Un ensayo atípico y alejado de los cánones académicos, en el que Forster defiende el sentido estético y el empleo del ritmo y la música del texto como elementos esenciales a la hora de crear una novela.
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Edward Morgan Forster. Aspectos de la novela
Categoría (El libro y la lectura, El oficio de escribir, General) por Manu de Ordoñana, Ana Merino y Ane Mayoz el 27-06-2020
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Edward Morgan Forster (Londres, 1879-Coventry, 1970) es autor de siete novelas (la última, sin acabar), numerosos cuentos, relatos de viajes, algunos ensayos, dos biografías y una obra de teatro, en las que arremete contra las diferencias de clase y censura la hipocresía de la sociedad británica de principios del siglo XX. Forster era prácticamente desconocido en España hasta que en 1980 se editó la mayor parte de su obra literaria, escrita con un estilo periodístico en el que priva la concisión y el carácter coloquial. De ideas izquierdistas, escribió varios ensayos. What I believe es quizá el más célebre; en él expone sus ideas acerca de las relaciones personales y el estado, la democracia y el individualismo.
En la primavera de 1927, Forster pronunció una serie de conferencias en el Trinity College, de Cambridge, que más tarde fueron publicadas en un libro titulado Aspectos de la novela (Debate, 1983), un ensayo atípico y alejado de los cánones académicos, en el que defiende el sentido estético y el empleo del ritmo y la música del texto como elementos esenciales a la hora de crear una novela.
Inicia su discurso intentado definir lo que es una novela. Se sirve de lo que dice Abel Chevallier: “Es una ficción en prosa de una cierta extensión” y solo añade que la extensión no debe ser inferior a cincuenta mil palabras.
Apunta Forster que muchos críticos literarios tienen la tendencia de clasificar las novelas en algún tipo de categoría, incluso antes de haberlas leído o comprendido: por su fecha de publicación, por el tema que plantean, por el lugar donde se desarrollan, por el punto de vista… Y suelen terminar su análisis con una referencia al genio del autor. Les encanta hablar del genio, porque el sonido de esa palabra les exime de descubrir su significado.
No es ese el camino. El método puede convenir a la ciencia o a otras ramas del arte, pero es peligroso utilizarlo en literatura. La prueba final de una novela será el cariño que nos inspire; el sentimentalismo merodeará siempre en un segundo plano diciendo: “Sí, pero me gusta”, “Sí, pero no me atrae”. La novela chorrea humanidad. El arte surge por la necesidad que tiene el alma de expresar un sentimiento; no conviene olvidar esta idea a la hora de juzgarlo.
1.- La historia.
Todas las novelas tienen como cualidad común que cuentan una historia, aunque Forster desearía que no siempre fuera así. Pero la historia está siempre presente, con un principio y un final arbitrarios que mantienen despierto el suspense: el lector quiere saber lo que ocurre a continuación. Imaginemos cuál habría sido el final de Sherezade si no hubiera tenido esa facultad de conservar la curiosidad de su intolerable marido.
Podemos definir la historia como una narración de sucesos ordenados en una secuencia temporal. Pero, además del tiempo, existe algo más en la vida, algo que podría llamarse “valor”, algo que no se mide en segundos, sino en intensidad. La existencia del hombre se compone en la práctica de dos vidas: una se mide en tiempo y otra, en valores. “Solo estuve cinco minutos, pero mereció la pena”. La novela padece también ese doble vasallaje.
Esto se ve muy bien en Walter Scott. Su fama se debe a una base legítima: sabe contar una historia y a la vez posee esa facultad primitiva de mantener al lector en suspense y jugar con su curiosidad. Pero si lo comparamos con otros escritores, su figura nos impresiona menos. Tiene una mente trivial y un estilo pesado. Ignora la sintaxis. No posee ni distanciamiento artístico ni pasión. Si Scott hubiera sido apasionado, sería un gran escritor. Pero solamente tenía un corazón tibio, sentimientos caballerescos y un afecto intelectual por el campo, lo que no constituye una base suficiente para hacer una gran novela.
