Andrés Trapiello, en el mercadillo de las historias
Un día en el Rastro con el autor, que publica un ensayo a partir de 40 años de paseos dominicales en busca de libros
Madrid
Andrés Trapiello el domingo pasado en el Rastro. ALVARO GARCÍA
Los domingos del escritor Andrés Trapiello (Manzaneda de Torío, León, 1953) comienzan desde hace más o menos 40 años en el Rastro de Madrid, poco antes de las ocho de la mañana y “en ayunas, como los verdugos”. Un hábito y una forma de estar en el mundo a los que ha dedicado un libro, El Rastro. Historia, teoría y práctica(Destino). Crónica personal generosamente ilustrada, erudita y un tanto melancólica, guía para leer Madrid y tratado sobre la naturaleza del coleccionismo y “lo que buscamos en las cosas viejas”, el ensayo también es el testimonio de cómo una amistad forjada en torno a una afición, los libros antiguos y otros cachivaches, resiste al paso del tiempo.
De todo eso hubo el domingo pasado en una mañana que empezó a la hora en la que algunos aún se agarran al sábado y terminó con las riadas de despistados bajando por Ribera de Curtidores, mientras los gitanos ofrecían a voces “dos jerselitos por 10 euros”.
De todo eso hubo el domingo pasado en una mañana que empezó a la hora en la que algunos aún se agarran al sábado y terminó con las riadas de despistados bajando por Ribera de Curtidores, mientras los gitanos ofrecían a voces “dos jerselitos por 10 euros”.
El amigo es Juan Manuel Bonet, compañero de décadas de madrugones, que ha sido director del IVAM, del Reina Sofía, y, hasta julio, del Instituto Cervantes. La ruta fue la de siempre: un repetitivo subir y bajar de la plaza del Campillo del Mundo Nuevo a la de Vara del Rey.
Muchos (rastrómanos y rastreros, “regentes de una mancebía especializada en parafilias”) conocen y saludan por su nombre al escritor. Algunos de ellos salen en el nuevo ensayo. Trapiello examina los puestos con paso ligero, se agacha a mirar con disimulado interés o curiosea en un mazo de fotografías antiguas. Recuerda anécdotas de la movida, la reforma de Tierno que redujo a la mitad las calles y limitó el Rastro al domingo o aquella vez hace no tanto en que se encontró un original de Cernuda por un euro.
La obra es también el testimonio de una amistad forjada en torno a una afición
Pero sobre todo comparte su saber por encima del murmullo castizo: “Para leer mucho, mejor comprar poco. Libro que no has de leer, déjalo correr. O en edición diferente, los libros dicen cosa distinta”. En el ensayo, que antes fueron unas conferencias en la Juan March (“aunque si les pasas el turnitinde Pedro Sánchez”, advierte, “solo saldrá un 1% de coincidencia”), va más allá al fijar una Teoría del Rastro, con leyes como que solo buscamos aquello que ya hemos encontrado, que conviene no pedir el precio de un objeto con él en la mano, o que uno siempre se acuerda más de lo que dejó irse que de lo que compró.
Trapiello ofrece una delimitación geográfica (el Rastro es “un abanico, cuyo clavo sería la estatua de Eloy Gonzalo” en Cascorro) e histórica, que sobre todo es literaria: de Baroja o Gómez de la Serna a Gloria Fuertes; de Galdós a Mesonero o Blasco Ibáñez, parte de las letras de dos siglos desfilan por las páginas. El libro lo cierran dos listas: un recuento de hallazgos, no precisamente valiosos, y una serie de imágenes tomadas por el escritor. Desvelan las posibilidades del Rastro como “un lugar de poesía, de sutilezas”. Estas se acompañan de una antología de fragmentos sobre el tema extraídos de su monumental Salón de los Pasos Perdidos, diario que el escritor comenzó a publicar en los noventa y que ya va por el vigesimosegundo tomo.
Aunque tal vez la parte más interesante del libro sea la que teoriza sobre el coleccionismo, la bibliofilia (“no he sido ni soy bibliófilo”) o lo viejo. “Las cosas viejas”, dice Trapiello durante el paseo, “son más elocuentes. No tienen los focos sobre ellas y por eso son más libres para decir lo que tienen que decir. No hay impostura, están, como los muertos en los cementerios, en pie de igualdad. La gente viene al rastro a reencontrarse con su infancia. Es como la escena del trineo de Ciudadano Kane, para quien todo el éxito no vale lo que aquel primer juguete del desván (el rastro que hay en cada casa)”.
Según el autor, uno se acuerda más de lo que dejó irse que de lo que compró
Pese a la primera impresión, el escritor no cede a la nostalgia. “El Rastro, sí, no ha muerto. Nosotros, quién sabe”, escribe. Aunque nada sea como antes. “Ahora hay un Rastro virtual, Internet, con millones de piezas. Ahí tienes que buscar; si no buscas, no encuentras. Aquí encuentras aunque no busques. Otra diferencia es el contexto; en la Red no hay”.
Eso, un poco de contexto, es tal vez la mejor pieza que en el Rastro se ha cobrado Trapiello (que evita el léxico cinegético; “me considero más un pescador que un cazador”). “En buena medida, Las armas y las letras sale de aquí”, dice en referencia a su influyente ensayo sobre la literatura de vencedores y vencidos de la Guerra Civil. “Chaves Nogales sin el Rastro no es posible. O Clara Campoamor. O la parte de la tercera España. Ahora ya está todo editado, pero hace 40 años no era así. O encontrabas las ediciones originales o nada. Y buscando a esos autores te salen muchos otros”. En 2019, una edición ampliada “con muchos datos conseguidos en estos paseos” servirá para celebrar el 25º aniversario de su publicación.
Ahora busca libros de Madrid para un ensayo que prepara. Algo encontró el domingo, aunque la mañana no fuera muy fructífera. “El día en que uno encuentra algo, es un buen día; y el que no, casi mejor”, escribe. “Yo soy más feliz trayendo una historia que un libro”. Y, si no, siempre quedará aquello que le dijo recientemente “uno de los más veteranos”: “Esto se ha acabado. El Rastro se ha convertido en un club social, quedas con los amigos, te das un paseo, desayunas y te vuelves a casa”. El domingo pasado acabó para él un poco así: con sus amigos, ante un café con leche en vaso y hablando de Galdós.
LITURGIA DE MADRUGONES
Un domingo de 1980 en el que la marcha se alargó más de la cuenta, Juan Manuel Bonet telefoneó a Andrés Trapiello desde el Rastro para decirle: "Yendo a media mañana, hemos estado perdiéndonos lo mejor". La siguiente vez adelantaron su llegada. Les "esperaba la mejor biblioteca que haya salido nunca en estos puestos", recuerda Trapiello. Así empezó una liturgia de madrugones que permanece inalterable.
Durante años, siempre con la compañía de José Vázquez Cereijo, aparejador del Ayuntamiento, que ya murió. Y en las temporadas en las que Bonet vivió fuera, Trapiello iba solo "o con la compañía de unas amigas gallegas, Manuela Romero, Nieves García y Ana Pérez". Últimamente, se ha sumado Carlos Pascual, que trabó amistad con Bonet en París.
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