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Que los libros ocupan un espacio físico muy concreto es algo que sabe de sobra cualquier lector que haya pasado por una o varias mudanzas. El espacio que ocupan en el imaginario de una época, en una cultura, es algo sujeto a muchos más matices. “Si le tiramos una foto a un cadáver y sale movida ¿Quién tiene la culpa? ¿El fotógrafo o el cadáver?”, escribía Antón Reixa en la obra teatral El silencio de las Xygulas. En esa fotografía fija que es el canon cultural de cada momento, hay obras literarias que aparecen movidas, borrosas, como si el fotógrafo tuviera prisa o estuviera a otra cosa. Pero los libros, obcecados en su existencia y en su irreparabilidad, se resisten a desaparecer.
Miguel Salabert (1931-2007) publicó la novela El exilio interior en 1961, en Francia, donde se había refugiado tras participar en las revueltas estudiantiles contra el régimen de Franco en 1956. Allí se dedicó al periodismo, y en un artículo de 1958 publicado dentro de un especial de L’Express sobre la juventud europea ya acuñó esa idea del exilio interior, un sintagma que parece haber estado toda la vida con nosotros y que ha sido manoseado por unos y por otros hasta perder su significado. La novela fue traducida y publicada en varios países y recibida como un valioso testimonio, desde la ficción, de la posguerra española.
Tardó en publicarse aquí. En el prólogo a la primera edición española –Anthropos, 1988– escribía: “El exilio interior no es ni una vaina literaria ni una ya ajetreada muletilla para uso de políticos y periodistas. Es, fue, una realidad histórica. Una realidad que, en un sentido lato y como contrapunto a la España descuajada y peregrina del exilio, incluía y expresaba a la España aherrojada, cautiva y marginada en sus propias entrañas físicas, es decir, incluía a todos aquellos españoles que resistieron pasivamente o cuya única forma de colaboración con el franquismo consistió en no luchar activamente contra él. En sentido más restringido, el exilio interior era el repliegue de la conciencia a la impura subjetividad, una conciencia inconsciente de que ‘los hombres no son impotentes más que cuando admiten serlo’, cuando, precisamente, éramos millones los que nos sentíamos, uno a uno y uno por uno, impotentes”. Una suerte, dice, de autismo social.
En 1988 España estaba lanzada hacia otras metas que tenían mucho más que ver con el olvido que con la memoria, con pasar página que con leer estas páginas y algunas otras. Y la novela pasó inadvertida. Ahora vuelve, editada por Hoja de Lata, con un extenso prólogo filológico y sociológico de Isabelle Touton y Germán Labrador, y un epílogo de su hija, la también escritora Juana Salabert. Y, creemos, que no puede volver a pasar de largo, porque su escritura resiste a la perfección estos sesenta años de permanencia y porque funciona como un antídoto a esa idea tan popular hoy de darle la vuelta al calcetín roñoso de la historia de la dictadura. Como escribía Salabert en el prólogo, el franquismo estaba “más embalsado que embalsamado”.
Se le ha dado a El exilio interior una lectura de novela picaresca, quizá porque el narrador es un niño, Ramón, que con un padre encarcelado y condenado a muerte por rojo, intenta sobrevivir –“subvivir”– a fuerza de rabia frente a los muros que se erigen para los perdedores: el hambre, la pobreza –material y espiritual–, la arbitrariedad del poder, la omnipresencia de una idea del castigo, la derrota y la culpa. La muerte del alma.
Ramón crece a duras penas, entre platos sin sustancia, los reproches de una madre sobrepasada que sufre sin desahogo posible, la ausencia de un padre que no va a saber convivir con la indignidad, las burlas de un hermano trepa, la rigidez amoral de instituciones educativas y religiosas. Todo lo mira con una mezcla de ingenuidad y fiereza, es nuestro testigo en un mundo amenazante, y maneja un sentido del humor que podríamos definir, más que negro, como fúnebre.
La escritura de Salabert brilla altísima cuando describe con un pulso de narrador casi periodístico algunas escenas de la vida cotidiana alojadas en su memoria: los familiares de los presos en el patio de la cárcel, las colas del hambre, la asfixia de la casa familiar bajo las pobres bombillas, los paisajes de Castilla cuando trabaja como viajante. Sus imágenes nos resultan familiares, y por debajo late constantemente la impotencia, un humanismo frustrado que lleva a los hombres a un proceso de “autoantropofagia” que los reduce a sus huesos. Narración, pensamiento y una poética despojada de retórica.
“Si me ha bajado en marcha de mi yo, es para situarme al lado de los huérfanos, de los anónimos, de los olvidados, de aquellos para quienes eso de la ‘angustia existencial’ consiste en la dificultad de pasar la vida de un día a otro. Estos son los míos. Ahora sí puedo decirles: ‘Mi egoísmo sois vosotros’”, dice Ramón ya universitario, rodeado de compañeros que abrazan el cinismo y el vino como vía de escape. Su toma de conciencia, su camino hacia algún tipo de libertad.
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