¿Y Guerra y Paz? Esta obra de Tolstoi sí posee grandeza, sin perder su dependencia del tiempo, al mostrar el esplendor y la decadencia de una generación. Su valor está en que se desarrolla en el tiempo y, además, en el espacio, nos insufla una sensación semejante a la que nos produce la música, que no surge de la historia, sino de las vastas extensiones de Rusia, sobre las que se desparraman los episodios y los personajes. Es la voz del narrador tribal que, en cuclillas y en medio de la gruta, narra un hecho tras otro hasta que el público queda dormido entre desechos y huesos.
Y si tan deleznable es el tiempo en la historia que cuenta, ¿no podría el novelista abolirlo de su obra como el místico afirma haberlo hecho en su vida? ¿No podría sustituirlo por otra radiante alternativa? La experiencia está abocada al fracaso. La secuencia temporal no puede destruirse sin arrastrar en su caída todo lo demás. La novela que expresase únicamente valores se convertiría en algo intangible y, por tanto, carente de valores: “Sí…, sí señor…; la novela cuenta una historia”.
2.- Los personajes
Aquí ya no vamos a preguntar qué ocurrió a continuación, sino a quién le ocurrió, apelando a la inteligencia del lector, más que a su curiosidad. Puesto que los actores de una historia son generalmente humanos, parece razonable preguntarse qué relación tienen con la vida real. Según el crítico francés Alain, el ser humano posee dos facetas: una apropiada para la historia y otra para la ficción. Todo lo observable en un hombre —es decir, sus acciones y la existencia espiritual que puede deducirse de sus acciones— pertenece al mundo de la historia. Su faceta novelesca o romántica —los sueños, gozos, penas y autoconfesiones que la educación o la vergüenza le impiden expresar— pertenece al mundo de la ficción y describirla es la función principal de la novela.
El historiador recoge datos, en tanto que el novelista debe crearlos. Es algo que todo el mundo sabe, pero que pone de relieve la diferencia fundamental entre la gente real de la vida cotidiana y la de los libros. En la vida real, nunca nos entendemos, la sinceridad es limitada; nos conocemos por aproximación, por los signos externos, lo que nos permite conservar la intimidad. Pero en la novela, el lector entiende perfectamente a los personajes, conoce tanto su vida interna como la externa, ya que, si el autor se lo propone, no esconden ningún secreto. Esa es la diferencia.
Entonces, cuando el novelista toma su pluma y se introduce en ese estado anormal que se ha dado en llamar “inspiración”, ¿qué tipos de personajes será capaz de crear? Se adaptarán al argumento de la novela, pero tenderán a comportarse como si fueran seres humanos, con la sola diferencia de que su vida secreta es será visible. Y eso es precisamente lo que hace que un personaje sea real: cuando el autor lo sabe todo acerca de él y lo comparte con el lector. La novela es una obra de arte que se rige por sus propias leyes; leyes que no son las mismas de la vida real. El personaje es real cuando vive de acuerdo con esas leyes. Por eso, las novelas, incluso cuando tratan de seres malvados, pueden servirnos de alivio; nos hablan de una especie humana más comprensible y, por tanto, más manejable; nos ofrecen una ilusión de perspicacia y poder.
Hemos dicho que los personajes se adaptarán al argumento de la novela y a las exigencias que imponga el creador, pero no a cualquier precio. Dado que se parecen bastante a las personas reales, tratarán de vivir sus propias vidas; su espíritu rebelde se manifestará en contra del plan fundamental de la obra, planteando un dilema al autor: si les concede una libertad completa, terminan por destrozar el libro a puntapiés, y si les conduce con demasiada severidad, se vengan muriéndose y destruyéndolo por descomposición interna. Dos son los artificios que emplea para salir del atolladero. El primero es la utilización de diferentes tipos de personajes. El segundo es el punto de vista.
