Vida a ras del suelo
Rafael Navarro de Castro narra una epopeya de la subsistencia, 80 años de una existencia de trabajo en el campo sin salir de la pobreza
Garganta del río Monachil, en el parque natural de Sierra Nevada. ALAMY STOCK PHOTO
Nada más confortante, en un panorama de escritores “productivos”, apegados a la promoción de su nombre, que la imprevista irrupción de un autor con la única credencial de una novela, por lo demás muy consistente, de tema agrario, por tanto retráctil, que no se pliega a escudriñar el insondable y repulido presente, sino que aborda una forma de vida hoy tal vez vetusta, pero que fue milenaria, sobre la gente del campo que sobrevivía con un esfuerzo descomunal frente a la tierra que obliga a una manutención primitiva y fatal. De Rafael Navarro de Castro (Lorca, 1968) sabemos lo que indica la solapa, y es más que suficiente. Aquí se trata de otra cosa: de actualizar, con la lectura, un mundo que, si bien ha desaparecido en su aspecto más despiadado, su rememoración interviene en un momento que merece en justicia una aplicación no afligida, sino más bien admirable.
No obstante, hay en La tierra desnuda tanta consternación por su protagonista, Blas, apodado El Garduña, como azoramiento por el patetismo con que se desenvuelve y consume su vida. La novela abarca un tiempo que se ajusta, con sus antecedentes, al marco de la llamada memoria histórica, de 1932 a los días de introducción del móvil, un instrumento que no será útil, a la hora de la muerte, a quien tuvo siempre en las manos otras herramientas.
Son 80 años en los que seguimos paso a paso la rudeza y calamidad (también la delectación sexual y el consuelo del amor) de una existencia abocada al ahínco del trabajo, sin salir nunca de la pobreza, manteniéndose honradamente en un territorio muy limitado, adivinando el mar al fondo, sin conocerlo nunca. Blas nace sobre una mula y morirá, de un ataque al corazón, sobre otra cabalgadura. Entre ambos trotes de bestias de carga no recibe ninguna educación, ni enseñanza, solo su adscripción a la vida tenaz y sufriente de sus ancestros, “una vida a ras del suelo, pegada a la tierra, sometida a los frutos y las estaciones”.
Nada de lo que se narra en La tierra desnuda resultará ajeno al lector, aunque no haya frecuentado el campo, o lo vea, como decía Machado, “por mera afición al paisaje”. Esta novela es una epopeya de la subsistencia. La epopeya subrepticia, viva en la memoria común, del hombre marcado por un destino que se disuelve en la heroicidad cotidiana, en la lealtad a los trabajos de la tierra que, a pesar de su brutalidad, traen la necesidad del sentido. Y este sentido (la razón primordial de una vida) lo transmite magníficamente Navarro de Castro con una prosa de apariencia despreocupada, sin ceder al tremendismo ni a una retórica de fogosa querencia a la vida campesina. “Es en la soledad campesina”, otra vez Machado, “donde el hombre deja de vivir entre espejos”.
Acaso por una extraña ley de compensación, hay cierta tendencia a la nostalgia de la vida rural. En España es un mundo en extinción, y lo que queda se complace en su bienestar. A esto no atiende esta novela. Configura un mundo a punto de convertirse en mítico. En Blas se concentran los términos primordiales, en su punto más originario, de la infancia, la juventud, la madurez y la vejez. Pero también La tierra desnuda aglutina todos los aspectos que una novela no puede echar en falta: el clima político, la autoridad desafiante, el odio más allá de lo inescrutable, el asesinato, la humillación, la moral indeseada, la religión envilecida, el maltrato familiar… Y no hay personaje, incluso el más abyecto, cuyo carácter no esté trazado con esa nitidez que permite conocer su drama más recóndito y prever las consecuencias de sus actos.
La tierra desnuda. Rafael Navarro de Castro. Alfaguara, 2019. 528 páginas. 18,90 euros.
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