CAFÉ PEREC COLUMNA
Literatura: laberinto de clichés
El ridículo cliché de que las mujeres escriben sobre la vida doméstica y los hombres sobre la del intelecto sigue arraigado entre millones de lectores
Gustave Flaubert (1821-1880), fotografiado por Mulnier.
“Galgo: correr como un galgo”. “Literatura: ocupación de vagos”. “Dinero: no da la felicidad”. “Claroscuro: No se sabe qué es”
He vuelto a acercarme al Diccionario de lugares comunes, aquel proyecto de Flaubert de 1847 que acabó publicándose póstumamente en 1911: diccionario en el que, invocando con buen humor todo tipo de frases hechas, desplegó una crítica a la mediocridad de la burguesía de su época.
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Las cosas hoy siguen igual o, mejor dicho, peor. En el territorio de la literatura, sin ir más lejos, los tópicos son ya los amos de la casa. De hecho, nunca el ámbito de la escritura anduvo tan sobrecargado de clichés: se piensa y escribe cada vez más con prejuicios que provienen del mundo mental que nos hemos creado a partir de patrones del pasado. Es lo que un amigo llama siempre con cierta insistencia “clichés muy vigentes”, creando paradójicamente, al repetir demasiado el concepto, otro cliché.
Siri Hustvedt contaba no hace mucho cómo en Australia un profesor la entrevistó junto a su marido, Paul Auster, dando por sentado en todo momento que la obra de Hustvedt era “doméstica” y la de Auster “intelectual”. Parece que no, pero el ridículo cliché de que las mujeres escriben sobre la vida doméstica y los hombres sobre la del intelecto sigue arraigado entre millones de lectores. Este tipo de estereotipos culturales que siguen tan de actualidad, dice Hustvedt, son los que muchas veces impulsan nuestro modo de leer ficciones.
Evidentemente un diccionario de los clichés culturales más vigentes no va a caber aquí, pero nombraré algunos. La manía, por ejemplo, de creer que el autor de un libro es quien mejor puede interpretarlo o, en su defecto, explicarlo, cuando en realidad si es una buena obra no tiene explicación, y si es mala no tiene excusa. O la idea de que la gran literatura siempre termina emergiendo y no hay genio que no acabe por ser descubierto; creencia que, como mínimo, suena rara, porque significaría que somos infalibles, y eso es bien improbable; basta ver la cantidad de escritoras ignoradas a lo largo de los últimos siglos y cómo sólo ahora algunas comienzan a ser reconocidas.
O la idea de que es lo mismo un gran narrador que un gran escritor cuando –observaba Rodrigo Fresán el otro día– son dos cosas totalmente distintas. ¿Y qué decir de esa creencia de que la novela de un buen escritor tenga que ser completamente distinta de la anterior que escribió? ¿Por qué?
Más clichés o ficciones culturales: la convicción (tan hispánica, por cierto) de que los literatos son unos pobres románticos —este tipo de apreciación no ha cambiado desde Flaubert— que escriben por amor al arte (léase al respecto el reciente e incisivo artículo de Sara Mesa: La obscenidad de hablar de dinero)
Y aquí me detengo. Continuaría, pero ando literalmente sin espacio (frase que es otro lugar común), de modo que, con el permiso del lector, voy a salir ahora con calma por el foro, mientras cae el telón y con él, por hoy, el último tópico. Bueno, en realidad voy a salir corriendo. “Galgo: correr como un galgo”.
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