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“El abogado me había advertido que para ser un buen librero hay que ser inteligente, pero que nadie verdaderamente inteligente quiere ser librero”, escribe Manuel Arroyo-Stephens en De donde viene el viento, el libro que reúne los textos que habían permanecido inéditos tras su muerte, libro que hemos leído no sólo como lectores sino como libreros y para cuya lectura no ha sido necesaria una inteligencia especial, porque la inteligencia ya la pone toda el autor.
(Estamos suponiendo en esa frase que leer como libreros y leer como lectores es algo que, de alguna manera, puede ser distinto o excluyente o complementario, no sabemos, tenemos que pensar en ello, lo hemos escrito sin darnos cuenta).
El otro día pasó por aquí alguien que dijo –con esa rotundidad de lo que se expresa en voz alta en librerías y bares– que Arroyo-Stephens era el mejor escritor español del siglo XX. Tanto da que sí o que no. Esas frases suelen revelar más de quien las pronuncia que sobre su contenido mismo: de sus gustos, sus filtros, de lo que ha leído y de lo que queda por leer, que siempre es casi todo.
“¡Y tú quieres hacerte tendero! Tú, que parecías tan listo, te vas a dedicar a vender libros, ¡a vender li-bri-tos!, concluyó con un gesto de desdén. El ingeniero Peláez había espabilado mucho desde que salió del túnel del metro. Cada día era más simpático. Al contrario que yo, cada día más ‘idealista’, según él. Pronunciaba idealista con el mismo desprecio con que pronunciaba las palabras libros y tendero”, cuenta cómo le abroncaba un compañero en una empresa dedicada a los pelotazos y la compra-venta de voluntades políticas bajo el franquismo y la primera democracia, donde trabajó antes de que decidiera abrir la librería Turner, en Madrid.
La historia de Turner es bien sabida, primero como librería y luego como editorial. Construyó un fondo de autores exiliados, mantuvo abierta una trastienda en la que funcionaba en una especie de bucle sin fin una tertulia altamente política y etílica por donde pasaba todo el rojerío literario de los setenta. Así hasta que se cansa de tanto trajín y se dedica sólo al libro en inglés y de texto, un negocio mucho más lucrativo: “Las colas en la librería eran interminables y los clientes no preguntaban por títulos difíciles, no pedían descuentos ni daban la lata con sus comentarios”, dice con su irónico sentido del humor.
Descansa más, lee incomparablemente más –como librero, editor y lector– y se dedica a editar, viajar y vivir una vida que podríamos calificar como llena de sorpresas: “Tuve tiempo de ser apoderado de un torero cojo, promotor de un cantaor flamenco y de una vieja cantante de rancheras, productor de cine y director de circo”, escribe.
Y también dedica su tiempo a escribir, y ahí están sus pocos libros, que siempre se articulan en ráfagas de ficciones, recuerdos, cuentos breves o novelas cortas, abarrotados de una vida que sabe convertir en palabras con una prosa alegre, transparente, capaz de elegir y elaborar cada detalle revelador sin dejar de ir decididamente al grano. Sus libros parecen un prontuario de acciones que alguna vez alguien hizo con la idea de que al menos parte de su sentido fuera ser contadas.
“Lo peculiar de casos como el mío, que a lo que he dedicado mi vida ha sido al comercio, es que me sienta obligado a dar un testimonio, no sé por qué ni para qué, tampoco para quién. A juntar recuerdos propios, prestados e inventados, para con ellos contarse uno a sí mismo su propia historia, a convertirlo todo en una narración que al contrario que la vida pueda tener algún sentido”, dice hacia el final del libro.
“El mosquito pica y rascarse es inevitable”, podría ser el resumen de su actitud ante la escritura.
Nuestra inteligencia librera sabe reconocer a un buen librero y también, a veces, a un buen escritor. Y a decir que De donde viene el viento es nuestro libro de la semana.