El tapiz de Dios
La responsabilidad de definir e interpretar el tiempo ha pasado de los físicos a los artistas, en un mundo en que la lógica y la realidad están bajo sospecha
'Untitled (Perfect Lovers)' (1991), de Félix González-Torres
Una de las pocas ventajas del arte actual es que puede ser aún más fantástico que el mundo de Einstein. La forma de locura que adquiere el tiempo y el espacio sería una instalación artística, por ejemplo, una sala inmensa totalmente a oscuras con millones de relojes alineados en apariencia exactos y donde el espectador pudiera percibir que los más alejados marchan más lentamente comparados con los más cercanos, hasta que se parasen completamente a una distancia, según los cálculos de las leyes físicas, de un cuarto de la circunferencia del universo. Para el visitante de esta sala de turbinas ideal, aquel territorio inaprensible sería el lugar donde nunca se hace nada (Bertrand Russell lo llamó “tierra de loto”), y por tanto fantaseable, a pesar de que ninguna onda luminosa podría atravesar el límite. El artista suficientemente bueno sería capaz de representar ese lugar con sus habitantes, que vivirían una vida atolondrada, aunque su apariencia es en verdad la de estar encerrados en un diorama, disecados, como esas figuras de los museos de Historia Natural. En nuestro hipotético museo, el tiempo sería ruidoso y ruinoso, pero tranquilos, porque el planeta Tierra es un reloj en sí mismo donde todo es susceptible de ser fechado, desde un eclipse de sol visible en Mongolia hasta la distancia entre dos cuerpos celestes en un momento dado de Greenwich.
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