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La vida, como los cuentos, se escribe entrelazando historias, y en ocasiones resulta poético cómo nuestra historia se cruza con la de alguien que, sin saberlo, nos da las palabras que necesitamos para seguir escribiendo. En mi caso, ese alguien fue una profesora, poeta, que nos pidió curar con tinta nuestras propias heridas. Esas fueron las palabras, «costuras internas», y de ellas surgió mi proyecto, Cuentos. Era el nombre de mi herida…
Al principio no tenía ni idea del rumbo que tomaría mi escritura, únicamente me aferraba a dos certezas. ¿La primera? No podía imaginar una infancia sin cuentos, sin esas sempiternas historias como barcas en medio de un inmensurable océano. ¿Cómo no naufragar en nuestro insólito y complejo mundo sin esos ecos transmitidos durante generaciones? Es inevitable: crecemos buscando explicaciones, fuerza e ilusión en los cuentos.
La segunda certeza fue infundada. Sentía que jamás podría borrar todas las quemaduras que las llamas habían dejado tras su paso. Porque, al final, siempre llega el día en que los cuentos se acaban y los conceptos agobian, los límites oprimen y la realidad estrangula. El día en el que termina ardiendo el arcaico peso de los condenados a representar eternamente el mismo papel, de los finales con más tabúes que perdices, de los estigmas disfrazados de convención, del inicuo adoctrinamiento asomando tras vacías moralejas. Y ese día es el humo, y no las aguas, lo que ahoga, cuando el miedo impide saltar de una barca que se convierte en cenizas, de una barca construida con mentiras.
Pero entonces, de entre todas las dudas, nació Infundio (cuentos del Coco), donde versos hechos con ecos de los ecos relataban historias enterradas, origen o sombra de aquellas que alguna vez nos han contado. Eran voces más oscuras y grotescas, sí, pero también más humanas. Y fueron ellas las que susurraron páginas sobre lobos feroces que acunaban Caperucitas, sobre brujas que sanaban heridas causadas por príncipes, sobre caballeros que amaban dragones… Contaban los cuentos perdidos en la bruma de los años, como costas que solo las estrellas recordaban.
Eso es Infundio, el grito ignorado de un monstruo que temía a los hombres, y que se ocultaba bajo las camas esperando que alguien lo escuchara. Y es también el susurro de la Luna, que escuchó sus palabras y contó lo que él no podía. Y es mi voz, con la que cierro mis heridas.
Benjamin Lacombe como inspiración
Esta cubierta, obra del ilustrador Benjamin Lacombe, recoge perfectamente la esencia de La infancia de los malvados, villanos y maléficos, de Sébastien Perez. Ambos dan forma al ignorado pasado que alguna vez tuvieron los archiconocidos «malos» de los cuentos, y fantasean a través de la ironía, las palabras, y las imágenes sobre el porqué de esa maldad.
Benjamin Lacombe ha sido siempre una de mis mayores inspiraciones como artista, y su arte deja ver a la perfección esa oscura y perversa dulzura que tienen para mí los cuentos. Fue también quien me hizo entender que deseaba no solo escribir, sino ilustrar historias. Así pues, ha sido un deseo hecho realidad poder ilustrar la cubierta de Infundio (cuentos del Coco). En ella, una polilla, cerca de ser algo tan hermoso como una mariposa, puede generar incomodidad o incluso rechazo. Se nos hace difícil mirar, porque es una sombra desagradable de lo que disfrutamos contemplando.
El Premio Ana Santos Payán para proyectos de libros de poesía
«Es un proyecto que se mira en Safo y en Ovidio, en los cuentos clásicos —Andersen, Perrault, los hermanos Grimm— y en el trabajo con la imagen de Federico García Lorca; nos ha entusiasmado su voz.»
Con estas palabras distinguía un jurado compuesto por Elena Medel, Luna Miguel y Javier Rodríguez Marcos Infundio (cuentos del Coco) con el II Premio Ana Santos Payán para proyectos de libros de poesía.
El premio se creó en memoria de la editora de poesía, conocida como Ana Gaviera, en homenaje a su forma de entender la edición y con el deseo de propiciar esa plataforma para quienes se inician en la escritura de poesía; y en su primera convocatoria fue premiado Soo, de Juli Mesa, distinguiendo con un accésit a Violeta de Aurora H. Camero.
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