En la ciudad oscura
El Madrid de las noches de la guerra o la posguerra está poblado por gente que de la noche a la mañana se ha visto alzada al poder o ha sido obsequiada por el don de la impunidad
Milicianos retiran escombros tras un bombardeo de los militares sublevados en Madrid en 1936. GETTY
En tiempos de guerra, las ciudades se quedan a oscuras en cuanto se hace de noche. En esa tiniebla de farolas apagadas, postigos cerrados, patrullas de vigilancia, sirenas de anuncios de bombardeos, pululan especies nocturnas de atributos extraños y difícil clasificación, y también criaturas inermes que rara vez logran huir de los depredadores. En la claridad diurna de la guerra cuesta menos distinguir a los héroes de los canallas y a los perseguidores de los perseguidos. Pero en cuanto cae la noche, casi todos los gatos son pardos, y a su amparo suceden a veces metamorfosis portentosas que nunca habrían sido posibles a la luz del día y en la normalidad de la paz. En la literatura de las ciudades de retaguardia, en las noches de guerra brillan con esplendor sombrío las escenas que cuenta Proust: avenidas silenciosas y vacías en la oscuridad, callejones de tabernas y prostíbulos llenos de soldados de permiso, muchas veces con un exotismo de lenguas y uniformes extranjeros. Los reflectores de la alarma antiaérea atrapan en sus conos de luz batallas de aviones frágiles de 1918 que tienen una precariedad de heroicidades de trapecio. Un zepelín se mueve en el cielo como la luna llena entre nubes veloces.
Las ciudades nocturnas en guerra se hacen mucho más peligrosas según avanza el siglo. Progresan las técnicas de destrucción y los aviones se vuelven mucho más letales; también se perfecciona la tecnología del terror político, y con ella, en torno a ella, la variedad de las especies humanas adaptadas al ecosistema de las tinieblas y de las ruinas, no solo las especies de los perseguidores y las de los perseguidos, sino las otras, las de los delatores, los aprovechados, los cazadores: los normales y decentes a la luz del día que al amparo de la oscuridad se transforman en criaturas monstruosas, y que quizá desaparezcan escondiéndose al amanecer o vuelvan a adquirir una apariencia de normalidad intachable.
De día, la gente mantiene la dignidad. De noche, algunos aprovechados tejen los hilos del posible cambio de bando
La noche de Madrid se transformó de golpe en el verano de 1936 aún antes de que se perfeccionara el toque de queda y arreciaran los bombardeos sobre la ciudad al mismo tiempo que se aproximaba a ella el ejército de los sublevados. A la luz agobiante de los días de julio y agosto y septiembre se veían con igual claridad los extremos del coraje y los del desatino, los desfiles de improvisada bulla militar, los colores vivos de los carteles de propaganda. A la luz del día, milicianos voluntarios subían en camiones a combatir en la sierra o tomaban el tranvía para disparar contra los invasores en el frente que se acercaba por el Manzanares. De noche se agravaba el derrumbe de la legalidad desatado por el levantamiento de los militares, y por la ciudad a oscuras circulaban coches incautados, unas veces con siglas pintadas en la chapa y otras no, unas veces conducidos por policías y milicianos decentes que cumplían su deber y otras por forajidos que aprovechaban el trastorno de todo para robar y asesinar, o incluso por iluminados que a simple vista no se distinguían de los forajidos, pero que robaban, asesinaban, detenían, torturaban, con la conciencia limpia, con la convicción de que estaban luchando por una sociedad sin explotadores ni explotados y que para lograrlo era preciso antes que nada esforzarse en la liquidación de los enemigos de clase.
Es un Madrid abismal del que podemos aprender con todo detalle en los libros de historia, y que entrevemos con la verdad inquietante del testimonio vivido en los relatos de Arturo Barea, de Manuel Chaves Nogales, Clara Campoamor, Elena Fortún. Es un Madrid de tinieblas parecidas al del París de la ocupación alemana, observa Fernando Castillo en su último libro, La extraña retaguardia. Las circunstancias políticas no tienen nada que ver entre sí, pero sí la atmósfera de incertidumbre y de peligro, y sobre todo un fenómeno que a Castillo le fascina al mismo tiempo que le produce horror: el cambio súbito que la llegada de una guerra impone en vidas en las que nada hasta entonces habría permitido intuir el grado de heroicidad o de vileza, de crueldad y codicia a los que podrían llegar. El Madrid de las noches de la guerra y de los primeros años más oscuros todavía de la posguerra, o la victoria, está poblado por gente que de la noche a la mañana se ha visto alzada al poder o ha sido obsequiada por el don de la impunidad, o ha tenido la ocasión de satisfacer ilimitadamente su codicia, o se ha visto forzada a cometer un crimen o una traición para seguir viviendo. De pronto, en la confusión de los primeros tiempos de la guerra, un exlegionario y delincuente común con inclinaciones falangistas puede convertirse en miliciano libertario y luego en agente doble, un dirigente menor de un sindicato de artes gráficas se encuentra dirigiendo una escuadra de perseguidores de posibles fascistas emboscados, un licenciado en Filosofía y Letras de 24 años recibe el nombramiento de director general de Seguridad en la Junta de Defensa de Madrid, un pícaro sin escrúpulos decide ganar dinero ofreciendo refugio a personas derechistas en la embajada de un país inexistente. La legalidad ha quedado tan en suspenso como las normas sociales. El enemigo se acerca a cada minuto a la capital sitiada y el Gobierno ha salido huyendo con una precipitación imperdonable. A la luz del día, la gente de la ciudad mantiene una gallarda dignidad colectiva, cava trincheras, improvisa fortificaciones, se alista para ir al frente, sin uniforme y casi sin armamento, aclama a las primeras columnas de las Brigadas Internacionales, que entran con premura en combate y ayudan a lograr lo que parecía imposible, el fracaso del asalto a Madrid. De noche, en la seguridad de la retaguardia, pistoleros, chantajistas, verdugos de poca monta, espías, aprovechados, torturadores por afición, viven como parásitos del heroísmo y el sufrimiento de otros, atesoran botines, se complacen ocupando oficinas: incluso empiezan a tejer muy pronto los hilos posibles del cambio de bando para cuando llegue el momento.
Fernando Castillo ha querido ser el biógrafo de todos ellos, el zoólogo y entomólogo de este universo nocturno que empieza en la confusión atropellada y sanguinaria del verano de 1936 y termina, para muchos, en la burocracia macabra, en la venganza metódica de los juicios militares y las ejecuciones después de 1939. En otros libros anteriores ha estudiado con igual erudición la nocturnidad turbia del París ocupado. Como esta vez escribe de Madrid, en su relato hay un fondo sin consuelo de tristeza española.
‘La extraña retaguardia. Personajes de una ciudad oscura. Madrid 1936-1943’. Fernando Castillo. Fórcola, 2018. 541 páginas. 27,50 euros.
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