje un libro que Fruela conoce muy bien: Tal vez sí, de Emilio Araúxo) fue una experiencia muy movilizadora, porque es una lengua que no se habla en mi familia y que en Galicia ha sido tradicionalmente bastante denostada. Pero, para mí, fue la primera lengua de lectura y de escritura, así que en realidad fue una especie de regresión.
FF: Esto que comentas sobre la diglosia y la regresión, Claudia, es muy interesante. Ahora estoy traduciendo el poemario de un amigo que escribe en asturiano y hace que me plantee muchas cosas. ¿Cómo escribiría si hubiese optado por el asturiano, si me hubiera quedado en Asturias? ¿Cómo me relacionaría con esa lengua y con las otras? A veces hay traducciones que te remueven y te hacen pensar quién eres y por qué. ¿A ti te ocurrió algo parecido al traducir del gallego?
CGC: Sí, es muy parecido a lo que me pasó a mí en la traducción de Araúxo: se me hizo muy presente la desterritorialización. La pregunta es la misma: ¿y si me hubiese quedado en Galicia? Ahora uso con mucha más frecuencia el catalán que el gallego, pero aun así hay algo de la lengua que me atraviesa y me define, aunque muchas veces, cuando la hablo, me sienta un poco impostora.
LBV: Pensando en esa idea de la desterritorialización, así como con la relación que se establece con el nuevo territorio que se habita, ¿hasta qué punto ese ha sido un motor para dedicarse a la traducción o plantearse qué significa traducir? Y, en ese mismo camino: ¿qué fue primero en vosotros, la escritura o la traducción (bien sea en un sentido literal o simplemente hermenéutico)?
FF: En mi caso, sin duda, vino primero la escritura. Pero la traducción vino muy pronto, no tal vez con una intención creativa, pero sí como parte de un proceso de formación, de descubrimiento. Pienso sobre todo en la adolescencia, cuando vivíamos en la cuenca minera de Asturias, en una época complicada: el cierre de la industria, el abandono de los pueblos, el declive de la vida local. La traducción era una manera de ahondar en lo que descubría; y, a la vez, de abrir un hueco en una realidad que me resultaba dolorosa. Ahora puedo verla de una manera más ecuánime, pero entonces solo podía verla desde la incomodidad.
CGC: También es muy interesante pensar que ambos hemos crecido en realidades bilingües, en las que la traducción configura una forma de relación con el mundo. O, si no la traducción, al menos el trasvase de lengua. Yo pienso mucho en expresiones cotidianas de mi infancia en Galicia, que fueron sobre todo en español pero con salpicaduras de gallego, como cuando se decía que a les niñes se les «coge en el colo». Ahora que mi realidad es en catalán y español, me agarro mucho a ese tipo de expresiones que me conectan mucho con una primera conciencia del lenguaje. En ese sentido, la escritura fue primero, pero creo que, de alguna manera, la conciencia sobre el lenguaje a través de la convivencia de lenguas marcó mucho ambas cosas.
LBV: Os lanzamos una última pregunta y con esto acabamos: ¿cuánto hay de creación en una traducción? ¿Cuánta libertad admite el gesto de traducir? ¿Dónde está el límite?
CGC: Justo el otro día, en crisi, presentábamos un libro de Gertrude Stein con sus traductores, y citaban a alguien que no recuerdo, y la cita decía algo así como: «No hay que tener miedo a la literalidad». Al mismo tiempo, reconocían la traducción como un ejercicio de transcreación, y más precisamente en el caso de una poeta como Stein, para quien la materialidad de las palabras importa más que su sentido o lo que representan. Supongo que ahí está la habilidad de mantener el equilibrio entre ambas cosas, inventando o trasladando donde sea posible en cada lengua. A mí me hace gracia a veces encontrar traducciones que sobreexplican el texto, incluso cuando el texto es deliberadamente ambiguo o desafía el imperativo del sentido.
FF: Como todas las dicotomías, creo que es más interesante tomarla como la posibilidad de una gradación, de un equilibro. Ni literalidad ni recreación sirven mucho por sí solas. El poema traducido tiene que ser, sobre todo, un poema, no un resumen en prosa cortada (que es lo que abunda en las ediciones académicas, por ejemplo). Y eso exige un trabajo de escritura que, a veces, abre espacios nuevos, sugiere imágenes algo distintas a las originales… Si no se acepta ese riesgo, no hay poema.
LBV: ¡Muchísimas gracias, Claudia y Fruela!