3.- Tipos de personaje
Los personajes planos se llamaban “humores” en el siglo XVII; son los estereotipos o las caricaturas que decimos ahora. En su forma más pura, se construyen en torno a una sola idea o cualidad. El personaje verdaderamente plano se expresa en frases como “Jamás abandonaré al señor Micawber”, o bien, “He de ocultar, mediante subterfugios si es preciso, la pobreza de la casa de mi amo”. Hay numerosos personajes planos en Proust, que se definen con una sola frase: “Debo tener especial cuidado en ser amable”, dice la princesa de Parma. Lo mismo ocurre con Dickens; casi todos sus personajes son planos y pueden resumirse en una sola frase, sin que ello limite esa maravillosa sensación de profundidad humana que respiran.
Estos personajes planos ofrecen varias ventajas al autor. La primera es que se les reconoce fácilmente y no hace falta presentarlos; no evolucionan y poseen su propio ambiente. Y la segunda ventaja atañe al lector: como permanecen inalterables, se deslizan inconmovibles a lo largo de la historia y su presencia sirve para mantener la atención cuando el ritmo decae.
Sin embargo, los críticos difícilmente aceptan representaciones tan simplistas de la naturaleza humana. La reina Victoria no puede resumirse en una sola frase. Norman Douglas defiende esa opinión: “Es una incapacidad para advertir las profundidades y complejidades de la mente humana común… Todo lo que no encaja con unos rasgos previamente establecidos se elimina… El novelista elige lo que le gusta de un personaje y prescinde de lo demás… lo que dice puede ser cierto y, sin embargo, no es la verdad. Ese es el toque del novelista: falsear la vida”.
Por el contrario, los personajes redondos son aquellos que presentan varias facetas: los protagonistas de Guerra y Paz, los de Dostoievsky y el personaje de Madame Bovary. La prueba de que un personaje es redondo está en su capacidad de sorprender de una manera convincente. Si nunca sorprende, es plano. Solo los personajes redondos son capaces de desempeñar papeles trágicos durante cierto tiempo, suscitando en el lector emociones alejadas del humor o la complacencia. Pero tampoco hay que abusar: combinar personajes planos y redondos suele dar un resultado excelente para conseguir una novela medianamente compleja.
Fijémonos en Jane Austen: ¿por qué sus personajes nos provocan una ligera satisfacción cada vez que reaparecen en la historia, en contraste con el placer meramente repetitivo que nos producen los de Dickens? Jane Austen es una verdadera artista, nunca cae en la caricatura y, aunque sus intérpretes sean más parcos, están organizados de manera más acertada; reaccionan en todos los sentidos y, si el argumento lo requiere, seguirán estando a la altura de las circunstancias.
4.- El punto de vista
“Todo el intrincado problema del método en el arte de la ficción está gobernado por la cuestión de la perspectiva: la cuestión de la relación en que el narrador se sitúa en la acción”, dice Percy Lubbock en The Craft of Fiction: El novelista puede adoptar varias perspectivas: situarse fuera de los personajes como un observador parcial o imparcial; tornarse omnisciente y describirlos desde dentro; situarse en la posición de uno de ellos fingiendo desconocer los motivos de los demás o adoptar alguna actitud intermedia.
Bleak House está hecho a retazos, pero como Dickens nos sobresalta, no nos importan los cambios de perspectiva. Siendo esta una cualidad propia de la novela, se le ha concedido una importancia excesiva, pero no es tan relevante como una combinación acertada de personajes. El novelista puede cambiar de perspectiva si consigue sobresaltar al lector; ese es el mérito de una buena novela. De hecho, esa facultad para dilatar y contraer la percepción, ese derecho a un conocimiento intermitente constituye una de las grandes ventajas de la forma novelesca, ya que se asemeja a la manera que tenemos de percibir la vida.
En Guerra y Paz, Tolstoi es omnisciente en unos casos, semi-omnisciente en otros y opta por el método dramático cuando le parece conveniente, con un resultado que nadie discute, porque el tránsito de una forma a la otra se produce en silencio. En cambio, André Gide, en Les Faux-Monnayeurs, unas veces es omnisciente y en otras, hace que la historia sea contada por uno de sus personajes. Pero ese paso tiene un carácter sofisticado; el autor se extiende demasiado al saltar de un punto de vista a otro, deja traslucir su preocupación por el método y eso genera una brusca caída de la temperatura emocional, lo que nos impide alabar la obra sin restricciones, por más que admiremos su entramado.
