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En una entrevista reciente con el periodista Pol Pareja, el creador norteamericano David Simon reflexionaba sobre los factores que han hecho de la serie The Wire –que produjo a principios de siglo– uno de los grandes referentes de la ficción contemporánea. “Creo que todos reconocieron en ella una cierta verdad fundamental. Entendieron que hablábamos de una desconexión entre lo que estamos viviendo como ciudadanos y la realidad de nuestras expectativas, cada vez más reducidas. La diferencia entre ricos y pobres es cada vez más profunda con cada generación. El capital campa a sus anchas, ya no está ligado a un contrato social real que incluya a toda la sociedad. Y por eso sentimos que no estamos bien gobernados, que nadie trabaja para solucionar los problemas que vemos a diario. Creo que todo el mundo, de una forma u otra, lo siente así”, respondía.
Simon sintetizó en sesenta horas de televisión toda su experiencia como reportero en las calles de Baltimore, que ya había plasmado en dos libros ejemplares de no ficción: Homicidio y La esquina, este escrito junto al expolicía Ed Burns. Si nos preguntas a nosotros, las mejores sesenta horas de televisión que hemos visto, febriles maratones de episodios hasta la madrugada.
The Wire describía el campo de batalla de una guerra no declarada. O tal vez, los restos de una guerra ya perdida, la del sistema capitalista intentando contenerse a sí mismo. Simon registra el fracaso de algunas instituciones fundamentales de las democracias occidentales –escuela, periodismo, servicios sociales–, y describe qué ocurre cuando todo se derrumba y qué hacen aquellos a los que ni siquiera podemos llamar desheredados pues jamás tuvieron la posibilidad de una herencia que no fuera la violenta lucha por la supervivencia.
El gran alcance de la serie es que en ella se colaba la vida: no era el discurso de un moralista que lo observa todo desde arriba y separa el bien del mal, sino la mirada de alguien que se tomó el trabajo de escuchar y narrar. Una mirada, en palabras del Teju Cole que leímos la semana pasada, atenta al mundo.
Ahora nos hemos encontrado con el mayor homenaje, que sepamos, que se le ha hecho a The Wire. Es un cómic francés y se titula The Grocery, del guionista Aurélien Ducoudray y el dibujante Guillaume Singelin, autor de Frontier, un tebeo muy leído en esta librería. Lo que al principio parece la historia de un chaval que busca amigos en el barrio de Baltimore donde su padre acaba de abrir un ultramarinos, acaba convertido en una especie de distopía explosiva. Toda la violencia latente de la serie, llevada hasta sus últimas consecuencias lógicas.
Ducoudray y Singelin juegan muy bien una baza decisiva: huyen del realismo, pero sólo en la caracterización de los personajes. ¿No se parece ese Elliot a la rana Gustavo? Es como si los Teleñecos se hubieran salido del plató y lo hubieran colonizado todo. Ese distanciamiento lleva la obra hacia una lectura más amplia: el horror de las guerras puede estar en la esquina de tu calle y no parecen quedar resortes ante la injusticia más flagrante, la venganza ni al grado más alto de la atrocidad y la avaricia.
Podría parecer una parodia, una caricatura, pero no es más que ver aquel Baltimore diez años más tarde de The Wire, pasado por un espejo deformante: exagera, puede en momentos bordear lo grotesco y el exceso, pero sigue manteniendo una mirada atenta que dialoga muy bien con el aire que se respira en este momento: muros, mercenarios, impunidad, gente real a la que nadie escucha. Las guerras hacia fuera y las guerras de dentro. Guerras ante las que el mundo ha dejado de reaccionar.
¿Alguien dijo que The Grocery sería algo así como Simon puesto de anfetas? También. Y tiene humor, interludios cómicos que funcionan de maravilla.
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