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“El primer número ha sido repulsivo, hipnótico, ofensivo, etc. Me daba asco hasta tocar las páginas… Sigue así”, le escribía un lector llamado Dave Stevenson desde Altadena, California, a Daniel Clowes después del debut de la publicación de su revista Bola ocho en 1989. Y siguió, vaya que si siguió.
Entre los diversos usos que se le pueden dar a una máquina del tiempo cuando la inventen y funcione, no es descartable que alguien pueda elegir ser un joven norteamericano de los noventa, un Dave Stevenson de la vida, y asistir en directo durante una década a la publicación en directo de ese artefacto que –justo a revistas producidas por autores como Chris Ware, Julie Doucet, Joe Matt, los hermanos Hernández o Seth– revolucionó el cómic underground para siempre. Nos gustaría, por qué no, experimentar ese impacto.
Volver de tu tiendita de cómics favorita, abrir la revista y encontrarte con ese momento fundacional: media página con un retrato en primer plano de una mujer anónima, el pelo negro peinado al estilo de las actrices de los cincuenta, ojeras marcadas, unos pendientes de las máscaras griegas del teatro (la comedia y la tragedia), creando una tensión con su mirada directa, una mirada concentrada, un instante que transmite tanto plenitud como melancolía y también la sensación de estar aguantando un peso cercano a lo insoportable.
Es la primera viñeta de la serie titulada Como un guante de seda forjado en hierro, el Clowes más oscuro, toda una declaración de principios: un viaje en blanco y negro a las profundidades de la psique norteamericana justo en el momento final de la Guerra Fría, apenas un mes antes de la caída del Muro de Berlín. Toda la herencia de la Serie Z regurgitada y puesta al día, la exploración de un mundo alienado, como si nos estuviera diciendo: todo esto se está construyendo sobre una base de locura y aquí tienes una pequeña cata.
Entre el 89 y el 97, Clowes publicó dieciocho números de una revista que, además de contener otras series mayores que luego publicaría de forma independiente como Ghost World, nos ofrece un sinfín de material altamente juguetón e irreverente: las aventuras del descabellado detective Lloyd Llewellyn, las cartas de los lectores, un concurso de bromas telefónicas, una mirada vitriólica a los entresijos del mundo del cómic y del arte –inolvidables Dan Pussey o Art School Confidential–, historias sueltas como la maldición del hombre que ríe y escupe o el original Carapolla, etcétera, etcétera.
Cambios de registro gráfico según el tipo de historia, viñetas para enmarcar por doquier, una especie de odio visceral a todo el mundo, en fin, algo inagotable y que no revelamos nada si decimos que influyó decisivamente en revistas alternativas españolas y en programas como La hora chanante. Un regocijo constante.
Pues bien, mientras inventan la tecnología que nos devuelva a los noventa y a nuestra alegre juventud, tenemos aquí algo parecido a esa máquina del tiempo: un libro con todo Bola ocho, un integral como dios manda, los dieciocho números tal y como se publicaron originalmente, uno detrás de otro, en una edición cuidadísima, canónica, a cargo de Fulgencio Pimentel y traducida por Alberto García Marcos. Un tocho de considerables dimensiones físicas y simbólicas, una piedra sobre la que edificar tu biblioteca de imprescindibles del cómic, que entre nosotros ha caído como la pedrea del Gordo de navidad por anticipado.
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