5.- El argumento
Hemos descrito la historia como una narración de sucesos ordenada en el tiempo. Un argumento también es una narración de sucesos, pero el énfasis recae en la causalidad. Una historia sería: “El rey murió y luego murió la reina”. Un argumento sería: “El rey murió y luego murió la reina de pena”. Se conserva el orden temporal, pero se introduce una sensación de causalidad, un intento de explicar la historia con el fin de incitar la curiosidad del lector. Pero la curiosidad en sí misma no nos lleva muy lejos. El argumento exige además inteligencia y memoria.
Primero, la inteligencia. El lector de novelas inteligente, toma nota mental de los detalles nuevos, a diferencia del curioso que los pasa por alto. Primero los observa de manera aislada y luego los relaciona con lo que recuerda de las páginas anteriores, tratando de buscar algún vínculo. Este elemento de sorpresa o de misterio posee una gran relevancia en un argumento. Es una inversión del orden temporal y, para apreciarlo, hay que dejar en suspenso una parte de la mente, mientras que la otra continúa avanzando.
Y esto nos lleva, al segundo requisito: la memoria. La memoria y la inteligencia se hallan íntimamente relacionadas: sin recordar, no podemos entender. El argumento confía en que el lector recuerde y este espera que aquel no deje cabos sueltos. Cada episodio debe estar justificado; la trama ha de ser económica y sucinta; estar exenta de materia inerte, incluso cuando es complicada. Pero nunca debe confundir. De esta forma, si el argumento está bien construido y el elemento sorpresa está bien administrado, la sensación final será placentera siempre que termine a tiempo.
Casi todas las novelas se debilitan al final. Esto se debe a que el argumento necesita una conclusión. El autor tiene que redondear las cosas y, mientras está en ello, los personajes pierden vida y hasta pueden agonizar. Y eso tiene una explicación. Como todo ser humano, el autor se deja vencer por la debilidad física y termina por aburrirse de sus personajes, que dejan de obedecerle. Es así como una novela que ha sido ágil y fresca en la primera mitad se vuelve rígida y estúpida. Llega el momento del desenlace; la muerte y el matrimonio son dos artilugios aptos para su conclusión.
En este punto, Forster se hace la siguiente pregunta: Esta forma de estructurar la novela, ¿es la única posible? ¿Por qué hay que planear una novela? ¿No puede crecer? ¿Por qué necesita un desenlace como una obra de teatro? ¿No puede desplegarse? ¿No puede el autor zambullirse dentro de ella y dejarse arrastrar hacia algún objetivo indefinido? ¿No puede la novela idear una estructura menos lógica y, al mismo tiempo, más acorde con su naturaleza? Algunos escritores de su época creían que sí. Uno de ellos era Gide y Forster examina de nuevo Les Faux Monnayeurs, un montón de palabras que harán las delicias de quienes están hartos de la tiranía del argumento y de su alternativa, la tiranía de sus personajes.
6.- Fantasía y profecía
La idea-eje que preside este ciclo de conferencias resulta bastante evidente: en la novela existen dos fuerzas —los seres humanos, por un lado, y luego un conjunto de elementos diversos que no son seres humanos— que el novelista debe equilibrar, conciliando sus pretensiones. Pero en la novela, hay algo más que tiempo, gente, lógica o cualquiera de sus derivaciones. Y con este “algo más”, Forster no se refiere a nada que excluya esos aspectos, sino a algo que se relaciona íntimamente con ellos: la fantasía y la profecía.
Una forma sencilla de analizar los aspectos de una novela es tener en cuenta las exigencias que impone el lector: la curiosidad, en la historia; los sentimientos y el sentido del valor, en los personajes; la inteligencia y la memoria, en el argumento. Pero cuando encontramos estos dos títulos —Tristram Shandy y Moby Dick—, hay que detenerse para cavilar un rato. ¡Qué pareja tan imposible! Están tan alejados como los polos, pero a su vez, como los polos de la Tierra, están unidos por un eje que es ese nuevo aspecto de la novela: el eje fantástico-profético.
