Estampas provincianas
En la nueva novela-saga de Soledad Puértolas, ‘Música de ópera‘, se reconoce un trazo impresionista de inspiración barojiana, pero faltan repliegues, ironía y distancia
La lectura de Música de ópera deja la impresión de haber estado mirando un álbum de fotos familiar, donde nos encontramos piezas o composiciones diversas: desde las conmemorativas y obligadas, ceñidas al calendario histórico y festivo, a otras algo más recogidas e interiores, y que en conjunto incluyen visiones panorámicas, escenas corales y de grupo, primeros planos, retratos… e incluso alguna que otra toma borrosa o desenfocada, si no defectuosa. Y como en un álbum de fotos, la representación cronológica no siempre es equitativa, ni todos los periodos de las vidas abarcadas se reparten por igual en la composición última, apreciándose vacíos y saltos. Al mismo tiempo, según suele suceder en este tipo de muestrarios, no todas las “imágenes” son de igual calidad; unas están más logradas que otras —más elaboradas, artísticamente hablando— y ofrecen un mayor interés, al lado de las que resultan en exceso previsibles y tópicas, cuando no superfluas.
La habilidad de Soledad Puértolas para arrastrar o deslizar al lector por las historias que nos cuenta —y que yo misma he celebrado— no siempre funciona bien en Música de ópera. Quizá por tratarse de una novela-saga que abarca la trayectoria de tres generaciones —desde la Guerra Civil hasta el final del franquismo—, si bien focalizada en tres mujeres que representan, cada una de ellas, una mentalidad y una forma de ser acordes a su clase social y a la experiencia histórica correspondiente, de manera que el transcurso de sus vidas pauta los cambios operados en la condición de la mujer en el siglo XX. Los tres personajes protagónicos son doña Elvira Ibáñez, viuda de Claramunt —que en poco tiempo había levantado un imperio empresarial que acabará yéndose a pique— y madre de dos hijos que encarnan el proverbial cainismo español; su sobrina Valentina, personaje de perfil más esquivo e interesante, cuyas posibilidades creo que no se aprovechan del todo, y Alba, nieta de la matrona del clan, a la que vemos afrontar una temprana madurez todavía presa de “esa inseguridad profunda sobre la que había edificado todo lo que era o lo que parecía ser”.
Alrededor de ellas pulula un tupido enjambre de criaturas integrado por el resto de miembros de la familia nuclear y por los que pertenecen a las nuevas que se van formando, además de sirvientas y empleados y amistades, hasta convertir Música de ópera en un retablo de la vida cotidiana e intrahistórica en una capital de provincia española —aunque no se menciona, se reconoce Zaragoza— durante dicho periodo. El predominio de un narrador omnisciente aplana el relato, que se ofrece desde una perspectiva apenas contrastada, la mayoría de las veces desde fuera, y sin apenas dejar ver ni oír directamente a los personajes. El afán por introducir elementos enigmáticos —esos múltiples secretos que se anuncian con insistencia— y resortes chocantes opera desfavorablemente; porque no todos están elaborados como debieran, o no responden a una motivación plausible ni cumplen las expectativas porque acaban resultando ser rarezas ya muy vistas.
Si el designio de Soledad Puértolas en Música de ópera ha sido de inspiración barojiana —según le he oído declarar—, algo no acaba de funcionar conforme al modelo. Se reconoce la factura deslavazada y el instantaneísmo y el trazo impresionista, pero falta ironía y distancia. Sobra mucho de lo que siempre ha estado a la vista y faltan repliegues y esquinas.
Música de ópera. Soledad Puértolas. Anagrama, 2019. 280 páginas. 17,90 euros.
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