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En 1972, Italo Calvino publicó, en plena madurez creativa, Las ciudades invisibles, una novela de ficción que se ha consolidado como una de las grandes obras de la literatura occidental. Traducida a más de cuarenta lenguas, el libro parte de una conversación entre el emperador Kublai Kan y Marco Polo y se transforma en una colección de descripciones de más de cincuenta ciudades fantásticas que el célebre mercader veneciano narra al rey de los tártaros. Muchas se dejan leer como parábolas o meditaciones sobre cuestiones tan diferentes como la lengua, el tiempo, la memoria o la muerte, y muestran algo más: el poder de la imaginación. Así lo contó Calvino: «A este emperador melancólico, que ha comprendido que su ilimitado poder poco cuenta en un mundo que marcha hacia la ruina, un viajero imaginario le habla de ciudades imposibles».
Una de estas ciudades ficticias nos resulta especialmente familiar: Eutropia. Plagada por la multiplicidad de movimientos, cambios y transformaciones simultáneas, parece que la vida, allí, se sitúe en un flujo constante, casi imposible de seguir. Sus habitantes corren, cambian de casa y de oficio, todo al mismo tiempo, sin momentos de pausa. Se percibe el exceso de estímulos, el movimiento continuo y la dispersión de actividades de una ciudad caótica y acelerada, un vivo reflejo de la vida urbana contemporánea, saturada de información y velocidad. «Al entrar en Eutropia, el viajero no ve una ciudad sino muchas», escribe Calvino.
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