Empecemos por la fantasía y veamos qué papel desempeña. La fantasía implica lo sobrenatural y para expresarlo, los escritores de vena fantástica emplean diferentes artificios: dioses, fantasmas, ángeles, monstruos, enanos o brujas en la vida ordinaria; la intervención de hombres normales en una tierra de nadie; la introspección o escisión de la propia personalidad y, finalmente, el mecanismo de la parodia o la adaptación. Estos artilugios no tienen por qué pasarse de moda; los utilizarán todos los escritores dotados de sensibilidad, acomodados a sus necesidades o sus preferencias.
Pero cuando en una novela asoma lo fantástico, se produce un fenómeno curioso: mientras que unos lectores se emocionan, otros se enfadan. Y eso es porque lo sobrenatural exige un ajuste adicional, una actitud positiva que no todos están dispuestos a conceder; en la literatura sienten aversión por lo fantástico, lo que no significa que sientan aversión a la literatura, ni siquiera implica falta de imaginación. La fantasía nos pide que paguemos algo extra por ella.
Entre los artificios apropiados para escribir una obra fantástica, hemos mencionado la parodia o la adaptación. Es curioso constatar cómo, en general, el escritor de literatura fantástica se basa en alguna obra precedente y la utiliza como cantera para sus propios fines. Eso tiene algunas ventajas, sobre todo, para los que tienen abundante genio literario, pero no son propensos a crear personajes. El caso más típico es el del Ulysses, que quizás no habría nacido si Joyce no hubiera tenido como guía el mundo de la Odisea, y que Forster considera como una de las obras esenciales del género fantástico.
Respecto a la profecía, no se refiere al estricto sentido de la palabra, sino al tono de voz del novelista, depurado de sus creencias religiosas o de sus valores culturales. Su ámbito es el universo y su vehículo, el cántico, la difusión de una melodía propia que mana de su seno para conmocionar al lector. Es una voz cuyo significado hay que buscarlo en lo implícito y no en lo explícito, para lo cual tendremos que tener en cuenta el estado de ánimo del novelista y escuchar las palabras concretas que utiliza, por encima de lo que nos dicta el sentido común.
Captar la profecía exige lectores con dos cualidades: la humildad y la falta de sentido del humor. La humildad no siempre es una virtud; en muchos momentos de la vida, constituye un gran error y degenera en una actitud defensiva o hipócrita. Pero en ese caso, es indispensable para aceptar la voz del profeta y no incurrir en el pecado del desprecio. El sentido del humor, en cambio, está fuera de lugar. Esa estimable prenda del hombre educado debe apartarse ahora para no reír ante una tragedia como la de Billy Bud, una historia sobrenatural en la que Melville se remonta hacia lo universal tras describir al malvado Claggart como un depravado, temible pero carente de acritud.
La ficción profética se distingue de la fantasía en que persigue la unidad y no mira alrededor. La confusión es incidental y su realismo, intermitente. Son los pequeños objetos los que interesan al profeta, se siente a gusto con ellos. Dostoievsky detalla con paciencia y precisión los detalles de un juicio o el aspecto de una escalera. Melville cataloga los productos que se extraen de la ballena. Su lectura tiene asperezas, pero cuando vuelve la calma, retorna ese sabor grato que deja una canción o un sonido armónico.
En el fondo de nuestra mente, acecha siempre una reserva ante el hecho profético. La fantasía nos ha pedido pagar algo extra. Y ahora, la profecía nos reclama humildad y prescindir del sentido del humor. Pero es bueno dejar a un lado la visión única y dogmática de la vida y utilizar otro tipo de herramienta. El eclecticismo es una de ellas, a pesar de que puede conducir a la inconsecuencia: “Es una lástima estar así pertrechados. Es una lástima que el hombre no pueda ser, al mismo tiempo, impresionante y veraz”.
