lunes, 18 de marzo de 2019

Conversadora | Opinión | EL PAÍS

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Conversadora

Me amparo en el conocimiento y la política —mejor que en Dios—, porque no quiero estar sola ante las fieras

El presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, en una imagen de archivo.
El presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, en una imagen de archivo.  REUTERS
Tras una presentación en la vallecana librería Muga, Igor, el librero, me regala ¿Cómo conversar con un fascista? de la filósofa, artista plástica y crítica Márcia Tiburi, que ha tenido que salir precipitadamente de Brasil por culpa de uno de esos Gobiernos tan democráticos que nos estamos ganando a pulso con actitudes como la que suscita en mí el título de esta colección de ensayos: primero pienso ingenuamente que no, que eso que ella llama fascistas será otra cosa; que a lo mejor abusamos del eufemismo para atenuar la presencia fascista en lo real y estilizarla; que, si verdaderamente existen y no son elfos o trolls, por qué vamos a tener que conversar con esa gente. Tiburi apuesta por el diálogo en un estado de democracia amenazada que es, a la vez, una utopía posible: el diálogo crea comunidades frente al peligro homogeneizador del ruido, la visceralidad y las microverdades subjetivas que se erigen en gran verdad del sentido común —invisible cartilla del poder—. Tiburi, en un soberbio artículo, escrito en colaboración con Rubens Casara, titulado El arte de escribir para idiotas, acota los procedimientos retóricos utilizados por la prensa reaccionaria para cumplir con su agenda contaminante: tratar a quien lee como idiota, escribir mal, hacer sensacionalismo, utilizar clichés, atacar a alguien, emborronar la capacidad de relación conceptual hasta que se pueda practicar, con soltura gimnástica, esa inversión perversa mediante la que los individuos “normales” se unen para no renunciar a su normalidad —privilegios— porque se consideran “víctimas”. Los hombres, practicantes heterosexuales, ricas y ricos empresarios, patriotas nacionales, son las víctimas de individuos diferentes, anormales y discriminados, que alzan su voz para reivindicar sus derechos —mujeres, homosexuales, trans,proletariado, inmigrantes—. En las sociedades capitalistas, tras el rodillo del pensamiento positivo, las víctimas de pobreza y enfermedad tienen la culpa, y ese presupuesto abre un flanco al exterminio: cada día, jóvenes negros, trabajadores esclavos, son asesinados en el nuevo Brasil de Bolsonaro, que confía en Dios y le da gracias. Tiburi enarbola la alegría como forma de lucha, porque el fascismo sobrevive a la animosidad; recuerdo la película de Sorrentino sobre Berlusconi, quien, ante cualquier ataque —una chica le dice que su boca huele a viejo—, siempre reacciona de la misma manera: “Lo que dices no me afecta”. Impermeables, impenetrables, imbatibles, dentro de su cáscara acorazada de huevo de serpiente y siniestro Humpty Dumpty.
Sin embargo, lo más interesante de este libro es la conversión del fascismo en un posfascismo, deudor del mito ideológico fundacional, pero normalizado en distintos planos de nuestras vidas cotidianas: discurso del odio, xenofobia, circulación automatizada del fascismo en los nodos de las nuevas tecnologías, aporofobia… Tiburi, autocrítica, reveladora e insultantemente, nos ayuda a descubrir la molécula de ADN fascista que llevamos dentro y nos invita a recuperar la democracia, a través del honesto ejercicio de la política, para desenmascarar el odio bajo la polifonía falsa del perfecto diapasón del dinero y el mercado. La expulsión de la vida de quienes no consumen o producen. Pese a que las autoridades del conocimiento ya no están de moda —frente al nuevo éxito de caballeros cruzados y otras autoridades del golpe sobre la mesa—, me amparo en Marx, Luxemburgo, Adorno, Horkheimer, Lévinas, Deleuze, Guattari, Tiburi, me amparo en el conocimiento y la política —mejor que en Dios—, porque no quiero estar sola ante las fieras.

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