sábado, 1 de febrero de 2025

El monte de las furias Fernanda Trías

https://letrascorsarias.com/tienda/narrativa/el-monte-de-las-furias/ “Mi madre siempre andaba con el cuello de las camisas mojado. No se secaba las lágrimas. Las dejaba deslizarse mejilla abajo y había algo en esa humedad que le provocaba consuelo. A la ira la llamaba tristeza. Mi abuela era de fruncir la boca y podía quedarse callada un día entero sin dirigirte la mirada. A la ira la llamaba atropello. Todas nuestras vecinas andaban así, poniéndole otro nombre a su rabia. La llamaban cansancio. La llamaban mala suerte. La llamaban dolor de espalda. Si llovía la llamaban aguacero, y si salía el sol la llamaban bochorno”. Habla una mujer que se encuentra en la base de una pirámide que es una montaña. Tiene una relación íntima con esa montaña, de alguna manera está cumpliendo una misión allí, alojada en una casucha solitaria cuyas paredes rezuman toda la humedad de ese territorio entre las nubes. Un especie de encargo kafkiano como guardiana de una puerta, el límite imposible entre la naturaleza y el hombre. El último lugar en esa serpiente ascendente que es la pobreza: en el valle, la ciudad; más arriba, Pueblo Pobre; luego, los ranchos; después, la caseta del Celador; arriba de todos los caminos, ella. Y luego, la montaña. La montaña lo preside todo y se expresa a su modo geológico, con indiferencia ante esas pequeñas hormigas hacendosas que la horadan. Lo ve todo y lo abraza todo, porque todo parece salido de su entraña. Envidia, si acaso, “la paz de las grandes cordilleras”, quizá porque ella tiene excesiva cercanía a la autodenominada civilización. Hay una diferencia entre la montaña y los hombres: “La montaña es violenta, pero no lo hace buscando beneficio propio”, dice ella. Esa mujer, de la que no sabemos ni el nombre, va a dar la espalda al valle y mirar a la montaña, y en ese aislarse va a encontrar un pequeño alivio para una rabia enorme que la consume por dentro, una rabia condensada como la niebla en las hojas de los árboles, ese veneno que le sube por las venas. Siente la rabia y quiere nombrarla, hacerla palabra. Sí sabremos, si nos acercamos lo suficiente, que fue una niña con una infancia marcada por el abandono y el desprecio de una mujer, su madre, marcada a su vez por el abandono y el desprecio de los hombres. Y que su gran dolor fue dejar la escuela, dejar, como dice ella, de pensar en la ciencia. Como si el contacto con las posibilidades del conocimiento le hubiera provocado una rozadura profunda que ya no va a cicatrizar jamás. Le preguntó a su madre cómo es la vida y le respondió: “Es, dijo, es. Para la vida no se necesita diccionario, dejamequetediga, se necesitan conocidos y obediencia”. Al pie de la montaña, sola, va a vivir con el instinto de un animal y con el auxilio de las palabras, que va a convertir en memoria escribiéndolas en un cuaderno. De su mano va a salir un lenguaje abrupto que se abre en imágenes que conservan el misterio de las cosas, una pureza expresiva que nace de una mirada teñida tanto por los resquicios de la inocencia –un querer vivir, un deseo–, como de una profunda decepción ante el mundo: la mirada de un perro que ha sido apaleado pero que todavía confía en la buena fe de quien se le acerca con un palo escondido en la espalda. Ella es la narradora de El monte de las furias, la nueva novela de Fernanda Trías. Cuando leímos La azotea, el título que inauguró el catálogo de la editorial Tránsito, vimos hasta qué punto podía manejar la sensación de claustrofobia y recorrer los laberintos oscuros del pasado y las relaciones familiares. Ahora lleva todo eso a campo abierto y mantiene esa atmósfera de teatro prohibido. “Después, como si brotara de entre los hombres, apareció la máquina. Avanzaba lento, aplanando el suelo, y los hombres se apartaron con reverencia. La montaña entendió que así es como los hombres parían, dando a luz a las máquinas”. Es maravilloso comprobar como Trías consigue que esta novela gire en torno a temas centrales de la contemporaneidad –la violencia estructural, la depredación de recursos, la pobreza, la vulnerabilidad de las mujeres, los desaparecidos en América Latina– y que todo eso se convierta en una escritura elusiva, compleja, en voces de personajes y nunca en declaraciones. En literatura, al fin y al cabo: cada frase parece estar bañada por el fondo y la forma, por una brillantez oscura y totalmente absorbente.

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