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Tenemos que confesar aquí que nos desagradan esos deportistas que cuando marcan un gol valioso o una canasta decisiva se dirigen a su propia afición con gesto enfadado, como diciendo, ahora qué, eh, ahora qué. O diciéndolo, directamente, con la mandíbula desencajada y un deseo en los ojos de cobrar facturas que nadie emitió.
Miles de personas viviendo un momento eufórico que saben que será efímero –porque así son todos los momentos eufóricos– y vienes tú, João Cancelo de la vida, a poner tu cara de úlcera de duodeno en el ego para romper esa ilusión que nos estábamos haciendo de que al menos esa felicidad de minuto y medio puede ser perfecta.
Luego ya el equipo contrario saca de centro y pasan más cosas y a lo mejor te meten cuatro, y el árbitro pita el final y te vas para tu casa, más contento o más de bajón o igual que habías venido, pero para tu casa. Y quizá por eso las competiciones deportivas son tan populares, porque concentran en un par de horas lo que pretenciosamente podríamos llamar la narrativa de la vida, tete. Y porque te dan la oportunidad de participar, aunque sea desde una grada, de eso tan precioso que es jugar a algo y compartir con los demás la alegría del juego y sus mecánicas.
No escribimos esto influenciados por ciertos resultados recientes del fútbol televisado, sino porque hemos leído un libro titulado Vida de un pollo blanquecino de piel fina, de Andrés Pérez Perruca, que es nuestro libro de la semana.
Perruca ha escrito algo así como la caja negra de un vuelo llamado El Niño Gusano, grupo zaragozano del que fue miembro fundador y batería. Un grupo que fue un gol por la escuadra en una época –los años noventa– muy dada a la pose ensimismada y estudiadamente carismática en lo musical y lo estético, que en la distancia vemos como pasada por un filtro tipo Instagram llamado RockdeLux. La idea de los gusanos parecía otra: hemos venido a jugar. Tres discos en seis años (93-99) duró el partido, lleno de momentos eufóricos.
“El Niño Gusano nunca destacó por la cordura sino por un desnortado espíritu de superación: iban más allá de sus propias capacidades musicales, se entregaban plenamente al público y disfrutaban la vida al máximo”, escribe el crítico Nando Cruz sobre el grupo.
Lo que hace Perruca es celebrar el gol gusano con un grito de alegría, sostenido durante ochocientas y pico páginas, un grito en el cabe todo: cómo nacen y viven y de qué colores son las canciones, los millones de anécdotas, las teorías musicales y de las otras nacidas en bares, los bares mismos, los amigos, la vida entre medias, lo que significa formar parte de un grupo, la tristeza de las pérdidas… que tal y como él lo cuenta viene a ser todo lo mismo. Es una alegría contagiosa, la mejor de las alegrías.
Su tono se aleja de las biografías a fuerza de quitarse importancia y reírse de todo –principalmente de uno mismo–, adoptando una forma libérrima de juego con la nota-pase al pie de página, proponiendo lecturas salteadas, lineales o salteadoras. A ratos parecen aquellas aventuras de los Payasos de la Tele en las que traían por la calle de la amargura al Señor Chinarro –el del circo, no Antonio Luque–, otras veces es una enciclopedia disfrutada y vivida de lo que se escuchaba y leía en los noventa y una pasión desbordante más por escuchar música que por hacerla. Y, especialmente, es una sentida carta a Sergio Algora, cantante y letrista del grupo, fallecido en 2008.
“(…) Me gustaría tener cerca a mis amigos, y ya sé que dicen que a los amigos no se los tiene, que la posesión es perniciosa, que lo que hay que hacer es dejarles volar libres. Sí, claro, que vuelen por ahí libres y se mueran cuando quieran y jamás vuelvas a verlos, no te jode. ¡Vaya idea de bombero! Los amigos deben estar siempre cerca o al menos siempre vivos y todos juntos y merendando y leyendo el Noticias del mundo y haciendo quinielas los lunes en un bar en el que suenen los Zombies. Sin tunos”.
El Poeta, hombre de cabeza grande y valiosa, dejó una huella profunda en quien le conoció. El retrato que su amigo hace de él nos ha recordado al pistolero aquel de la canción de Pata Negra: alguien ofrecido en el amor, en el más amplio de los sentidos.
Vida de un pollo blanquecino de piel fina es el zapato que encaja en el pie de El Niño Gusano. Un objeto de enorme calidad editorial –a cargo de Víctor Gomollón, responsable de Jekyll & Jill–, un gozo que no decae en ningún momento, que no exige ser fan ni conocer al grupo, un acto de celebración que se alza como un trofeo del Teresa Herrera y ante el que no podemos más que rompernos la camisa, la camisita que tengo.
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