Hijas de Toni Morrison
La escritora Zadie Smith recuerda el impacto que causó en su niñez la poderosa literatura de la Nobel fallecida y agradece el espacio que abrió para las mujeres negras de su generación
La escritora Toni Morrison. TIMOTHY FADEKCORBIS / GETTY IMAGES
Leí las primeras novelas de Toni Morrison muy joven, probablemente un poco demasiado joven, cuando tenía alrededor de 10 años. No siempre podía seguir sus experimentos lingüísticos o la densidad de sus expresiones metafóricas, pero a esa edad lo que importaba incluso más que su escritura era el hecho de sí misma. Sus libros inundaban las estanterías de nuestro salón y aparecían en múltiples ejemplares, como si mi madre estuviera intentando asegurarse de que Morrison había llegado para quedarse. Ahora, en 2019, resulta difícil recrear o describir la insondable necesidad a la que daba respuesta. No había black girl magic(magia de las chicas negras) en el Londres de 1985. De hecho, en lo que a cultura general se refiere, no había “chica negra” que valga, como no fuera en la canción, el baile o el atletismo.
En las estanterías de mi madre sí que había “escritoras negras” y “Toni” era la primera entre ellas, pero ninguno de esos seres se mencionó jamás en ninguna de las clases a las que asistí y no puedo recordar haber visto nunca a ninguna en televisión, o en los periódicos, o en ninguna otra parte. Por eso, leer Ojos azules, Sula, La canción de Salomón y La isla de los caballeros por primera vez fue algo más que una experiencia estética o psicológica; fue algo existencial. Como muchas chicas negras de mi generación, le di a Morrison, como persona individual, una función imposible. Quería ver su nombre en el lomo de un libro y sentir la misma presunción lánguida y la misma seguridad arrogante de relación familiar, de potencial heredado, que sentía cualquier chico anglosajón en el colegio —independientemente de lo poco cultivado o lo indiferente que fuera hacia la literatura— cada vez que oía el nombre de William Shakespeare, por ejemplo, o de John Keats.
Ningún escritor debería tener que soportar esa carga. Lo que Morrison tiene de extraordinario es que no solo quería esa carga, sino que además era equivalente a ella. Sabía que necesitábamos que fuera no solo una escritora, sino un discurso, y se convirtió en uno, creando su lenguaje de la nada y concibiendo cada novela como un proyecto, como una misión, y nunca como mero entretenimiento. De la misma manera que existe una frase keatsiana y una shakespeariana, Morrison creó una frase inequívocamente suya, abundante en metáforas compulsivas y autogeneradas, tan llena de subordinadas como una obra de oratoria presidencial del siglo XIX, y siempre fiel a la creencia primordial de que el lenguaje narrativo —el lenguaje narrativo metafórico, tortuoso, ambivalente, poco rotundo e inconcluso, con sus raíces en la cultural oral— puede ofrecer una forma de conocimiento distinta del, como decía ella, “lenguaje calcificado de la academia o el lenguaje de primera necesidad de la ciencia” y opuesta a ellos.
La frustración del potencial humano fue su gran tema, pero no tenía nada de subconsciente o accidental; no podía permitirse que lo tuviera. En Ojos azules,por ejemplo, ¿cómo se puede escribir sobre odiarse a uno mismo sin entregarse a ello? ¿O sobre demonizar la costumbre? ¿O sobre entregar el poder de la victoria precisamente a la cultura que ha creado ese sentimiento? Todo ello se debía pensar detenidamente y ella pensó en todo, como novelista en activo pero también como crítica y como académica. Para mí, la parte más asombrosa de su último libro de ensayos, The Source of Self Regard (La fuente de la autoestima), es el nivel de crítica académica sostenida al que fue capaz de someter sus propias novelas, como una arquitecta mostrándonos un edificio que ella misma hubiera concebido, con la misma conciencia de su belleza pero también de su utilidad. Toni Morrison se puso al servicio de los suyos, como pocos escritores han sido llamados a hacer, y lo consideraba un privilegio. Gran parte del proyecto consistía en el ennoblecimiento de la cultura negra en sí misma y su deliberado revestimiento de un vocabulario digno de sus glorias. Para quienes consideraban estrecha la entrada a sus edificios, tuvo muchas réplicas célebres. Y ahora —en buena medida debido a su determinación a que no la desviaran de su proyecto— naturalmente entendemos que no hay entradas estrechas a los edificios de la historia, la experiencia y la cultura. Porque cuando se trata de formas de narrar, de formas de ver, la historia de cada hombre es infinita. Y de cada mujer negra también. Este terreno infinito es el que Morrison abrió para chicas como yo que habían temido lo contrario.
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