Mejor callar
La novela de Mariano Peirou llama la atención sobre qué decimos realmente cuando decimos algo
Portada de 'Los nombres de las cosas'.
Después de leer Los nombres de las cosas, de Mariano Peyrou (nació en Buenos Aires en 1971 y vive en Madrid desde 1976), me dan ganas de anunciarle al lector que esto no es una novela. En realidad se parece más a una pipa el célebre cuadro de René Magritteque la novela de Peyrou a una novela. ¿Y esto es bueno o malo? En el caso del autor madrileño, es bueno. Muy bueno. Pero vayamos por partes. La historia de la novela es también la historia de la no novela. Tenemos ejemplos ilustres, con los que no vale la pena cansar al lector. O dicho de otra manera, Los nombres de las cosas se inscribe en la confortante (que no confortable para muchos) tradición de las novelas que reniegan desde sus propios presupuestos a que se las llame así. Peyrou nos pone las cosas un poco más complicadas a la hora de una clasificación en la que su novela se sienta cómoda. No apela a ningún tipo de experimentación formal, ni sintáctica. Es más, su novela tiene un hilo argumental, como también lo tiene, a su manera, La vida instrucciones de uso, de Georges Perec; tiene tres personajes que ocupan el espacio de las peripecias, que se reúnen una vez a la semana para intercambiar los posibles nombres verdaderos “de las cosas” que nombran ambigua o equivocadamente.
En efecto, el narrador, que trabaja en un ministerio, se reúne con sus amigos Garzía y Amundsen. Garzía tiene una hija con su pareja holandesa, y Amundsen es novelista. El narrador tiene un hijo que se llama Nico. Los tres hablan de muchas cosas que van surgiendo. En ese intercambio de ideas, de vez en cuando se produce una alarma. Las palabras empleadas para nombrar las cosas a las que se refieren no son las exactas, no porque necesiten un sinónimo ni supercherías por el estilo, sino porque si la palabra no es la exacta no se ha nombrado ni dicho nada. El narrador le comenta, por ejemplo a Garzía, en un pasaje del libro, que la maestra le ha dicho que Nico se “despista”, y Garzía le contesta que no es cierto que se despiste, “está pensando en otra cosa”. La corrección no es inocente. La maestra ha hablado más de la cuenta. Si no tenía algo más ajustado a la realidad para acotarla, tenía que haberse callado. Y esto nos lleva a la posibilidad de que la novela de Mariano Peyrou se aproxime bastante a una especie de Tractatus del nombre de las cosas o los hechos. Quizás al lector le suene: “De lo que no se puede hablar, mejor es callar”. Pero paradójicamente en la novela, los personajes hablan bastante, sólo que todo lo que dicen o enuncian es mejor que no se lo callen. Es la sustancia irónica de esta novela. El mismo narrador se impone silencios abruptos, en alguna descripción que sabe ya que los lectores sabemos a dónde nos conducirá, como si quisiera ahorrarnos el blablablá que toda narración lleva, como una maldición, adherida a su escritura. Esos lastres que ni siquiera la narrativa más transgresora logra neutralizar.
Los nombres de las cosas es una manera endiabladamente inteligente de llamarnos la atención sobre qué decimos realmente cuando decimos algo. Tanto si hablamos de nuestros hijos, de nuestra madre o de la chica que nos hubiera gustado que le gustáramos.
Los nombres de las cosas. Mariano Peyrou. Sexto Piso, 2019. 232 páginas. 17 euros.
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