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¿Cómo nace un libro? ¿En qué rincón del cuerpo, del tiempo, comienza su gesta onírica? ¿Qué ocurre con el intelecto cuando una ráfaga de poemas lo cruza, lo acaricia, lo electrocuta? Amarilis nació del deseo. Pero no del deseo domesticado ni codificado, sino de un deseo ritual, telúrico, convulsivo. Fue escrito en un estado de desdoblamiento, como si una parte de mí pudiera tocar lo que la otra no alcanza. Así entiendo la fascinación: un fulgor que se alcanza, pero no se posee.
Este libro se escribe con el cuerpo, con sus temblores, sus inseguridades, sus formas de mirar el mundo y de nombrarlo desde el asombro. La figura del Toro –criatura dionisíaca– cobija y erotiza al yo poético, mientras este se confiesa con la flor. No se trata solo de una historia de amor entre cuerpos humanos. Quise pensar un triángulo amoroso más amplio, en el que los elementos de la naturaleza también dialogan, intervienen, danzan.
Al releer Amarilis, siento que no fui yo quien creó todo esto. Es la flor quien escribe su silencio. Yo apenas fui una espía seducida. Tal vez por eso, por primera vez, sentí fascinación al escribir un libro. Los anteriores siempre estuvieron más adelante que yo; los comprendí después.
Este libro también es un secreto homenaje a las poetas que amo. Mi formación poética está hecha de mujeres que encendieron su época con imágenes que transformaban el dolor: Anna Ajmátova, Marina Tsvietáieva, Bella Ajmádulina, Chantal Maillard, Hanni Ossott. También las poetas griegas del siglo XX, que me enseñaron a hablar con el pasado sin despegar los pies del presente. De ellas aprendí a filosofar desde lo poético, a herir y curar. Amarilis es flor, sí, pero también es ánima, mito y leyenda. No regala su sexo: lo custodia, lo hace ritual. Con este libro quise, también, aprender a cuidar las flores como lo hacían mis abuelas: en soledad, en compañía de la belleza.
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