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Margaret Atwood se sirvió de la alegoría en El cuento de la criada y construyó una distopía en la que las mujeres son reducidas únicamente a su función reproductiva. Angela Carter incorporó una mirada feminista y psicoanalítica en La cámara sangrienta, un libro de cuentos que reescribía los relatos tradicionales, como el de Caperucita Roja, para mostrar su reverso violento. En La debutante, Leonora Carrington narró los años encerrada en el manicomio de Santander después de huir de Francia tras la captura de su pareja, Max Ernst, por parte del ejército alemán. Las alegorías sirven para contar lo que a muchas no les han dejado contar. Como estrategias subversivas, rehúyen la censura y se convierten en una suerte de arma para multiplicar la verdad, el mundo.
En una línea similar, el filósofo Walter Benjamin escribió sobre el sentido y el poder de la alegoría en el espacio literario. Para él, como podemos ver con Atwood, con Carter o con la misma Sánchez-Andrade, la alegoría no oculta, sino que expone: expone la historia en su decadencia. Al no pretender ser una verdad cerrada, siempre sugiere múltiples versiones fragmentadas, como el lenguaje de Manuela, y, en su forma de metáfora continua, la alegoría nombra las cosas de otro modo. De hecho, puede que la alegoría sea, más que un recurso, una condena; así lo señala Benjamin: el lenguaje es triste porque siempre, al nombrar las cosas, no se las puede indicar fielmente sin fallas. Es por eso que cualquier sentencia es, de algún modo, una deformación, un intento fracasado de señalar las cosas tal y como son.
Manuela, desde su reclusión, rememora todo lo acontecido antes de caer enferma. Sus frases lacónicas pero poéticas, su intento de nombrar el horror (las violaciones, el aborto, las torturas de su padre), acaban siendo, en su misterio, una revelación: no un intento fracasado, en este caso, sino otra verdad, reluciente y clara. Alegórica y viva.
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