7.- Forma y ritmo
Finalmente, toca examinar un aspecto de la novela para el cual no hemos encontrado un término literario apropiado, razón por la cual recurriremos a la pintura y lo llamaremos forma (pattern, en inglés, que también podría traducirse por diseño), por cuanto que apela a nuestro sentido estético, y tomaremos prestada de la música la palabra ritmo, dos términos que son vagos, pero que nos van a ayudar a interpretar el concepto.
La forma es un aspecto estético de la novela que se nutre sobre todo del argumento. La belleza a veces conforma el libro en su conjunto y produce un efecto de unidad que el lector descubre al terminar de leer el libro. Forster pone como ejemplo The Ambassadors, de Henry James: su argumento es complicado y subjetivo, aunque se ha exagerado mucho su dificultad; se desarrolla en cada párrafo, mediante la acción, la conversación y la meditación. Todo está planeado, todo encaja en su lugar. El elenco de personajes, tratados con líneas muy someras, es limitado y no existen personajes secundarios. El efecto final está establecido de antemano, pero se manifiesta gradualmente ante el lector, con lo cual consigue ese efecto de unidad que tanto valora Forster.
“James empieza dando por sentado que una novela es una obra de arte y debe ser juzgada por su unidad. Alguien le inculcó esa idea al comienzo de los tiempos y él nunca la ha rechazado. No descubre cosas. Ni siquiera parece querer descubrir cosas… Acepta rápidamente, y luego… se explica… Los únicos motivos humanos vivos que quedan en sus novelas son una cierta avidez y una curiosidad enteramente superficial…” Esto escribió H. G. Wells en Boon, pensando que al maestro le agradaría tanto como a él su sinceridad y honradez, aunque no ocurrió así, ya que “la parodia no le colmó de cariñoso júbilo”.
No obstante, conseguir la unidad supone muchas veces el uso de una forma rígida. Puede exteriorizar la atmósfera o surgir de modo natural del argumento, pero cierra las puertas a la vida. La belleza está ahí, mas se viste con un atuendo demasiado tiránico. La sensación que experimentan, la mayoría de los lectores de novelas, ante la forma no es tan intensa como para que justifique los sacrificios que cuesta, así que su veredicto suele ser: “Hermoso el resultado, pero no merece la pena”.
¿Por medio de qué otro sistema, que no sea la forma, podemos introducir la belleza en la novela? Avancemos un poco más y con timidez hasta la idea del ritmo. El ritmo a veces resulta fácil. Las cuatro primeras notas de la Quinta sinfonía son un buen ejemplo. Pero es que, además, la sinfonía, en su conjunto, posee un ritmo propio que algunas personas son capaces de percibir a lo largo de toda la obra. El primer tipo de ritmo se encuentra en muchas novelas. Forster sobre En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust, opina que es una obra caótica, mal construida y sin forma exterior, pero que contiene ese primer tipo de ritmo, ya que está bien hilvanada y mantiene su cohesión interna.
Pero el segundo es más difícil de conseguir y solo está al alcance de los muy talentosos. ¿Existe en la novela algún efecto comparable al de la Quinta sinfonía en su conjunto, en la que, cuando se detiene la orquesta, los tres movimientos que hemos escuchado invaden nuestra mente al mismo tiempo y se extienden unos a otros formando una entidad común? A esta relación entre las partes, Forster la llama rítmica. ¿Es un término adecuado? Poco importa. La pregunta es si existe alguna analogía con la novela. Y concluye diciendo que él no ha encontrado ninguna, aunque pueda haberla.
La música, a pesar de que no emplea seres humanos y está gobernada por intrincadas leyes, ofrece, en su expresión final, una forma de belleza que la ficción podría lograr algún día. Expansión: esa es la idea a la que debe aferrarse el novelista. No conclusión. No rematar, sino extenderse. Cuando la sinfonía ha terminado, sentimos que las notas y los tonos que la componen se han liberado y que, en el ritmo del conjunto, encuentran su libertad individual. ¿Hay algo de eso en Guerra y Paz? ¡Un libro tan desordenado!, y sin embargo, cuando lo hemos terminado, ¿no sentimos como una prolongación de todo lo que en él hemos leído?
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