domingo, 22 de junio de 2025

Sin supervivientes Sam Tallent

https://letrascorsarias.com/tienda/narrativa/sin-supervivientes/ Casi todo lo que podamos decir hoy del libro que más hemos disfrutado esta semana estaba ya contenido en una canción, una gran canción. Payaso, escrita por el compositor mexicano Fernando Z. Maldonado y grabada por Bambino y su combo flamenco a finales de los sesenta, cuando Bambino era un terremoto que apenas tenía que hacer un amago de contoneo y subirse hasta el pecho los faldones de su chaqueta para que aquel arrebatado mundo del tablao flamenco y la sala de fiestas de provincias se pusiera a los pies de su voz. Actitud, bongos y jaleo. Fuego. No se ha visto nada igual. Payaso Soy un triste payaso Que en medio de la noche me pierdo en la penumbra Con mi risa y mi llanto. Mucho tiempo después, Isabel Gemio le entrevista en televisión. Los años llenos de noches han pasado por él. Su estudiado peinado, negro, pegado a la sien por el sudor, la misma intensidad. Se diría que su centro de gravedad es la canción, la canción que está cantando en ese momento exacto, en ese escenario. Canciones compuestas por muchos, pero que parecían afluir hacia él de manera inevitable. ¿De dónde sacas la energía para cantar así?, le pregunta Isabel. “Eso digo yo”, responde medio en broma Bambino, Miguel Vargas Jiménez, que iba a morir con su melena ya blanca y la garganta rota en 1995 en Utrera. No puedo soportar más mi careta Y ante el mundo estoy riendo Pero dentro de mi pecho, mi corazón sufriendo. Pero hoy no va de canciones, hoy no vamos a rentabilizar aquí las horas y horas que hemos pasado viendo vídeos de Bambino, brindando con su música y leyendo sobre él. Otro día. Hoy va de risas, de cómicos. De ese contraste entre el momento del escenario donde se convoca la carcajada y lo que ocurre luego, cuando toca vivir y nada más que vivir. Están esas historias de redención y desenganche de las drogas –de la droga, la cocaína es la droga de la comedia contemporánea– que cuentan JJ Vaquero o Gustavo Biosca, España, siglo XXI. Álex de la Iglesia lo ha explorado muy bien tanto en Muertos de risa, una de sus mejores películas, como en aquellos terribles payasos de Balada triste de trompeta, interpretados por Carlos Areces y Antonio de la Torre. De eso va también El fin de la comedia, de Ignatius Farray, un gran conocedor de la historia de su profesión bajo un estilo tendente a lo irracional. Y, si nos apuras, por qué no ver The Office, la americana, como un prolongadísimo momento incómodo donde un cómico no consigue hacer reír a una audiencia más o menos cautiva. El chiste, qué buen tema. El chiste contado en directo, eso que ya hemos llamado stand up –y toda la herencia de comediantes desde el fango ferial del Teatro Chino de Manolita Chen a los cabarets y la televisión–, como uno de los espectáculos más vivos y en el filo al que podemos asistir. Alguien está solo ahí arriba y tiene que hace reír a gente que ha pagado una entrada para reírse: no te vale con un primer nivel de sorpresa. “Si uno solo de los innumerables intangibles necesarios para propiciar la risa se desajusta lo más mínimo, quince minutos pueden hacerse eternos para quien está en el escenario, solo, asfixiándose, sucumbiendo a una muerte lenta”, escribe Sam Tallent en Sin supervivientes, un libro que incluye esta dedicatoria: “Este libro está dedicado a los cómicos, pero solo a los que tienen gracia. Y dice también: “La buena comedia es veraz y la verdad es cruel”. Tallent es cómico y ha escrito una novela amarga, desasosegante y maravillosa sobre un personaje llamado Billy Ray Schafer, al que acompañamos de gira durante una semana de su vida: tugurios desastrosos, moteles, coches de alquiler, la despedida de soltero de un ricachón. Una historia de auge y caída, pero sin el auge. Pero lo hubo: Schafer saboreó el éxito, su estilo era duro, pendenciero, y él era una roca que pisaba grandes escenarios y los programas de televisión que veían millones de personas. Y funcionaba. Aprendió a hacer reír en la cárcel, donde estuvo por unos asuntillos: después de ese público, todo lo demás parecía sencillo. Pero en algún momento, cayó. Y ahí lo tienes, divorciado, con dos hijos a los que lleva años sin ver, enlazando actuaciones y resacas extremas. Escarbando hasta encontrar el fondo, el punto álgido del dolor autoinfligido. Un desastre. Y sin embargo, se sube al escenario y sigue ocurriendo: “Fue como un despertar. Durante los siguientes cuarenta y tres minutos, la voz de Billy Ray fue la sangre de sus venas. La realidad se había evaporado. Él era su pastor, y ellos iban allá donde los dirigiera. Hechizados, hablaban en lenguas: la risa, el lenguaje sin palabras de la comunicación más pura, el acoplamiento antinatural entre la lógica y la primalidad. Billy Ray exploraba el espacio e improvisaba con lo que iba viendo. Devoraba el escenario como un animal desatado, empujando, tirando, marcando límites para luego traspasarlos, enlazando un fragmento con el siguiente sin solución de continuidad con una exhibición de trapecismo vocal. Su concentración era tan intensa que despedía fuego y azufre. Aunque ya no tenía la agilidad de los mejores tiempos, su forma de trabajarse al público seguía siendo contundente, basada en el fuego rápido. Lo único que veía eran objetivos: pasaba de una persona a la siguiente, entretejiendo alusiones, operando a múltiples niveles a gran velocidad, como un malabarista con múltiples pelotas. Parecía fácil porque, para él, lo era”. Si no te miras al espejo, si no piensas en nada más, quien ha hecho del escenario el centro de su vida por un momento vuelve a ser aquel que lo incendiaba todo con su intensidad. Y que quemaba todo a su alrededor hasta quedarse solo. El título Sin supervivientes es una frase que intercambian los cómicos al salir del escenario cuando algún compañero le pregunta a otro cómo ha ido. Si ha ido bien. Podríamos extenderlo a esta novela, un libro capaz de llegar a la esencia sobre el trabajo de la risa dentro de una historia que lees pegándote a un personaje a todas luces desagradable, como hacía el bribón de Jim Thompson con sus protagonistas. Y deseas que no le pase nada malo. Bueno, nada peor. Que en algún momento arranque su máscara de cinismo y autocompasión y la arroje al asiento de atrás junto con las latas de cerveza y las bolsitas de pollo y medio vacías. Y tienes que leer hasta la última página para saber qué pasa. Sin supervivientes, con traducción de David Paradela, libro de la semana.

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