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Tenemos esta semana entre manos dos escritores grandes y bien distintos. Mientras leíamos con exaltación la antología de cuentos de Ray Bradbury que acaba de publicar Páginas de Espuma, el jueves nos dejó a László Krasznahorkai como flamante nuevo Nobel. Por encima de todo lo que los separa –una época, un acervo cultural, el uso tan divergente del punto y aparte–, creemos que podríamos aplicar a ambos algunas ideas que materializó Bradbury, siempre tan generoso al hablar de los procesos creativos. “Uno tiene que mantenerse borracho de escritura para que la realidad no lo destruya” y “el primer deber de un escritor es la efusión: ser una criatura de fiebres y arrebatos”.
Detectamos esa ambición tanto en esas pequeñas joyas que Bradbury pulió una y otra vez como en el río torrencial y limoso que es la prosa de Krasznahorkai: una fe casi ilimitada en la escritura como refugio y como vía para reflejar la quebradiza fragilidad de las ambiciones humanas.
Celebramos la designación de Krasznahorkai, al que tenemos muy leído gracias a la constancia de la editorial Acantilado y las traducciones de Adan Kovacsics. Dijo alguna vez que no es que no hubiera esperanza, sino que no tenemos dónde depositarla. Su estilo es complejo, inmersivo y siempre parece estar integrando contrarios: construye con sus frases una imagen nítida de la degradación, compagina narración lineal con monólogos desorbitados, el humor negro y la sátira con un sentido muy personal de la compasión, la vanguardia con la tradición clásica. “Le pone la inyección del siglo XXI al estilo narrativo centroeuropeo de toda la vida”, dijimos una vez.
Sólo dos apuntes más sobre Krasznahorkai. Si hay alguien en España con quien se comunica ese universo rítmico y conceptual del húngaro, ese alguien es Eusebio Calonge, el dramaturgo de las obras de La Zaranda. Habría que crear el Nobel de Teatro para dárselo a La Zaranda.
Y dos: algunas de sus novelas están adaptadas al cine por su compatriota Béla Tarr. Ver Sátántangó –nos encanta el título original de Tango satánico, con todas esas tildes– o El caballo de Turín es una experiencia plenamente cinematográfica en la que tanto el director como el músico Mihály Víg encuentran en el plano secuencia y el distanciamiento la forma de poner en movimiento ese sentido de la lentitud del escritor, su concepción del arte y la belleza como territorios opuestos a todo lo que pudiéramos considerar entretenimiento.
Y ahora, Bradbury. “Todas las mañanas salto de la cama y piso una mina. La mina soy yo. Después de la explosión, me paso el resto del día juntando los pedazos”, dijo en Zen en el arte de escribir. Habría que hablar sobre cómo y por qué algunos autores que nos han llegado con la etiqueta de un género detrás –escritor de…– han dejado algunas de las mejores reflexiones sobre el hecho de escribir. Pensamos en Vonnegut o en Stephen King. Bien, podríamos decir que Cuentos, la antología que acaba de publicarse con edición de Paul Viejo, son los pedazos de Ray Bradbury reunidos de manera que nos lo muestran en toda su desbordante plenitud.
“Construyó una obra que desafía los géneros, que atraviesa décadas sin envejecer, que conmueve tanto como perturba. Fue un autor popular, pero también fue un escritor rotundamente personal, casi visionario. Supo anticipar muchas de las ansiedades contemporáneas: la sobreexposición tecnológica, la soledad urbana, la banalización del horror. Pero lo hizo sin renunciar jamás a la emoción, a la imaginación, a la esperanza incluso en medio de la ruina. Su literatura no es la de los futuros posibles, sino la de las memorias imposibles”, escribe Viejo en su introducción.
Esta antología es de esos libros que te proporcionan un inagotable combustible lector durante meses. Están los cuentos marcianos, claro, sus astro-westerns, esa llevar el constructo social a otros planetas, todo aquello por lo que se le consideró siempre un autor de ciencia ficción, aunque el siempre se consideró más cercano a lo fantástico, a la imaginación y al asombro. En Bradbury está el Elliot de E.T. o cualquier niño que viera moverse las figuras animadas de Ray Harryhausen en películas como El monstruo de los tiempos remotos, basada, cómo no, en un relato suyo.
Son ciento trece cuentos de los que Rodrigo Fresán dijo en su crítica del otro día: “Todos buenos o muy buenos o excelentes o insuperables”. Están ordenados cronológicamente, pero puedes leerlos siguiendo cualquier ritmo: el de los números de Perdidos si quieres (4 8 15 16 23 42), el del azar o el capricho. Aquí hemos hecho un poco de todo y además le hemos pedido a dos amigos involucrados en el libro que eligieran un favorito, Laura Fernández –autora del prólogo– y su traductor, Ce Santiago.
Laura destaca en su texto esa idea que expresó el autor sobre su vida como “una rareza de feria, el hombre con un niño interior que lo recuerda todo”, y su viaje como “la mitad terror, la mitad júbilo”, algo que se puede aplicar a cada uno de sus cuentos. Ella elige Usher II: el señor Sthendhal manda construir en Marte una réplica de la decadente mansión protagonista del cuento de Poe, cuyas obras habrían sido quemadas (¿te suena la temperatura a la que arden los libros?). “Este cuento tiene mucho que ver con la PASIÓN. Pedirle a alguien que te construya la casa de un libro en OTRO PLANETA me parece TAN INCREÍBLE…”, nos dice Laura por Whatsapp.
Ce califica al norteamericano como “el guardián incorruptible de la Gran Reserva Natural de la Infancia” y elige La noche: En una espléndida noche de verano, un niño sale con su madre a buscar a su hermano y nota temblar su mano. “Me conmovió especialmente por su sensibilidad, su ternura y su miedo contenido. Representa uno de sus grandes pilares temáticos: la amenaza terrible de la pérdida de la inocencia en una perturbadora segunda persona”.
“La verdad es el único estilo por el que vale la pena batirse a muerte o cazar tigres”, escribió quien tiene un asteroide y un cráter lunar a su nombre. Es maravilloso reencontrarse con él en este voluminoso volumen que aquí es libro de la semana.
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