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Para superar el tedio y la nostalgia, el estudiante Miecysław Wojnicz, encerrado en el sanatorio para tuberculosos de Görbensdorf, se entrega a tardes y noches de licor y conversaciones distendidas con los demás huéspedes. Es 1913 y, en el sur de la actual Polonia, se respira la calma tensa de una Europa de preguerra. Lentamente, Wojnicz empieza a cogerles gusto a las cenas que se prolongan hasta bien entrada la noche.
En una de estas veladas, Frommer, otro huésped del sanatorio, les habla a los demás jóvenes de la cuarta dimensión. «Vivimos en tres dimensiones: longitud, anchura y profundidad», dice, «pero ¿ha oído usted hablar de la cuarta dimensión?», pregunta a Schwärmerei, que acaba de llegar. Resulta que, en un país llamado Flatlandia, unas criaturas llamadas planijas habitan una realidad bidimensional, en la que la profundidad no existe. Y estas criaturas desconocen que hay una realidad, la nuestra, en tres dimensiones: solo la atisban a momentos, cuando los seres tridimensionales atraviesan la superficie de su territorio plano, sin llegar a comprender del todo qué es esa forma que se les presenta.
¿Y si nosotros también somos habitantes de una realidad limitada, de un mundo de tres dimensiones que es solo una parte pequeña de un universo más ancho, más complejo, con cuatro dimensiones o más? «No tenemos herramientas ni sentidos para poder percibir un mundo con una dimensión más», sentencia Frommer. De la misma forma que las planijas habitan en una banda de Möbius que simula una extensión sin final, podría ser que nosotros viviéramos en una realidad que no somos capaces de entender, en la que hay algo que siempre, siempre, se nos va a escapar de la comprensión.
Esta escena de Tierra de empusas, la novela con la que la Premio Nobel Olga Tokarczuk regresa a la ficción, se basa en un libro que Edwin A. Abbott publicó en 1884, Planilandia, donde la vida, narrada por un cuadrado, se desarrolla en un mundo bidimensional habitado por formas geométricas. Con una alegoría en la que cada habitante es encarnado por una de estas formas (las mujeres son líneas, consideradas inferiores; la población de clase baja son triángulos isósceles…), Abott firmó una crítica social que satirizaba la rigidez de la jerarquía social victoriana, la discriminación por razones de género y la resistencia al cambio. Tal fue su incidencia que científicos como el astrofísico Carl Sagan se inspiraron en esta novela para articular sus investigaciones.
Hoy en día, Planilandia sigue siendo un texto referente para explicar dimensiones más allá de las que percibimos. A partir de esa obra podemos hablar de la teoría de cuerdas, que postula que el universo tiene hasta diez dimensiones, de la quinta dimensión de Kaluza-Klein, que podría unificar la gravedad con el electromagnetismo… pero sirve para hablar, también, de las vidas que dejamos de ver por tener una mirada simple, maniquea y binaria. Y es ahí donde hace hincapié Tokarczuk: su libro, que retoma y reformula elementos y sitios comunes del Romanticismo, de lo gótico, de las clásicas novelas de jóvenes tuberculosos, se puede leer como una reescritura que, mientras visita el canon, lo ensancha.
¿Cuántas realidades nos perdemos cada día? ¿Cuántas cosas dejamos de percibir cargados con nuestros prejuicios, nuestros esquemas morales, nuestras verdades autoimpuestas? ¿Y si la realidad fuera algo distinta de como la percibimos? Albert Einstein dijo: «La realidad es meramente una ilusión, aunque muy persistente». Lo que no sabemos es si se refería a la física, su campo de investigación, o simple y llanamente a la vida, la vida de todos.
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